XXVIII
Los siguientes días no fueron más que una constante tortura. Entre el mal humor de Xavier antes y después de salir de prisión el día miércoles, y la actitud extremadamente rara de Aaron, tenía los nervios de punta. Sin mencionar lo abatido que se encontraba mi corazón por la escasa —por no decir nula— comunicación con Oleg. Mis días laborales me dejaban demasiado cansada y no era capaz de abrir los ojos cuando él intentaba comunicarse conmigo. Nuestra relación se limitó a unos cuantos mensajes de textos y fotografías de él junto a Mila en lugares impresionantes.
Una de las zonas residenciales de Chicago se extendía a lo lejos con las menudas casas pintadas en diferentes colores vibrantes que conseguía que todo luciera como sacado de una pintura posmoderna. Caminaba en círculos sobre el techo de los estudios, disfrutando de la fotografía que recibí en el último mensaje de Oleg, la misma que decidí imprimir al momento de verla por primera vez. En la imagen aparecía Mila junto a Oleg y una mujer que parecía unos años mayor. Sus ojos eran de un azul más oscuros que los de él, sus labios gruesos a diferencia de los del otro y su rostro más alargado. No obstante, el parecido entre ambos continuaba siendo evidente en la forma de su nariz y el color de su cabello. Deduje que se trataba de Dasha Ivanova, su hermana mayor. Los tres vestían atuendos extremadamente gruesos y un tanto exóticos, como los que usaban los personajes animados en la película Anastasia. Unos abrigos de piel, botas invernales y —lo que más llamó mi atención— unos enormes gorros peludos los cuales, según Oleg eran llamados ushanka. Tras ellos se apreciaba una impresionante edificación rodeada por una plaza cubierta de nieve. Por el mensaje, supe que se trataba de la catedra de Kazán. Sonreí con melancolía, sin poder creer mi maldita suerte. Cada fotografía que llegaba a mí, era un recordatorio de los miles y miles de kilómetros que me separan de él.
Busqué mi móvil dentro de mi jersey rosa, abrí la cámara y la sostuve a la altura de mi cuello, intentando cubrir la mayor parte posible de la vista que me ofrecía la ciudad. Presioné la pantalla, el teléfono enfocó la imagen y con un clic, clic se generaron dos fotografías. Las adjunté en un mensaje directo con unas cuantas palabras:
[Saludos desde el cielo. Te echo de menos. Con amor, C❤]
Envié el mensaje, al mismo tiempo que dejaba escapar un profundo y ruidoso suspiro. Comenzaba a temer de mí misma, no me gustaba la manera en la que suspiraba últimamente. Como si mi alma escapara lentamente en cada una de mis exhalaciones.
Mi cabello se revolvió al ser atacado por un vendaval violento. La fotografía escapó de mis manos, meciéndose en el aire mientras se alejaba. Corrí para atraparla pero se movía más rápido que yo y mi cabello obstruyendo mi visión me dificultaba un poco la tarea. La fotografía voló lejos del techo, puse un pie en el extremo de la marquesina y me estiré tanto como pude para cogerla. Tuve un segundo para disfrutar mi victoria. Lo siguiente que pude percibir fue una imagen borrosa de mi móvil cayendo al vacío. Grité, totalmente horrorizada al sentir que perdía el equilibrio. Comencé a caer. Iba a morir.
Sentí una presión en mi estómago. Al principio, imaginé que se trataba de mi interior encogiéndose por la caída. Sin embargo la presión se hizo más tensa y era más bien cálida. Me obligué a abrir los ojos que hasta ese momento noté que había cerrado con fuerza. Lo primero que logré vislumbrar fue el duro concreto del suelo a muchos metros por debajo de mi cuerpo. ¿Qué demonios?
Bajé la mirada a mi estómago, al centro de la tensión que me sostenía sobre el vacío. Un par de delgados brazos me rodeaban con una fuerza tal, que consiguió que las venas a lo largo de las extremidades se marcaran como si estuvieran sobre y no bajo la piel. Giré un poco la cabeza a mi derecha. Mi nariz rozó con la del hombre que me sujetaba, totalmente aterrado. La respiración de Aaron se instaló sobre mis labios y sólo entonces me permití sentirme medianamente tranquila. Otro par de brazos sujetaron mi brazo izquierdo y tiraron de mí. Me obligué a retroceder hasta que mis pies tocaron nuevamente la marquesina. Los hermanos Been/Dalmau me alejaron tanto como pudieron de la orilla antes de quitarme las manos de encima. Me derrumbé sobre mi trasero y recogí mis pies tan cerca de mi pecho como mi estómago me lo permitió. Para entonces, mi cuerpo se sacudía violentamente a causa del miedo que continuaba atezándome.
