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XVI


Llegué a una posada acogedora a las afueras de la cuidad. Las habitaciones eran pequeñas pero encantadoras, la cama se encontraba sobre una base de madera con algunas aberturas por dónde se colaba la luz de varias lámparas ambarinas, rodeada por unas finas cortinas blancas y, como los muebles del resto de la habitación, todo parecía ser antiguos. El baño también era diminuto, la tina un elegante color dorado y el sanitario junto con el lavamanos estaban teñidos de color vino. Dejé la maleta al pie de la cama antes de tumbarme sobre ella, en esa parte del mundo eran casi las cinco de la madrugada y la ciudad se encontraba en calma. Traté de dormir un poco pero de nuevo, me fue imposible. Caminé hasta la cocina y busqué lo necesario para prepararme un té que me ayudara a conciliar el sueño, una vez que mi bebida estuvo lista, me enfundé en mi pijama y entré a la suave cama. Mis párpados se cerraron finalmente tras una hora de contar los puntos blancos del techo. Generalmente tenía sueños, cualquier tontería, desde ser una famosa directora de cine, hasta ser un ave surcando el cielo sobre el mar; pero esa noche nada apareció en mi subconsciente. Mi mente se quedó en blanco hasta que abrí los ojos cinco horas después.

Dos horas me separaban de mi cita con Aaron. Me levanté de un salto de la cama y corrí al baño para preparar la tina con un poco de sales de baño. Me deshice de mi ropa y entré al agua cuando estuvo lo suficientemente caliente. Me permití un baño de media hora tras lo cual me envolví en una toalla blanca y me encargué de mi cabello mojado con una secadora. Mi rostro padecía un tono palido mortífero y puse en maquillaje necesario para ocultarlo.

Regresé a la habitación y busqué dentro de mi maleta uno de los últimos regalos de mi abuelo: un vestido negro de encaje, transparente sobre los hombros y con una tela que cubría desde el busto hasta caer grácilmente a la altura de las rodillas, combinada con mis flats negras favoritas. Cuando terminé de arreglarme me detuve frente a un espejo largo que descansaba sobre una base de cobre en una de las esquinas de la habitación. Por primera vez en mucho tiempo, me permití ver mi imagen a través del espejo.

Una mujer parcialmente guapa me regresó la mirada, sus ojos castaños parecían resignados más que esperanzados o ilusionados, sus labios pintados de rosa no sonreían, dibujaron una fina línea sepulcral. Me cuestioné el por qué elegí vestirme totalmente de negro precisamente aquel día. La idea de cambiar mi atuendo pasó por mi cabeza pero la deseché, no contaba con tiempo. Me quedaba poco menos de una hora para llegar al lugar de la cita.

Salí del hotel/posada y caminé unas cuantas cuadras antes de coger un taxi.

—¿Sabe en dónde se encuentra la plaza de Cibeles? —Pregunté al hombre que ocupaba el lugar del conductor.

—Claro que sí, señorita —respondió, sonriendo educadamente.

—Muy bien, entonces. —Subí a la parte trasera—. Lléveme hasta ese lugar.

El hombre asintió y puso el auto en marcha. Una balada pop de algún cantante de la región sonaba en el interior del taxi, pude reconocer el acento del hombre.

«Para que no me olvides y me dediques un pensamiento, te llegaran mis cartas que cada día dirán "te quiero". Para que no me olvides y nuestro amor llegue a ser eterno, romperé las distancias y detendré para siempre el tiempo.»

—No quisiera ser impertinente —dijo el hombre del taxi, mirándome por el espejo—. Pero me parece que luce muy guapa cómo para ir a una simple plaza.

—Esperaré a alguien —respondí—. ¿De verdad cree que luzco guapa?

—Vuestra hermosura es incomparable, señorita.

Le sonreí como agradecimiento. Un bloque obstruyó mi garganta en el momento en que la canción concluyó, la voz del intérprete se coló hasta mi alma que se sentía como de papel en ese momento; como una hoja colgando aferrada a la rama de un árbol, anticipando su caída y con ella su destrucción. Me convertí en un cuerpo esperando caer al vacío.

El sol relucía en las calles repletas de Madrid, la gente hacía su camino sobre las aceras de Gran Vía y el diseño de los edificios a lo largo de ésta me dejaron sin aliento. Casi podía imaginar a los poetas citando a Machado, Miguel de Cervantes, García Lorca y, por supuesto, a Bécquer en algún bar, mientras suenan las guitarras acústicas como música de fondo.

