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XXVI


Floté sobre cientos de nuevos sueños, mi vida entera brilló en nuevas oportunidades que encontré colgando en la sonrisa de un extraño. Me sentía totalmente distinta de la mujer que solía ser antes de que las puntas de sus dedos dibujaran mi figura. Fue como abrir los ojos por primera vez, morir y renacer en un microsegundo, cruzar la velocidad del sonido atada en su sonrisa. Entregarse por completo puede ser intimidante, llega el momento en el que sientes a tu alma escurrirse por los poros de tu cuerpo —un cuerpo que también deja de ser tuyo—y el pánico inicial se parece a la antesala de la muerte. Entonces las partículas de luz se funden con tus restos y unen cada una de tus partes rotas.

Te hacen alguien nuevo, alguien mejor que no teme lo que pase después porque de una manera casi milagrosa está completa otra vez. Cuando se agotan las ideas, cuando los milagros parecen una broma cruel y el suspiro que te mantiene con vida pasa por sus últimos instantes; aparece alguien y se instala como huésped distinguido en tu alma. Nada nunca va de acuerdo a nuestros planes.

—¿Miranda? —La voz Oleg me arrastró al presente—. ¿Puedo saber en qué piensas tanto?

Los rayos del sol chocaron directamente sobre su rostro, causando que sus ojos azules lucieran casi cristalinos. Su cabello estaba alborotado y sensual combinado con sus hombros anchos que le daban la pinta de un dios legendario. Todo me dictaba que se trataba de un sueño, una historia romántica que mi subconsciente inventó en busca del consuelo de una alma abatida. Pero los granos de arena se enterraron en los pliegues de los dedos en mis pies y la brisa del viento golpeó sobre los brazos desnudos; entonces supe que, a pesar de lo increíble que resultara, era la vida real.

Le sonreí al hombre que caminaba tomado de mi mano.

—Pensaba en... —Hice una pausa.—¿Cómo explicarle?—. Lo increíblemente feliz que soy.

Oleg me devolvió la sonrisa, se inclinó y besó mi mejilla derecha.

—¿Puedo preguntar la razón de dicha felicidad? —averiguó, en tono travieso.

Fingí pensarlo por un segundo antes de negar enfáticamente con la cabeza.

—Ni pensarlo —respondí, intentando ahogar la sonrisa tonta que emergía de algún lugar desconocido en mi interior—. No quiero imaginar el daño que puede causarle al mundo un ego tan elevado como lo estaría el tuyo si te confieso que tu sonrisa es suficiente para hacer mejor mis días y que junto a ti todo parece adecuado y suficiente.

Cubrí mi boca con la mano que tenía libre, como si acabara de contarle el mayor de mis secretos. Él me miró divertido. Me encogí de hombros y sonreí, dejando caer mi mano sobre mi costado.

—Ups.

Oleg sacudió la cabeza. En su rostro se dibujó una de esas sonrisas a las que me refería.

Pronto la playa se fue poblando de corredores matutinos que ignoraban al resto del mundo con sus auriculares cubriendo sus oídos y pasando de largo a parejas desaliñadas que se tomaban de las manos como adolescentes tontos. Nos sentamos sobre la arena en algún punto de nuestra caminata. Oleg cubrió mis piernas con su saco lleno de arena. Dejé mis zapatos a un lado y acomodé mi cabeza sobre su hombro. Nuestra charla no cesó en ningún momento, hablamos sobre cualquier nimiedad, pero no dejamos de hacerlo. Ninguno de los dos parecía estar dispuesto a dejar de escuchar al otro, como si temiéramos que el silencio se llevara consigo nuestro presente.

