XXVII
«Pasajeros del vuelo veinticinco con destino a San Petersburgo, abordar por la puerta quince.»
Tomé la maleta rosa junto a mí y comencé a caminar en dirección de la puerta de abordaje. Mi mano derecha se entrelazó con la de Mila, quien sujetaba la mano de su padre con la otra mano. Nos detuvimos tras la fila de personas que esperaban entregar su boleto a la azafata.
—Es hora —dijo Oleg, volteando a verme—. Nos vemos pronto.
Me solté del agarre de Mila y de la maleta para lanzarme a sus brazos.
—Te echaré de menos —chillé, con mis labios pegados a la tela de su camisa azul.
—Serán un par de semanas. —Me consoló, apretándome contra él.
Sacudí la cabeza, negándome a dejarlo marchar. Serían sólo unos cuantos días los que se ausentarían, pero mi pecho se sentía apretado por la idea. Inhalé su aroma, traté de que mi cuerpo conservara un poco de su calor, lo suficiente para sobrevivir hasta su regreso. Me estremecí en ansiedad. Resultó obvio que algo estaba molestándome y era, por supuesto, el hecho de despedirme de él.
—Promete que volverás —insistí.
Sujeté su camisa por su espalda. Oh Dios, ¿por qué me costaba tanto?
—Miranda, dorogaya. —Tomó mis hombros y me obligó a dar un paso atrás para verme a la cara—. Serán un par de semanas, estarás bien.
—¿Cómo puedes saberlo? Estarás del otro lado del mundo.
Oleg rió.
—Porque he pedido que cuiden de ti.
—¿A sí? —gruñí—. ¿A quién?
—¿No lo adivinas? —Negué con la cabeza, haciendo pucheros—. Aaron. Él cuidará de ti mientras yo no esté.
¿Aaron cuidando de mí? Vaya mierda.
—No necesito guardaespaldas —espeté.
—Lo sé. —Oleg acarició mis mejillas para tranquilizarme—. Sin embargo, me sentiré mejor sabiendo que no te encuentras sola.
—No estoy sola.
—Sabes a qué me refiero. —Presionó su frente sobre la mía y ambos suspiramos. Sus ojos azules brillaron, jamás me habían parecido tan hermosos—. Escucha, quiero que conserves algo.
Dio un paso atrás sin quitarme la mirada de encima y desabrochó cada uno de los gemelos de su camisa. Tomó mi mano derecha y las colocó en medio de mi palma abierta antes de cerrar mi puño presionando sobre él.
—Consérvalas hasta que nos volvamos a ver. ¿Está bien?
—Yo, no... —Sacudí la cabeza. ¿Se trataba de algún tipo de recuerdo suyo? ¿Me daba los gemelos porque no planeaba volver?—. Oleg, yo...
Se apoderó de mis labios, impidiéndome continuar. Su beso sólo consiguió aumentar mi ansiedad. Mi corazón se contrajo dentro de mi pecho, mis pulmones se hicieron pequeños y el nudo en mi garganta no podía ser más insoportable. Los delgados labios de Oleg se movieron con lentitud sobre los míos, sin dejar de mostrarme cuánto necesitaba de mí. De la misma manera en la que yo necesitaba de él. Nos separamos al escuchar a la azafata aclarándose la garganta.
Limpié unas cuantas lágrimas que dejé escapar sin querer y forcé una sonrisa. Me incliné hasta quedar a la altura del rostro de Mila.
—Muy bien, pequeña —dije, jugando con las puntas de sus colitas de caballo—. Te extrañaré mucho.
Ella se lanzó sobre mí con los brazos abiertos, adhiriéndose a mi espalda.
—Apyrr —sollozó en mi cuello—. Ven con nosotros.
—Me encantaría, cielo. —Tragué, intentando ahogar más lágrimas—. Pero no puedo ir por ahora. Escucha, cuídate mucho ¿está bien?
Mila asintió, se separó de mí y me miró con los ojos llorosos. Mi corazón se rompió
—Y promete que cuidaras de tu papá.
—Lo prometo —respondió, animosamente. Se acercó nuevamente a mi oído y susurró: —. Apyrr, cuando papá vuelva, ¿vas a casarte con él?
Balbuceé algo inteligible, mientras sacudía la cabeza y asentía una y otra vez con los ojos como platos.
—Es hora de irnos. —Anunció Oleg, tomando la mano izquierda de Mila—. Volveré pronto, dorogaya.