La impresionante escultura neoclásica se alzó sobre mí con todo sus esplendor, representando a la diosa madre Cibeles sobre un carro tirado por leones. Ubicada en el centro de una rotonda limitada por cuatro edificios emblemáticos que datan de los siglos XVIII y XX, la admiré del otro lado de la acera. Mi estómago se encogió, mi cuerpo se convirtió en un globo que perdía rápidamente el aire que le daba forma. Antes de bajar del auto, cubrí mis ojos con unos lentes de sol totalmente oscuros y un sombrero de ala gruesa. Le pagué al taxista y éste me sonrió, tarareando la canción de hacia un momento.

El viento acarició la piel de mis brazos y pantorrillas, alzó mi vestido y jugó en mi cabello castaño. Mi corazón se desbocó, mi alma dio paso a agrietas considerables, mi cuerpo se gelatinizó, el miedo comenzaba a ganar terreno. Me senté en el banco metálico de la parada de autobuses tras de mí, sin hacer más que vigilar la escultura por si Aaron decidía aparecerse, esforzándome por no parecer cobarde o afectada. No sé cuantos minutos pasaron antes de que la desesperación comenzara a invadirme lentamente, cómo un resfriado o un mal cardíaco. Pronto me hice a la idea de que Aaron no llegaría. ¿Por qué lo haría? Ni siquiera estaba segura de que recibiera el mensaje, y de haberlo hecho, pudo haber pensado que se trataba de un mensaje a un número equivocado. No vendría, en otro caso, si llegó a comprenderlo, si supo que se trataba de una cita con Lottie, él podría dejarla plantada cómo venganza a sus palabras o como señal de que ella dejó de importarle. Aaron Been debería estar Barcelona junto a su familia, no vendría a encontrarse conmigo, con su Lottie.

Limpié una lágrima que cayó por mi mejilla antes de ponerme de pie. Di un par de pasos por la misma dirección por la que el taxi llegó. Volvería a casa esa misma noche, no existían más razones para quedarse. Me olvidaría entonces de Aaron, esta vez sí que lo haría.

—¿Lottie?

Me detuve en seco.

Esa voz. Sonó igual que la última vez, cuando me pidió que me cuidara antes de subir al avión. Aaron.

—¿Lottie? —Repitió, está vez más alto.

Mi corazón dio un vuelco. Finalmente el momento de enfrentarlo llegó, en un par de minutos todo terminaría para nosotros. Giré lentamente sobre mis talones mientras pensaba en algún otro lugar para vivir. Tal vez el edificio de enfrente, en dónde estaba la florería, me encantaría tener cómo vecinos a ese par de tiernos enamorados. Jamás había visto a algún hombre guapo en ese lugar así que no correría el riesgo de volver a soñar con otro hombre que viviera frente a mi puerta. En realidad, no podría correr ningún riesgo porque jamás podría amar a algún otro hombre de la misma manera en la que amaba a Aaron Been.

Oculté mi rostro bajo el sombrero cuando quedé frente a él y asentí lentamente para darle a entender que sí, era Lottie.

—¡Viniste! —dijo, sonando emocionado—. En realidad eres tú.

Oírlo decir eso en el tono en el que lo hizo, resultó todavía más doloroso que oírle decir que odiaba cualquier cosa relacionado conmigo.

—Tenía que hacerlo —susurré.

—Claro que sí, Lottie ahora...

—Charlotte.

—¿Perdón?

Levanté la cabeza al mismo tiempo que me deshacía de los lentes de sol y el sombrero con ambas manos.

—Mi nombre es Charlotte Brown.

Aaron abrió los ojos, su rostro perdió color. Fue él quien se volvió inestable en aquel momento. Pasaron unos cuantos segundos antes de que Aaron asimilara lo que sus ojos acababan de revelar. Charlotte Brown, su torpe e invisible vecina era la misma mujer con la que mantuvo contacto durante todo ese tiempo. La mujer gris a la que ni siquiera volteaba a ver era la misma que lo prendó con las tantas tonalidades de su alma. La mujer que decía tontería tras tontería cada vez que abría la boca en su presencia, era la misma con la que sostuvo alguna que otra conversación inteligente alguna vez. Vi un destello de decepción cruzar por su rostro y no le culpé. No debía ser fácil descubrir que aquella mujer a la que proclamó musa, es en realidad una humana imperfecta.