Él me contó sobre su infancia en Rusia y, sin poder evitarlo, en mi cabeza apareció la tierna imagen de un pequeño que lucía igual que un muñeco de porcelana blanca. A Oleg se le quebró la voz cuando me habló sobre su abuelo. Tras el sufrimiento de un padre ausente, Aleksey Ivanov —su abuelo— se encargó de los pequeños de la familia. Todo lo mejor que caracterizaba a Oleg, se lo mostró aquel hombre. Le acompañó, aconsejó y amó hasta que la vida se lo permitió. Tras un accidente ferroviario en San Petersburgo —en donde trabajaba como artesano—, Oleg y Aleksey no volvieron a estar juntos.

—Sólo era un adolescente cuando mi abuelo murió —comentó, con evidente tristeza—. Entonces mi relación con él no era la mejor, yo solía ser rebelde y orgulloso. De saber que lo perdería yo nunca... —Guardó silencio, luchando con sus emociones. Apreté su mano, haciéndole saber que estaba con él —. Le pedí perdón, pero ya era muy tarde.

—Nunca lo es —dije—. Nunca es tarde para enmendarnos. Tú lo has hecho ya, eres un padre excepcional. El mejor que Mila pudo tener.

—No estoy del todo seguro, Miranda. Hay cosas que no conoces sobre mí, cosas que tal vez me convierten en el peor ser humano que puede existir, pero... —Volteó a verme, sus ojos se llenaron de lágrimas que luchaba por contener—. Puedes estar segura de que todo fue para proteger a Mila, sólo por ella.

Oleg mordió su labio inferior en un intento por controlar sus temblores. Lucía tan triste, casi tanto como la primera vez que me habló sobre su esposa muerta. ¿Es porque no lograba dejarla atrás? Comencé a temer no ser suficientemente buena. No ser la clase de persona que Oleg y Mila necesitaban.

Suspiré, intentando no sonar tan afectada ya que se trataba de consolarlo a él. Moví mi cuerpo sobre su regazo, tomé su rostro entre mis manos y besé la punta de su nariz aguileña.

—Lo sé, Oleg —susurré sobre sus labios—. Sé la clase de persona que eres y te puedo jurar que nada nunca me hará cambiar de opinión.

—No puedes asegurarlo —insistió—. Miranda, escucha. Tengo que decirte algo, tienes que saberlo...

—Oleg, Oleg —interrumpí, cubriendo sus labios con mis dedos—. Nada me hará cambiar de opinión.

Atrapé sus labios con los míos cuando intentó decir algo más. Oleg respondió tan pronto como superó la sorpresa de mi iniciativa. Su boca danzó con la mía en un sensual tango, provocando que nuestros cuerpos ardieran bajo nuestra ropa —siendo ésta de por sí escasa—. Sus manos subieron y bajaron desde mis omóplatos hasta mi espalda baja, apenas rozando la línea imaginaria en donde comienza mi trasero. Mis latidos se pausaron, mi corazón dejó de latir como siempre que él estaba tan cerca. Supliqué al tiempo detenerse justo en aquel punto de mi existencia. En ese momento en que no éramos más que un par de intrépidos visionarios intentando que su romance durara tanto como era posible. No se trataba de mí, sino de Oleg abrazando las caderas de su amada y de Charlotte colgada del cuello de su amante. Porque quizá aquellos eran los mejores papeles que podíamos interpretar. No el de un hombre galante cuidando de su dama apenas rozándola, ni el de una mujer inmersas en complejos que no la dejaban disfrutar de sí misma al vivir intimidada por el resto de las de su género. Fuimos más que nombres, más que tallas, nacionalidades y estaturas. Fuimos piel y tacto, besos y sabores. Fuimos más de lo que podría narrar.

—Nos están observando —murmuró Oleg, separándose lo suficiente para hablar.

—Espero que estén disfrutando el show —respondí, antes de mordisquear sus labios.

—¿Quién eres y qué hiciste con la tímida Miranda que conocí?

—Fue transformada por tus ojos mágicos —dije, sonando casi desesperada por terminar la conversación.

Oleg rió. Siguió besándome mientras se movía, haciéndome caer sobre la arena. El peso de su cuerpo arrastró recuerdos de la noche anterior, de sus manos explorándome y su pecho presionado contra el mío.