—¿Estás bien, Charlotte? —preguntó Leonardo, inclinándose junto a mí.
Asentí, al ser incapaz de pronunciar media palabra.
—¿En qué demonios estaba pensando? —Espetó Aaron, totalmente fuera de sí. Su rostro pasó del color de una hoja de papel a al que tiene un baño de sangre—. ¿Está loca? ¡Casi muere!
Me estremecí.
—Aaron, basta. —Riñó su hermano—. Está asustada, no necesita de ti siendo un imbécil.
Mi vecino se pasó ambas manos por su cabello, éste cayó despeinado a los lados de su rostro, enmarcando sus ojos cafés y resaltando las curvas de sus labios fruncidos.
—Lo siento, señorita —dijo finalmente, acercándose a mí—. La llevaremos a que la revise un médico.
—No es necesario —musité—. Estoy bien.
—Charlotte, por favor —insistió Leonardo—. No sabemos si estás lastimada.
—Estoy bien —repetí.
Me puse de pie para probar mi punto. Todo giró cuando mis pies tocaron el suelo. Cerré los ojos y respiré, rogando porque el mareo desapareciera. Finalmente lo hizo, abrí los ojos y forcé una sonrisa. Leonardo me ofreció su brazo, el cual acepté agradecida y nos dirigimos a la puerta de servicio con Aaron pisando nuestros talones.
Dentro, el lugar se encontraba casi vacío. Xavier concedió la tarde libre a todos por el titánico esfuerzo de la producción durante su ausencia. Fui la primera en salir del elevador, me detuve a la espera del brazo de Leonardo, sin embargo fue Aaron quien tomó mi brazo para envolverla alrededor del suyo. Mi corazón dio un vuelco. Si bien era cierto que Aaron no poseía un cuerpo de adonis, pude sentir como sus músculos se tensaron. Nos dirigimos al lugar al que cayó mi móvil. Lo único que restaba de él eran decenas de trozos de plástico y el resto de los componentes internos.
—Mierda —gruñí por lo bajo, al tomar algunas piezas.
Pensé en Oleg y los mensajes que se perdieron, todas esas fotos de Rusia, sus textos...
Limpié con rabia las lágrimas que dejé escapar. El par de hombres me escoltaron hasta la salida de los estudios y posteriormente al auto de Aaron aparcado ilegalmente unas cuadras adelante. Resultó irónico que siendo él un defensor de la justicia, se atreviera a infringir las leyes viales de una manera tan descarada. Habría hecho un comentario sarcástico sobre ello si la bilis acumulada en mi garganta me dejase hablar. Ocupé la parte trasera del auto, incliné mi cabeza en el respaldo del asiento y cerré los ojos. Mi punzaba y tampoco fui capaz de deshacerme de la sensación de estar cayendo. Intenté concentrar mi cabeza en pensamientos más amables. Evoqué el rostro sonriente de Oleg en la fotografía. A pesar de estar ocultos bajo su enorme gorro peludo, sus ojos brillaban hasta opacar la extraordinaria catedral a su espalda.
—¿Desea pasar al centro comercial? —La voz aguda de Aaron me separaron de Oleg, obligándome a volver al presente.
Levanté la cabeza al frente, permitiendo que nuestras miradas se encontraran sobre el espejo retrovisor.
—Prefiero irme a casa —respondí, bajando la mirada.
Aaron no dijo más. Condujo hasta nuestro edificio y una vez frente a éste, le pidió a Leonardo acompañarme a hasta mi puerta. Leonardo obedeció, me ayudó a bajar del auto y caminamos dentro mientras Aaron se alejaba dentro de su auto rumbo al sur. Me despedí de Leonardo después de jurarle por toda la corte celestial que me encontraba en perfectas condiciones —más o menos, estuve a punto de morir—, él me observó con recelo hasta que finalmente asintió y se marchó.