—Estaré esperando —musité, luchando con el impulso que me ordenaba abrazarme de sus piernas e impedir que se marchara—. No tardes, por favor.
—No lo haré —prometió, acercándose a mí por un último beso en la frente.
Oleg le entregó los pases de abordar a la azafata, ella los revisó detenidamente antes de hacerle una señal indicando que podía seguir adelante. Mila dio un último vistazo a su espalda, sonrió con pesar y dijo adiós con su mano libre. Levantó la mirada al rostro de su padre y ambos sonrieron. Continuaron su camino por el pasillo hasta desaparecer completamente de mi vista. De inmediato el suelo bajo mis pies se sacudió. Me repetí una y otra vez que Oleg volvería pero mi corazón no lograba convencerse. Tal vez actuara exageradamente, quizá se tratara del drama de las despedidas; pero lo cierto es que no pude evitar sentir que no le volvería a ver. De repente el tiempo que estuvimos juntos me pareció insuficiente. Y la necesidad de decirle todo lo que significaba y agradecerle la magia que trajo consigo y con la que me iluminó, me llenó de una angustia abrazadora. Oleg trasformó mi vida como si se tratase de un mago de los famosos circos rusos, o alguno de los espíritus que habitan en Moscú.
Me recordé respirar y limpié mi rostro, reprendiéndome por mi actitud negativa. ¿Cuándo aprendería que no sería abandonada por todos a los que amaba?
Salí del aeropuerto casi asmática. Cogí el primer taxi disponible que encontré —robado a una mujer mayor con acento inglés— y le pedí al conductor llevarme a los estudios. La bandeja de entrada de mi móvil estaba llena de llamadas perdidas de mi jodido jefe. Comenzaba mandarlo al demonio en el momento justo que una nueva llamada entraba. Gruñí, deslizando mi dedo por la pantalla para responder.
—Brown —mascullé, con los dientes apretados.
—¿En dónde demonios estás, Brown? —ladró, del otro lado de la línea. Casi pude verlo escupir mientras gritoneaba—. Acabo de llamar a la oficina y nadie respondió.
«Te odio», pensé.
—Estoy en camino. Vine a despedir a mi novio.
—Oh, por supuesto Charlotte. Tu lindo novio alemán —Apreté los puños al escuchar la dulzura fingida en su voz—. Tu vida amorosa, sexual y demás me importa una mierda. Quiero que estés en el estudio ya mismo, hay mucho trabajo que hacer.
Ese hijo de puta.
—Por supuesto —refunfuñé—. Estaré ahí de inmediato.
—Espero que así sea. Te llamaré en cuanto pueda, no te despegues de la oficina ni un sólo segundo.
Colgué antes de perder completamente la compostura.
Saqué las mancuernillas de Oleg del fondo de mi chaqueta. Un par de cuadros de plata con las letras «OI» estaban grabadas sobre éstas. Las apreté sobre mi pecho, a la altura de mi corazón e inhalé buscando un poco de consuelo. Sin embargo, la amargura fue en aumento. Pensar que hace unas horas todo salía a la perfección y que mis planes se arruinaron a causa de una jodida llamada, me provocó unas tremendas ganas de querer asesinar a alguien.
Eran poco más de las cuatro de la madrugada cuando el sonido de una llamada entrante a mi móvil me despertó. Estiré una mano a regañadientes sobre mi mesa de noche y respondí con voz somnolienta. Del otro lado la voz grave de Xavier gruñía y lanzaba órdenes a diestra y siniestra sin darme antes la oportunidad de abrir los ojos por completo.
«Busca a mi abogado.»
«Estoy detenido en Los Ángeles.»
«Un jodido error.»
«Necesito que te hagas cargo. La producción está en camino.»
Mi viaje se fue al demonio a causa de los malditos excesos de mi jefe.
El taxi se detuvo finalmente frente a los estudios. Me tardé un poco más de lo usual en pagarle al conductor, bajar del auto y caminar dentro. Como era de esperase, en el lugar reinaba el pandemónium. La producción había llegado y las órdenes por firmar, personas que contactar y cientos de horas de vídeo que rodar parecían interminables. Si bien, era algo —parte de algo—, con lo que había soñado cuando decidí estudiar cinematografía, la situación no resultó en absoluto comparada con lo que esperaba. Los bombardeos de documentos cayeron sobre mí en cuanto llegué a mi escritorio y los teléfonos sonaron como si estuvieran poseídos. Resoplé por última vez antes de tomar el primer juego de carpetas y descolgar uno de los teléfonos.