—¿Por qué no regresamos al hotel? —inquirí, concentrada en el sabor de su cuello.

—He creado a un monstruo —bromeó.

—¿Quieres que suplique?

—No te haría semejante ofensa.

Oleg volvió a reír. Me pregunté qué diablos le causaba tanta gracia.

—Antes de regresar, tengo que darte algo —dijo. Se incorporó, quedando de rodillas junto a mí. Alcanzó su saco y buscó dentro del bolsillo interior. Sacó una caja pequeña de terciopelo verde, lo sacudió delicadamente y lo extendió frente a mí—. Feliz cumpleaños, dorogaya.

—¿Para mí? —pregunté, levantándome de la arena.

Él asintió y puso el estuche entre mis manos.

—Espero que te guste —comentó, pasando una mano tras su nuca—. Mila y yo lo elegimos para ti.

Abrí el paquete con cuidado, separé los pedazos de terciopelo que cubrían el objeto en su interior. Se trataba de un dije enorme que parecía estar hecho de madera, sobre ella se encontraba tallada la figura en 3D de una niña con alas de mariposa, soplando los pétalos de un flor que sostenía en su mano izquierda. Al sacarlo de su caja que me di cuenta de su verdadera naturaleza: era un guardapelo que colgaba de una larga cadena que aparentaba ser antigua.

—Es tan hermosa —dije, inclinándome sobre su rostro para besarlo—. Gracias.

—Aún no tiene fotos —continuó él—. Dejáremos que tú las elijas.

Asentí, sin dejar de sonreír.

—¿Quieres ayudarme? —pregunté, sin molestarme en ocultar el sentido oculto en la pregunta.

—Por supuesto.

Generalmente, en las películas esa clase de tareas siempre son del tipo románticas y sensuales. Él rodea el cuello de ella para cerrar el broche de la gargantilla en su espalda. Sus alientos se mezclan y sus labios casi se tocan. Entonces ella se sonroja y es la única señal que él necesita para inclinarse lentamente y besarla, un beso lento que desata un torbellino de emociones y deseo que pronto se transforman en...

—¡Ay! —chillé, cuando Oleg trató de soltar mi cabello de los eslabones de la cadena.

—Lo siento. Perdón, se atoró.

Bueno, supongo que los torpes detalles son lo que hacen de un instante algo real.

Después de que Oleg lograra deshacer el nudo sin dejarme una calva considerable en mi cabeza, regresamos al hotel. Los rayos solares se intensificaron a medida que el día avanzaba. Las playas se llenaron de mujeres hermosas en traje de baño presumiendo curvas peligrosas y, por primera en mi vida, no experimenté las ganas de salir corriendo y ocultarme bajo mi cama —pensando en que podría caber bajo ella—. En su lugar, caminé con la frente en alto, tomada de la mano de mi novio. Me sentí una diosa sexy dentro de mi vestido sucio, pensé en que de hecho, mis piernas lucían mucho más sexys comparadas con las de la mayoría de las flacuchas que tambaleaban las caderas al ver pasar a Oleg. Por supuesto, mis caderas también eran más sensuales.

Caí en cuenta de lo que me negué a aceptar durante tantos años. Nunca fui una belleza convencional y tampoco me interesaba serlo, no necesitaba la aprobación de otros. No me interesaba si al resto del mundo podía afectarle mi figura, me encontraba bien con lo que era. Mis piernas regordetas, mis pechos grandes y mis curvas más bien cóncavas eran la suma de un todo maravilloso que representaba. ¿Qué le pasó a la mujer tímida que era la Miranda que Oleg conoció? No lo sabía, pero si me preguntan, podía irse al demonio. Y no me malinterpreten, no quiero decir que se necesite de un hombre para que podamos estar bien con nosotras mismas. El amor de Oleg no fue lo que causó el cambio, fue su labor de demostrarme lo valiosa que soy. Es el amor y la aceptación de las personas que nos importan lo que hace que la magia funcione.