—¿De qué se trata todo esto, señorita Brown? —inquirió—. ¿Qué hace usted aquí?

—Teníamos una cita —musité, tratando de mantener la calma. Tratando de no soltarme a llorar—. ¿No lo recuerdas, Aaron?

—No puede ser que se trate de usted —balbuceó, negando con la cabeza.

Mi corazón tembló.

—Se lo advertí —respondí, encogiéndome de hombros—. Le dije que se decepcionaría.

—Usted no puede ser ella, no puede ser Lottie.

—Sin embargo lo soy.

—Todo este tiempo estuvo ahí. —Su voz cambió de sorprendido a furioso—. Riéndose de mí, de todo lo que le decía en mis mensajes. Seguro pensaba lo idiota que resultaba, tan enamorado como un imbécil adolescente.

—No es así —dije, con voz temblorosa.

—¿Cómo fue entonces? —Gruñó—. Dígame, ¿cómo fue?

¿Cómo podría explicarlo? Ni siquiera yo misma estaba segura. Supongo que se trataba de alguna de esas mierdas de no ser consciente hasta que tus sentimientos se encuentran afianzados en alguien más.

—Todo comenzó cuando un sobre equivocado llegó a mi puerta —Comencé, haciendo mi mejor esfuerzo por contarle a Aaron Been lo que exigía saber—. Estaba tan patéticamente embelesada por el hombre que vivía en la puerta de enfrente que no lo pensé dos veces antes de copiar su dirección de correo. Jamás creí que me respondería, que pasaría todo lo que pasó después. ¿Cómo demonios iba a imaginar que un hombre como él se podría enamorar de una completa desconocida? Cuando me lo dijiste lo primero que pasó por mi cabeza era que se trataba de un sueño, después de todo, no era la primera vez que soñaba algo como eso. Porque una mujer cómo yo sólo aspira a tener a alguien cómo tú en sueños. —Suspiré—. Entonces me di cuenta que hablabas enserio y de inmediato supe que lo mejor era huir.

Aaron guardó silencio. Estaba jodidamente consciente de lo ridículo de mis palabras, ¿qué clase de mujer actúa de la manera en la yo lo hice al asechar a mi vecino tras una identidad falsa? Por supuesto, la clase de mujer que cruza todo el océano Atlántico para encontrarse con ese mismo hombre en una parada de autobuses.

—¿Por qué? —Demandó, tras un minuto de silencio—. ¿Por qué querías huir después de mi confesión?

—¿No lo recuerdas? Tú mismo me dijiste, le dijiste a Lottie —corregí—, que Miranda Brown te causaba pena y que sentías lástima por ella. ¿Serías capaz de sostener tu promesa de amor de haber sabido que se trataba de esa mujer torpe y sin gracia? —Aaron no respondió, no necesitaba que lo hiciera. Aunque lo hubiera preferido porque jamás creí presenciar un silencio tan doloroso—. Es obvio para todos que no soy mujer para Aaron Been.

Ni dijo nada. Joder, aquello dolía como el infierno.

—No voy a pedirte que me perdones. —Murmuré—. No voy a pedirte que digas nada más, no pienso pedir nada.

Esperé con todo el corazón una respuesta de su parte, sin embargo fue el silencio quién me respondió una vez más. Limpié unas cuantas lágrimas con el dorso de mi mano y giré sobre mis talones. Pensé en la posibilidad de decirle adiós, pero el dolor de mi nueva pérdida mantuvo pegados mis labios. Caminé un par de metros con la convicción de que todo había terminado. Así debía ser. ¿No es verdad? Hice lo mejor para todos. Entonces, ¿por qué dolía tanto?

Las monjas en el orfanato decían que un amor que no te quema el alma, no puede ser real y ciertamente tenían razón. Ahora lo entendía. Mi alma acababa de ser calcinada y sus cenizas fueron depositadas en el bolcillo de la camisa de Aaron, junto a su corazón.

Una mano fuerte sostuvo mi brazo derecho, forzándome a detenerme. Aaron. Me obligó a dar la vuelta, entonces me vio directo a los ojos. Sus ojos color otoño frente a otros, simples, cafés cómo el de cualquier otra persona.