No podría decir exactamente cuánto tiempo había pasado, pero mis espaldas dolían mientras que una bomba estaba a punto de estallar dentro de mi cráneo. Me permití unos minutos libres para caminar hasta la máquina de chucherías en la cafetería. Bajé por las escaleras, buscando alejarme un poco de la locura que me rodeaba, el sonido de mis pasos cada vez que pisaba un peldaño chocó una y otra vez contra las paredes, consiguiendo crear un eco infinito. Busqué mi teléfono móvil dentro de uno de los bolsillos de mi falda rosa, presioné el botón de encendido y la pantalla se iluminó al instante. La imagen de Mila colgada del cuello de su padre apareció en el fondo. Me pregunté si Oleg, estaría pensando en mí en esos momentos, si echaba de menos mi presencia. La pantalla del móvil se apagó, los rostros sonrientes de los Ivanov desaparecieron y con ellos, unas cuantas lágrimas escaparon de mis ojos. Las enjuagué con el dorso de una mano, mientras empujaba la puerta de las escaleras con la otra.
El resto del personal inició su camino a la puerta de salida, completamente ajenos al drama que se vivía entre el productor estrella y su asistente. Anduve por los pasillos, lanzando miradas de odio a toda persona que se cruzaba en mi camino.
—¿¡Charlotte!?
Giré sobre mis talones, anticipando el interrogatorio que prometía desatarse al reconocer aquella voz. Mis ojos se encontraron a un par de mujeres junto a una puerta con la leyenda «Sala de Audio» escrita en una placa en la parte superior.
—Hola, chicas —saludé, fallando en evitar mi tono desdeñoso.
Matty y Renée me miraron con confusión.
—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó Matty, avanzando hacia mí—. Nosotras te creíamos de camino a Rusia.
—El viaje se canceló —mascullé, con los dientes apretados.
Una de las razones por las que no había abandonado mi escritorio, era justamente para evitar encontrarme con ellas. No estaba segura de tener el humor suficiente y lo cierto es que no me equivocaba.
—¿Por qué? —averiguó Renée, alcanzándome en sus enormes tacones de aguja.
—Alguien tiene que hacerse cargo de la producción que acaba de volver.
—Es trabajo de Xavier —refunfuñó Matty—. Jamás te deja hacer nada a ti. ¿Por qué ahora es distinto?
—No lo sé —dije, encogiendo mis hombros—. Tal vez es porque el hijo de puta está detenido en Los Ángeles.
Los rostros de mis amigas adquirieron el aspecto de los dibujos animados, sus mentones casi tocan el suelo y sus ojos se salieron de sus órbitas.
—Oh... Por... Dios —logró balbucear Renée—. ¿Qué fue lo que hizo?
—No tengo idea —repliqué, un tono más molesta—. Su abogado estará mañana con él. Por ahora no tengo más información, sólo cientos de cosas por supervisar.
—¿Quieres que nos quedemos contigo? —Propuso Matty—. Podemos ayudarte.
—No es necesario, estaré bien.
—¿Segura? —intervino la otra.
—Claro.
Me despedí de ellas con un abrazo y una palmadita de por su parte como muestra de apoyo. Alcancé la máquina de alimentos, introduje unas cuantas monedas y elegí una barra de cereal. Presioné el botón verde sobre el panel de control y la barra cayó dentro del despachador. Repetí el procedimiento con la máquina de bebidas. Finalmente caminé de regreso con una barra de cereal, una coca cola y un café negro. Ésta vez opté por el ascensor. En cuanto las puertas se cerraron y el elevador comenzó a moverse, mi móvil sonó dentro de mi falda. Acomodé mis bebidas entre mi brazo izquierdo y mi pecho, y cogí el aparato con la mano libre. Era un mensaje de texto de Oleg que abrí de inmediato.
[Casi hemos llegado. San Petersburgo no será lo mismo sin ti, mi dorogaya. O ❤]
Junto al mensaje de texto, estaba adjunto un archivo multimedia. Lo descargué al mismo tiempo que el elevador se detuvo. Di un par de pasos fuera antes de ver la imagen adjunta. Se trataba de una fotografía medio borrosa de Oleg y Mila abrazados en su asiento del avión. Mi corazón dar un vuelco, un tanto incrédula por la manera tan desesperada en que le necesitaba. Guardé la fotografía en mi galería repitiéndome una vez más que Oleg volvería más pronto de lo que pensaba. Inhalé antes de devolver el teléfono a su sitio y caminar los últimos metros a mi escritorio.