Desayunamos en el sencillo restaurante del hotel, frente a un ventanal que nos ofrecía una vista periférica del lago y alguna que otra embarcación que navegaba en él. Era más de mediodía y no había notado lo hambrienta que me encontraba. Comí felizmente, sin dejar de mirar la manera en la que los labios de Oleg se movían al masticar. Me pregunté si era de esa manera en la que lucían cuando me besaban. Sus ojos brillaron cómo un par de diamantes incrustados en su rostro. Estaba feliz y yo era la razón de dicho sentimiento. Sabía que en el fondo —quizás no tanto—, él también había cambiado.

El celular de Oleg vibró sobre la mesa, él lo tomó con ambas manos y movió sus dedos sobre la pantalla táctil. Lo devolvió a su lugar e inmediatamente éste volvió a vibrar. El rostro de Oleg se tornó en molestia.

—¿Pasa algo malo? —averigüé.

—No lo sé —respondió, negando con la cabeza—. Era mi secretaria. Debemos volver ya.

—¿Por qué? ¿Problemas en el bufete o con alguno de tus casos?

Oleg negó una vez más. Dejó caer los hombros al frente y suspiró.

—Miranda —dijo, tomando una de mis manos sobre la mesa—. Debo viajar a Rusia.

—¿Cuándo?

—El lunes.

Vaya.

—¿Tu familia está bien?

—Lo están. Escucha, los abuelos maternos de Mila exigen verla. Debo llevarla, serán un par de semanas.

—Entiendo. No te preocupes, estaré bien.

Oleg guardó silencio por un momento. Escudriñó mi rostro con curiosidad antes de sonreír.

—Ven conmigo —propuso, sonando emocionado.

—¿A Rusia?

—Claro. Sería un placer presentarte con mi familia.

Ir a Rusia con Oleg. Oh Dios mío.

—No estoy segura. Debo preguntar en el trabajo...

—¡Oh, vamos! —insistió—. Ambos sabemos que mereces vacaciones. Puedes decir que enfermaste, sólo estarías una semana conmigo, después regresas a Chicago y yo te alcanzo una semana después. ¿Qué te parece?

Bastó recordar la grotesca presencia de Xavier por un segundo antes de decir con total seguridad: —Acepto.

Dormí durante todo el trayecto de regreso a casa. Sin embargo, aún anclada en mi sueño, la anticipación al pensarme en un país totalmente desconocido y conocer a la familia de Oleg resultó intimidante. Es decir, ¿qué pasaría si no le gustaba a la familia de Oleg? ¿Y si no querían a una americana torpe como novia de Oleg?

Desperté, totalmente desubicada. Mi cabeza tardó un par de minutos antes de procesarlo todo. Era como si de alguna manera, acabara de regresar de un largo viaje a otra dimensión. Entré junto a Oleg al elevador, él me sostuvo hasta que llegamos a nuestro piso.

—Buenas noches, dorogaya. —Se despidió, besando mi frente.

—Buenas noches —respondí, sonriendo perezosamente—. ¿Desayunamos juntos mañana?

—Por supuesto.

Nos besamos una última vez.

Entré a mi departamento con el corazón derritiéndose. Me arrastré hasta mi habitación en dónde me desnudé antes de correr directamente a la bañera. Mi piel se encontraba cubierta en arena, besos y caricias. Me tomé mi tiempo dentro del agua y salí hasta mis dedos se arrugaron.
Me enfundé en un pijama cómodo y me senté frente a mi escritorio. Encendí mi computadora portátil y esperé a que cobrara vida, mientras tarareaba una canción que acababa de inventar. La portátil reaccionó y entré directamente a mi cuenta de correo. Tomé una bocanada de aire, buscando el valor que requería para escribirle a Xavier.