Una vez sola, me deshice de mi ropa hasta quedar en mi rosada ropa interior de encaje. Entré a la cocina en busca de algo comestible, más por venganza a mi estómago que insistía en vaciar su inexistente contenido, que por hambre real. Regresé a la sala con un tazón de palomitas que terminaron esparcidas frente al televisor cuando el estúpido Parker murió y dejó a Hachi sólo. Berreé patética y desvergonzadamente sobre mi sillón hasta quedarme dormida.
Mi inconsciencia me arrastró una vez más al techo sobre los estudios, en ésta ocasión vestía un vestido rojo recto y sin mangas, con cintas adornadas con decenas de lentejuelas colgando a lo largo de la tela; mis piernas estaban cubiertas por unas sensuales medias de red y mis zapatos negros tenían sólo un par de centímetros en el tacón. Mi cabello se encontraba peinado en rizos gruesos a la altura de mis mejillas. La luna estaba en lo alto del cielo, su luz caía directo sobre mí, como si se tratase de un reflector. A mi alrededor sonaba una canción de los 20's. Un par de brazos me abrazó por la cintura a mi espalda. Bajé la mirada a ellos, eran delgados y sus venas se marcaban bajo su piel. Di media vuelta sobre mis talones y un Aaron Been vestido en un traje a cuadros de corte amplio me observaba con atención.
—¿Baila usted? —preguntó, susurrando sobre mi oído.
Asentí, tomando las manos que me ofrecía. Él sonrió provocando que la luna pareciera simple comparado con él. Aaron y yo giramos por casi todo el techo, nos movimos como si el baile fuera parte de nosotros. Sonreímos y nos miramos a los ojos sin miedo a nuestros secretos. Él me hizo girar sobre mi propio eje una y otra y otra vez. Reí tontamente mientras las lentejuelas de mi vestido brillaban y se reflejaban bajo nuestros pies.
Lo siguiente pasó demasiado rápido. Mientras continuaba girando, pisé la orilla del techo, lo que provocó que perdiera el equilibrio y cayera de espaldas. Lo único que distinguí mientras mi cuerpo se encontraba en el aire, fue el rostro desesperado de Aaron gritando mi nombre.
Abrí los ojos.
En mis oídos persistía la voz de Aaron. Llevé mis manos a mi corazón para asegurarme de que todo se trataba de un sueño. Sus latidos eran violentos dentro de mi pecho pero continuaba latiendo.
El teléfono sonó a mi izquierda, me sobresalté una vez más. Sacudí la cabeza y respiré varias veces para tranquilizar mis nervios. No sabía exactamente la hora que era, pero mi maratón de películas corta venas duró poco más de ocho horas, por lo que supuse era más de media noche.
Me incliné rápidamente sobre la mesa junto al sillón, descolgué el teléfono y lo llevé a mi oreja mientras éste sonaba por última vez.
—¿Sí?
—¿Dorogaya? —respondió una voz familiar.
—Oleg —chillé—. Al fin.
—Te extraño tanto —dijo, sonando tan emocionado como yo—. Te necesito tanto.
—No más de lo que yo te necesito a ti.
Oleg me contó sobre su viaje, de San Petersburgo y la tienda de artesanías de su familia. Me habló sobre su hermana Dasha y su extrema postura de feminista liberal que les impidió a sus padres verla llegar al altar. Sobre los abuelos de Mila no dijo más que lo necesario y noté la manera en la que su voz se endureció al mencionarlos. Su actitud me parecía un tanto extraña, jamás imaginé que la relación con los padres de su esposa fuera tan poco amistosa, pero no hice más preguntas. En un momento de la charla me puse de pie para buscar una manta dentro de un mueble en la estancia, regresé al sillón y me cubrí con ella. Se sintió malditamente bien el poder escuchar su voz, saber que a pesar de toda la distancia pensaba en mí y ansiaba volver conmigo. Regresar por mí. Por supuesto también echaba de menos a la pequeña Mila. Oleg la puso al teléfono un instante, ella hizo las preguntas de rigor y respondió las mías con la elocuencia que le caracterizaban. En aquella ocasión fue ella quien cantó para mí Little Star. Me despedí de Mila con las lágrimas saltando de mis ojos. La voz de Oleg regresó, quiso despedirse pero se lo impedí. Necesitaba sentirlo cerca un poco más.
Me volví a quedar dormida con un acento ruso de música de fondo.
Sonreí inconscientemente al escuchar a Oleg susurrar: —Te quiero, dorogaya. Espera por mí.