Estuve a punto de dejar caer mis cosas al ver al hombre ocupando mi silla tras el escritorio. Él me observó con curiosidad.
—Buenas noches, señorita Brown —Aaron Been acomodó su espalda en el respaldo.
Cerré mi boca que se abrió por la sorpresa.
—Señor Been —balbucí—. ¿Qué hace usted aquí?
—Es justo lo que estaba por preguntarle. —Aaron entrelazó sus dedos sobre su estómago—. ¿Qué hace usted aquí sola?
Parpadeé varias veces antes de responder: —Tengo mucho trabajo.
—Parece muy cansada, déjeme llevarla a casa.
—Lo haré... En cuanto termine.
—Sabía que diría eso. —Sonrió con suficiencia—. Y podría apostarle que ni siquiera ha cenado algo.
Se inclinó a un costado de la silla y cogió una bolsa de papel que dejó sobre el escritorio.
—Traje la cena.
—No es necesario. Pero gracias, señor Been.
Aaron sacudió la cabeza. Sus delgados labios fruncidos y su cabello sacudiéndose me hicieron temblar.
—Una coca cola y una barra de cereal no es comida —insistió, levantándose de la silla.
—No es necesario que haga esto, señor Been. Soy suficientemente capaz de cuidar de...
—Charlotte —interrumpió, bordeando el mueble entre nosotros—. Prometí que cuidaría de usted.
—Supongo que espera que le agradezca su interés por cumplir su palabra. Sin embargo no fui yo quien pidió que tomará el papel de mi protector y lo cierto es que no le necesito, señor Been.
Aaron entornó los ojos durante un segundo, antes de que una nueva sonrisa socarrona se dibujara en sus labios. Dios, sufría de un terrible problema de amor-odio respecto a aquella sonrisa.
—No pretendo tomar el papel de su protector y por supuesto que la creo capaz de cuidar de usted misma. Sólo he venido a supervisar que haga bien su tarea.
Se detuvo junto a mí. Nuestros hombros se tocaron y la calidez que emanaba de su cuerpo me envolvió.
—Y créame que la promesa que pude o no hacerle a Oleg nada tiene que ver con mis intenciones de estar cerca de usted—concluyó.
Cerré los ojos cuando terminó de hablar. A mí alrededor el mundo entero se redujo al calor que los ojos castaños de Aaron transmitían. Mi cuerpo me traicionó en el momento en el que se convirtió en una masa gelatinosa que se tambaleó al ritmo de sus latidos. Todos los sentimientos que había logrado confinar en el fondo de mi alma, tocaron nuevamente a la puerta. Haciéndose presentes, recordándome que tratar no es igual a superar.
Aaron dio un paso atrás, giró sobre sus talones y tomó la bolsa de papel.
—Coma algo —ordenó, ocupándose de las cosas entre mis brazos y dejando en su lugar el paquete de comida —. Espero que la comida italiana sea de su agrado.
Asentí lentamente, totalmente incapaz de abrir la boca. Hui lejos de Aaron, tras el escritorio. El aroma de su perfume continuó suspendido en el aire alrededor de la silla. Saqué el empaque de plástico y lo abrí, encontré un poco de pasta bañada en salsa de tomate.
—Gracias por la comida —murmuré, evitando mirarle a los ojos—. No es necesario que se quede.
—Sin embargo lo haré —anunció, caminando a los sillones a mi izquierda. Se tumbó en el más grande y acomodó su cabeza contra el soporte—. No tengo intenciones de marcharme sin usted.
Suspiré, sabiéndome derrotada ante mi testarudo vecino que se tomó bastante en serio su papel de guardaespaldas. Intenté concentrarme en mi comida, pero la mirada de Aaron todo el tiempo sobre mí, me lo hacía demasiado difícil.
El trabajo se extendió durante algunas horas más. Aaron me ofreció un poco de café cuando comencé a bostezar. Me permití observarlo de reojo un par de veces, pero no fui capaz de descifrar el significado de su mirada. Me sentí torpe y nerviosa, sin estar realmente segura del porqué. No se suponía que Aaron Been significara un peligro para mi estabilidad emocional en aquel momento de mi vida, ni que me hiciera perder el control. Sin embargo, mi corazón se sacudía continuamente y todos y cada uno de mis sentidos se dispararon al cielo. Con Aaron no era capaz de manejar mis emociones, con él mi adrenalina se disparaba al máximo. Era el responsable de que mi vida se pusiera de cabeza en un dos por tres. Me agitaba sólo con escucharle hablar y todo eso me atemorizaba profundamente.