De: Brown ([email protected])
Para: Vincent ([email protected])
Asunto: Memorándum.
Por éste medio, me permito informarle que me veo forzada a ausentarme de mis deberes laborales durante la próxima semana. Un asunto de carácter personal me obliga a salir inevitablemente de la ciudad por un par de días. Sin más por el momento y esperando que comprenda la situación, me despido de usted. Le mando un cordial saludo.

(Charlotte Brown, asistente de producción en Estudios independientes Chicago.)


Envié el mensaje, antes de acobardarme.

Me levanté de mi silla y arrastré mis pies hasta mi mesa de noche. Desabroché las gargantillas que colgaban en mi cuello, dejé la margarita sobre la mesa, conservando el guardapelo en mi puño cerrado. Me senté en la orilla de la cama, busqué una pequeña caja de madera dentro de uno de los cajones de la mesa de noche y la puse sobre mis piernas. Su interior olía a recuerdos, papeles viejos y un poco de moho acumulado en las esquinas. De él extraje una cintilla de fotografías, suspiré al pensar en todo lo que había pasado desde aquella tarde. Entonces aquello era menos que imaginable. Recorté una de las imágenes en donde aparecíamos los tres, apretados en un abrazo; metí la foto en uno de los lados del guardapelo y lo cerré con cuidado hasta que dejé de ver nuestros rostros. Me metí bajo mis sábanas y dejo que el sueño me arrastrara a dónde quisiera hacerlo. No hubo espacio para pesadillas por esa noche. Dormí tranquila y profundamente hasta que mi despertador sonó al día siguiente.

Desperté igual que las protagonistas de las películas. Estiré los brazos y bostecé dramáticamente. Casi pude escuchar el canto de las aves y las ardillas a lo lejos. Me levanté de la cama y del closet saqué un vestido floreado, totalmente fuera de lugar para la temporada. Sin embargo, no me importó, me puse el vestido junto con unas flats verdes. Peiné mi cabello en una trenza que cayó sobre mi brazo izquierdo e incluso apliqué un poco de brillo en mis labios. Pasé el guardapelo y la margarita sobre mi cabeza y salí de mi habitación dando saltitos hasta la cocina. Preparé el desayuno con el blues sonando a todo volumen del otro lado de la habitación. Después de terminar con la comida, abandoné mi departamento manteniendo la puerta abierta para no dejar de escuchar a Hurton y el sonido de su armónica.

Di un par de golpes sobre la puerta frente a la mía. Moví mis dedos al compás de All Star Boogie mientras esperaba. Finalmente, la puerta se abrió y tras ella me encontré con Aaron Been. Una pequeña chispa se encendió en mi interior, aunque no lo suficiente para afectarme.

—Buen día, señor Been —saludé, sonriendo.

—Señorita Brown, qué sorpresa —respondió con los dientes apretados.

Mi seguridad se tambaleó.

—¿Se encuentra Oleg en casa?

—No, llevó a Mila por cosas que necesitan para su viaje —gruñó, notablemente irritado.

¿Qué demonios le ocurría?

—Cl-claro, entiendo —titubeé, intimidada por su mal humor—. Lo buscaré más tarde.

Comencé a girar sobre mis talones cuando Aaron preguntó: —¿Es cierto que irá a Rusia con Oleg?

Lo enfrenté una vez más.

—Así es.

—Bien —masculló—. Espero que disfrute del infernal clima que azota a Rusia en ésta época del año. Seguro le agradará.

—¿Perdón?

—Nada, señorita. No he dicho nada —refunfuñó, con malicia. Una sonrisa burlona se extendió en rostro, sus ojos brillaron más sin sus lentes cubriéndoles—. Si me disculpa, tengo algo importante que atender en el bufete. Hasta luego, Charlotte.

Aaron cerró la puerta en mis narices, sin dejarme responder. ¿Qué demonios fue eso?
Sacudí la cabeza. Mi vecino enloqueció. Aaron estaba total y absolutamente loco. 

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