—Lottie, Miranda, Charlotte —dijo, cerrando el espacio entre nosotros—. Si es que alguno de esos es tu verdadero nombre. No dejaré que lo hagas una vez más.

—¿De qué...?

Después de trabajar con un hombre despreciable cómo mi jefe, podría decirse que estaba acostumbrada a ser interrumpida. Lo que quería decir jamás sería lo suficientemente importante para él, o para el resto del mundo. En el colegio también era interrumpida, de pequeña mis padres adoptivos no me permitían ni terminar de formular un Hola.

Mi cerebro estaba familiarizado con la frase: Cierra la boca, Charlotte.

Sin embargo, mi cerebro no estaba familiarizado con lo que estaba pasando, tampoco mi cuerpo porque en ese momento era más una estatua que un ser vivo. Tampoco mi boca ya que continuaba cerrada, forzándose a los labios de Aaron Be...

¡Oh querido Jesús! ¡Oh querido Jesús! ¡Aaron Been me estaba besando!

Quiero decir, técnicamente intentaba besarme. Técnicamente sus labios estaban estampados en mi boca. Técnicamente debería dejar de pensar tanto. Cerré la boca, no literalmente, ya que literalmente separé ligeramente los labios. Cosa que Aaron aprovechó para adueñarse por completo de mi boca. Sentí su lengua jugando con la mía, juntó un poco más su cuerpo al mío e intensificó el beso. La situación resultaba absurda hasta cierto punto, me obligué a mantener la calma, alguien tenía que actuar racionalmente y sospechaba que ese no sería Aaron. Entonces —porqué todo es era ya demasiado singular—, comencé a llorar, mis lágrimas abandonaron mis ojos mientras los labios de Been se hacían infernalmente deliciosos a medida que el beso cobraba profundidad.

Finalmente Aaron se separó. En sus ojos el rastro de decepción desapareció por completo dándole paso a un par de pupilas dilatadas. El color café de su iris brillaba de una manera especial, de una manera que no podía explicar. Mordí el interior de mi labio, en un intento de ahogar una sonrisa y tratar de acabar con el nerviosismo al mismo tiempo.

—No volverás a irte sin mi consentimiento —masculló, su voz sonando gutural.

Mi estómago fue sacudido por las jodidas mariposas. La primera vez que le oí hablar pensé en que era el hombre con la voz más sensual que había escuchado en mi vida, una voz que no poseía ni el actor más guapo y varonil de los estudios. Ahora sabía que su voz grave era más que un atractivo masculino, su voz era prueba de su carácter fuerte, de la pasión que guardaba en su alma.

—¿N-no me odias? —inquirí, balbuceando.

Él negó con la cabeza. Tomó mis manos y besó mis nudillos, en el acto de amor más grande que había experimentado. Humilde, sincero, desinteresado. Buscó mis ojos, sonrió y tiró de mí hasta que nuestros cuerpos se unieron. Volvió a besarme pero está vez lo hizo lento, tomándose su tiempo para saborear mis labios. Podría jurar que estaba a punto de estallar. La existencia de Charlotte Brown cómo la conocían estaba a punto de llegar a su fin, para darle paso a una mujer que podía ser amada y deseada, una mujer que ya no buscaba más defectos en ella porque se encontraba demasiado ocupada siendo todo lo que el hombre que la sostenía necesitaba y necesitaría por el resto de sus días. No alguien más delgada, no más inteligente, ni más atractiva; simplemente él quería a la Charlotte ingenua, torpe y asustada. Y para mí es fue más que suficiente.

Cuando volvimos a separarnos, Aaron me llevó hasta el banco de metal en dónde lo esperaba minutos antes, mientras me convencía de que no existían esperanzas. Nos sentamos juntos, uno al lado de otro, nuestras rodillas se rozaban y sus dedos se entrelazaron con los míos. Estábamos unidos en todas las maneras posibles y jamás ninguna unión me había parecido tan maravillosa. La piel de sus manos era una armadura confiable y sus ojos el mejor de los búnkeres. Comenzamos a hablar de todo y nada. De nuestros primeros mensajes, de lo mucho que ambos reíamos cuando nos poníamos en plan seductor. Un par de adolecentes sentirían pena ajena al ver todo lo que personas de nuestra edad eran capaces de decirse cuando existía un monitor de por medio. Le confesé todas las veces que pude darme el lujo de admirarlo cuando él no estaba poniendo atención, lo veía correr mientras yo iba de camino al trabajo, lo vi en el supermercado en incontables ocasiones y sabía que le gustaba el pan francés, las almendras tostadas y el té negro. Lo notaba aparcar su Mazda negro, lucía tan atractivo tras el volante y con sus gafas de aviador. Le conté que se me detuvo el corazón la noche de la cena en el bufete, cuando pude verlo y escucharlo hablar de una manera tan profesional que hacía temblar a todos.