Cuando desperté, había amanecido en su totalidad. La poca luz que lograba colarse por las persianas medio cerradas era suficiente para iluminar la estancia. Ojalá no lo hiciera. Había palomitas y ropa regadas por doquier y mi teléfono yacía en el suelo, junto al sillón. Estiré los brazos frente a mi cara y bostecé antes de incorporarme. Pronto comencé a temblar, el frío otoñal me puso la piel de gallina. Me envolví en la manta gris y caminé en dirección a mi habitación por un pijama grueso. El sonido del intercomunicador me obligó detenerme, di media vuelta con los dientes castañeando.
—¿S-sí? —dije, al descolgar el aparato.
—Charlotte —respondió Matty—. Gracias a Dios.
—Nos tenías muy preocupadas —agregó Renée—. Creímos que te había ocurrido algo cuando no respondiste nuestras llamadas.
—Lo siento. —Me disculpé—. Me quedé sin celular.
—Abre la puerta, Charlotte —ordenó Renée—. Hace mucho frío aquí afuera.
—Claro, suban.
Decidí esperar a mis amigas antes de ir por algo de ropa, no estaba segura de las intenciones con las tenían y no me sentía con ánimos de hacer un doble cambio. Entré a la cocina y llené con agua la cafetera. Un par de golpes sonaron sobre la puerta.
—Está abierto —grité desde la cocina.
Pasaron varios segundos y el usual alboroto de mis amigas no se hizo presente. Fruncí el ceño. Acomodé la manta alrededor de mis hombros y regresé a la sala para verificar si todo estaba en orden. Sólo di un paso fuera antes de quedarme paralizada.
—Aaron —exhalé.
Aaron Been dio un par de pasos frente a mí y retrocedí hasta entrar nuevamente a la cocina. Su cuerpo obstruyó la salida, dejándome atrapada. Mierda. En un esfuerzo sobrehumano, levanté la mirada del suelo buscando su rostro. Me estudiaba con atención mientras sus labios se mantenían separados.
Parpadeó varias veces y tragó antes de decir: —¿Se encuentra bien?
Bajé nuevamente la mirada, su voz aguda me afectó más de lo que podía admitir. La manta me cubría por debajo de mis hombros dejando al descubierto los tirantes rosas de mi sujetador y caía hasta el suelo sin dejar más piel a la vista. Él no podía saber que me encontraba casi desnuda. Entonces, ¿por qué no pude evitar sentirme expuesta?
—Sí... Yo —balbucí. Mordí el interior de mis mejillas. Respira Charlotte, es sólo un hombre—. ¿Me permite un momento?
—Por supuesto —respondió, haciéndose a un lado para dejarme pasar.
Fue entonces que me di cuenta de lo mucho que Dios me odiaba. Caminaba frente a él, cuando la manta se enredó con mis pies haciéndome tropezar inevitablemente. Aaron intentó sujetarme, pero no consiguió más que empeorar la situación. Mi peso nos hizo caer a ambos. Mi espalda chocó contra el suelo, la manta se abrió exponiendo mi semidesnudez y Aaron aterrizó sobre mí. Sus manos sujetaron mis caderas y su rostro quedó a milímetros del mío.
—¿Se encuentra bien? —inquirió una vez más, sin moverse.
Probé abrir la boca para responder, sin embargo me resultó imposible. No fui capaz de concentrarme en nada que no fuesen sus dedos largos rozando el encaje de mis bragas. Mi pulso se disparó. Se encontraba tan cerca, que pude contar una a una sus pestañas. Comencé a sentirme catatónica.
—Por Dios.
La exclamación de mis amigas llegó en coro.
Aaron se incorporó de un salto. Tomó mis manos y me ayudó a levantarme. Si pensaba que ya nada podría ser peor, estaba totalmente equivocada. Ahora me encontraba de pie en ropa interior junto a mi vecino, con la mirada escrutadora de mis mejores amigas sobre nosotros.
—Yo... —murmuró Aaron, rompiendo el silencio incomodo que nos rodeaba—. Me voy. Con permiso.
«¡Cobarde!», le gritó mi subconsciente.
Matty y Renée se alejaron de la puerta para dejar pasar a Aaron. Me incliné por la manta y la pasé sobre mis hombros al mismo tiempo que la puerta de mi departamento se cerraba de un golpe. Suspiré y me encogí de hombros como si nada.
—Qué hombre tan extraño —comenté, antes de huir a mi habitación como si mi vida se fuera en ello.
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