Puse un poco de música para intentar calmar mis nervios, pero el resultado fue el contrario cuando Aaron comenzó a tararear la letra de Into the dark.
«El amor es la ceguera que no puedo ver
Por debajo de nuestras raíces se enredan y entierran
Cuando las hojas caen de los árboles
¿Creceremos juntos por completo?»
Él no sólo tarareó la letra, estaba cantando. Su voz era mucho más grave que la de Blunt, por lo que la canción se convirtió en algo más bien sensual. Sin mencionar que no apartó la vista de mi rostro. ¿De verdad estaba cantándome?
«Si pudiera elegir te habrías quedado
Pero te di mi corazón y es tuyo para romperlo
Antes de que mis miedos nos aparten
¿Por qué no me sigues hacia la oscuridad?»
¿Qué buscaba Aaron Been de mí? ¿Qué le siguiera a la oscuridad? ¿Era así cómo se definí a sí mismo? ¿Cómo algo oscuro? Sacudí la cabeza, reprendiéndome mentalmente. Me repetí lo dañino que resultaba creer en todo lo retorcido que mi subconsciente inventaba. Aaron cantaba porque era fanático de Blunt, sólo eso.
«Antes de que mis miedos nos aparten
¿Por qué no me sigues hacia la oscuridad?»
Repitió la última estrofa haciendo énfasis. Desconecté las bocinas de la computadora violentamente y volteé a ver a mi vecino. El hijo de puta me sonreía altanero.
Bajé la mirada a mi escritorio, inhalé una vez más y le supliqué al cielo no tener que quedarme hasta tarde en los estudios una noche más.
No advertí del momento exacto en el que ocurrió, pero cuando me volví a ver a Aaron, él yacía dormido sobre el sillón. Sus pestañas oscuras temblaban, rozando los cristales de sus lentes. Su pecho se movía lentamente con sus respiraciones. Verle dormir fue demasiado para mis emociones. Verlo tan indefenso, me hizo sentir culpable. Caí en cuenta sobre lo injusta que fui al ocultarle la verdad, por más que me intentara convencerme de que era lo mejor no podía darle la espalda así como así.
Apagué la computadora y me levanté de la silla. Caminé hasta Aaron, algunos mechones de cabello negro caían sobre su frente, quedando atrapados bajo el armazón negro.
—¿Señor Been? —susurré, moviendo un poco su hombro derecho. Él abrió lentamente los ojos y me observó somnoliento—. Es hora de irnos.
Asintió y ahogó un bostezo.
Caminamos juntos hasta la salida de los estudios. El frío otoñal golpeaba de lleno a la cuidad y las hojas de los árboles caían presumiendo un hermoso color café ambarino. El mismo tono que los ojos de Aaron. Llegamos al Mazda y él abrió la puerta para mí, tiritaba cuando alcanzó el lugar del conductor. Encendió el motor del auto y el aire acondicionado.
—¿Lista? —preguntó, tomando el volante con ambas manos.
—Lista.
El auto se puso en marcha.
La vida nocturna en Chicago se encontraba en su auge, sin importar que fuese inicio de semana. La gente hacía fila fuera de los teatros, esperando su turno para entrar. Había pasado mucho tiempo desde que no ponía un pie en alguno de esos lugares. Siendo una amante del jazz, los teatros musicales no faltaron en mis noches libres por muchos años. Me imaginaba a mí misma bailando y cantando las canciones de Renée Zellweger en Chicago. Moviéndome rápido al ritmo del Jazz, en un traje de lentejuelas rojas con mi cabello corto, cómo se usaba en los 20's. Si tuviera la mitad del talento de Zellweger...
Aaron aparcó en el estacionamiento de nuestro edificio. Guardó silencio durante todo el trayecto y sinceramente, no pude más que agradecerle. Entramos y salimos juntos del elevador. Nos detuvimos en medio del pasillo, frente a nuestras puertas.
—Buenas noches, Charlotte —dijo, ofreciéndome una sonrisa a medias.
—Buenas noches, señor Been.
—Puede llamarme Aaron.
Ahogo una sonrisa por el déjà vu que sufrí. Tomé una bocanada de oxígeno, preparándome para lo que diría a continuación.
—Hasta mañana... Aaron.
Resultaba estúpido. Sólo era un jodido nombre, pero fue suficiente para acelerarme el corazón.
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