Por el contrario, Aaron admitió que apenas reparaba en mí, me recordaba dentro del elevador en el edificio, temblando mientras caminaba hasta el micrófono la noche de la cena, me recodaba esa misma noche con Mila entre mis brazos y después sonriendo durante nuestra noche de bolos. Se disculpó por la manera tan ruda en la que me juzgó y por su actitud arrogante. La gente que se detuvo en el lugar mientras esperaba su transporte nos miraba con cierta curiosidad, algunos otros con desdén y otros más simplemente ignoraron a la pareja de turistas que hablaba sin soltarse las manos. Nos marchamos cuando nuestros estómagos exigieron comida. Aaron me llevó a un pequeño restaurante a unas cuantas cuadras de la plaza. Ordenó por mí y continuamos con nuestra conversación, una graciosa historia sobre cómo decidió estudiar leyes.

Nuestra comida llegó a mitad de la historia sobre sus deseos de estudiar historia del arte, el olor de la tortilla de patatas era delicioso. Comenzamos a comer sin dejar de hablar, sólo hicimos pausas para comentar lo infernalmente deliciosa de la comida y para uno que otro beso furtivo. El postre —que constó de arroz con leche—, vino acompañado de la maravillosa risa de Aaron cuando le conté sobre mi fobia a los espantapájaros —fobia que desarrollé gracias a mi maldito padre adoptivo—.

—¿De verdad viviste en un granja? —preguntó, antes de darle un sorbo a su café.

—Con aves, puercos, vacas y demás —respondí, asintiendo—. El lugar era bonito de alguna manera, lo que lo hacía terrible era la familia que lo habitaba. O tal vez la niña intrusa que llegó sin pedir permiso a los dioses de las cosechas. —Suspiré cuando aquellos recuerdos se arrastraron en mi memoria—. Ellos siempre me hicieron sentir de esa manera, cómo alguien que llega a dónde no le invitaron.

—No piense más en esas personas. —Tomó una de mis manos sobre la mesa—. Al final encontraste a tu abuelo, quién te rescató y te llevó con tu verdadera familia, tu verdadero hogar.

Le di un trago largo a mi café.

—¿Puedo confiarle algo? —inquirí. Él asintió—. La primera vez que vi a mi abuelo no sentí ninguna conexión especial con él, ningún tipo de lazo o algo así. La primera vez que me llevó a casa no me sentí cómo alguien que, tras una larga ausencia, vuelve por fin a su hogar. Me hizo sentir pequeña y atemorizada. Es verdad que mi abuelo es la bendición más grande que pudo tocarme, pero, no fue hasta tiempo después que aprendí a quererlo.

Bajé la mirada a mis piernas. Esperaba que Aaron no se hiciera una idea errónea sobre lo que acababa de confiarle, pero tenía que decírselo a alguien.

—Creciste sin recordarlo —dijo, acariciando mis nudillos—. La familia que se supone te amaría, te convirtió en su esclava; es normal que le temieras al señor Brown. Conocí a tu abuelo desde que era un simple pasante en el bufete, siempre hablaba sobre encontrar a su nieta en donde quiera que se encontrara y, cuando lo logró, puedo jurarle que fue el hombre más feliz sobre la tierra. Lottie, él te dejó todo lo que poseía, eso demuestra cuanto te amaba.

—Aaron... Yo, a veces siento que no pertenezco a nada de es. —Sacudí la cabeza—. Es como si no perteneciera a ningún lugar.

—Si te hace sentir mejor, debo recordarte que ahora perteneces a mí.

¿Qué si me hace sentir mejor? Maldito engreído.

Me estiré un poco hacía delante y lo besé. Un beso rápido que duró menos que un parpadeo pero con una promesa de trasfondo: te perteneceré hasta mi último jodido día.

Salimos del restaurante tomados de las manos. Caminamos por las calles de Madrid con nuestros latidos sincronizados. Nos detuvimos frente a unas cuantas tiendas o lugares dignos de ser admirados. Volvimos a mi hotel en un taxi y para entonces, mi corazón estaba exhausto y se echó a dormir sobre mi sentido común.

—Ponte cómodo —le dije, mientras me dirigía al cuarto de baño.

Si alguien me hubiera dicho esa mañana que más tarde Aaron Been estaría en la misma habitación que yo, me habría reído y después le habría roto la cara. La gente no puede andar por la vida diciendo cosas como esas tan a la ligera. Abrí la llave del lavamanos y eché un poco de agua en mi rostro, me sequé con una toalla de manos y una vez más, observé mi rostro en el espejo frente a mí. Alguien le cambió la cara a la mujer que salió de esa misma habitación horas antes, tal vez cambiaron a la mujer por completo. Sus ojos cafés ya no lucían cómo los de cualquier persona pata convertirlas en unas redondas y brillantes esferas otoñales que resplandecían llenas de ilusión y esperanza. Sus labios sonreían y estaban hinchados, prueba de su nueva vida. Era una versión mejorada de sí misma, sufrió de una metamorfosis en menos de un día gracias a un hombre de cabello quebrado y sonrisas forzadas.

En ese punto podría decirse que podía darme el lujo de estar tranquila. Gracias a algo que parecía un milagro, todo salió bien con Aaron, él se encontraba en mi habitación, seguro de amarme. Y precisamente esa era mi nueva preocupación. No es que le temiera al sexo. Me gustaba el sexo. Quiero decir, supongo que me gustaba, no es que contara con gran experiencia en ese terreno. Una primera vez en el auto del padre de tu novio en la universidad, no te hace precisamente alguien experimentada; sin mencionar que ambos éramos un par de nerds que sólo sabían abrir libros y no condones. Continúo preguntándome cómo fue que no terminé embarazada.

Sacudí la cabeza, intentando deshacerme de todos esos recuerdos que no ayudaban en nada.

Me infundí valor y salí de la habitación. Una canción comenzó a sonar al mismo tiempo que cerraba la puerta del baño. La reconozco casi de inmediato. You're beautiful.

—¿Baila usted? —preguntó Aaron, tomando una de mis manos.

Sonreí como tonta.

—Tengo dos pies izquierdos —advertí.

—No hay problema, yo también los tengo.

Lo seguí hasta el centro de la habitación. Aaron rodeó mi cintura con una de sus manos mientras sostenía mi mano izquierda con la otra y comenzamos a movernos lentamente. Bailamos por toda la habitación.

Aaron me besó cada vez que yo sonreí. Me abrazó, me llevó entre sus brazos al ritmo de la canción. Continuamos incluso después de que la música terminara.

—Estoy muerta —susurré, apoyando mi cabeza sobre su hombro derecho.

—Vamos, te llevaré a la cama.

Sus brazos me alzaron sobre el suelo antes de terminar de hablar. Solté un grito cuando deje de pisar la alfombra verde de la habitación. Recé internamente por no romperle los huesos a mi amado y osado caballero con el peso de mi cuerpo. Me dejó sobre el costado derecho del colchón.

—Te quedarás conmigo, ¿cierto?

Aaron sonrió y asintió antes de subir a la cama y acostarse a mi lado.

—Duerme —dijo, abrazándome—. Me quedaré contigo hasta que despiertes.

—Lo prometes.

—Lo prometo, Charlotte —respondió, ronroneando en mi oído—. Mi Charlotte.

Cerré los ojos y me quedé dormida después de unos minutos, con la última frase rebobinándose una y otra vez en mi cabeza. Su Charlotte.

Mi cuerpo se sentía agotado, mis brazos y piernas dolían por igual. Un ruido molesto sonó a mi izquierda. Había dolor, un terrible dolor de cabeza. Algo andaba mal. Abro los ojos y me topé con un techo totalmente blanco. Giré la cabeza buscando a Aaron, mi corazón latiendo a mil por hora.

Localicé el rostro de un hombre que parecía aliviado más que enamorado. Nuestros ojos se encontraron. Azules, sus ojos eran del color del invierno.

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