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XLV




Charlotte.

Mi refugió de estilo inglés se convirtió en un espacio que se me antojaba demasiado pequeño en comparación con el nudo que se instaló en mi garganta catorce semanas atrás. Odié a Oleg durante los primeros días, intenté convencerme de que su abandono no fue más que una clara señal de cobardía. Detesté el final que le dio a lo nuestro y me impedí llorarle. No merecía mis lágrimas, pero lo hice. Le lloré y me lloré. Lloré lo nuestro, porque no merecía morir de esa manera. Y aun así, tampoco fui capaz de buscarle y hacerle cambiar de opinión.

La realidad de sus palabras dejaron tras de sí una certeza que dolió más que el verle marchar. Tener que aceptar que aquellos meses en los que creí estar encontrándome no fueron más que un vano intento por ocultarme de mi soledad resultó el mayor reto al que me había enfrentado hasta entonces. Empeñarme en mi labor de salvar a aquel hombre maravilloso y atormentado me costó dejar a un lado mis propios miedos. Después de todo, siempre fui de la clase de persona que huye, de las que prefieren guardarse para sí trozos de historia porque es mejor negar su existencia que afrontarlas. Reconocí mi propia cobardía y me asustó volverle la mirada a mi interior y darle la cara a tantos reproches e inseguridades. Sin embargo lo hice, acepté mi culpa y me otorgué el perdón. Hice tregua con los fantasmas de mi pasado y les di el lugar que merecían.

—¿No crees que eres un poco mayor para llorar a escondidas por los rincones?

La voz grave de Norman Abney llenó por completo la espaciosa cocina de la fundación Nueva vida.

Enjugué las lágrimas que dejé escapar de manera inconsciente y me volví en su dirección. De alguna manera la incipiente barba que cubría su rostro resaltaba el color menta de sus ojos. Vestía la misma camisa blanca con la que le había visto llegar una noche atrás, sus vaqueros azules estaban arrugados y su cabello rubio encrespado. Nada de eso disminuía ni un poco su atractivo.

—No estaba llorando —repliqué, mirándole con reproche.

—¿Demasiado polvo? —bufoneó.

Le di la espalda y continué acomodando los cubiertos dentro de los cajones.

Me convertí en socia de Helen e hicimos varias mejoras dentro de Nueva vida, pudimos ofrecer mejores servicios a las personas que llegaban en busca de ayuda y, por consiguiente, el trabajo se multiplicó. No obstante, las noches de desvelo en las calles buscando a personas desamparadas, me ayudaron mucho más que cualquier promesa de amor. Nada nunca me hizo más feliz que devolver un poco de lo que la vida me obsequió cuando Lawrence Brown me encontró.

—Puedo contarte exactamente lo que te pasa —continuó Norman, apoyándose sobre el filo del fregadero.

—Muero por escucharlo —ironicé.

Norman rió. Tomó el montón de cubiertos que seguían sin secar y los metió dentro del cajón antes de cerrarlo de un golpe. Le lancé una mirada venenosa.

—Tienes un don especial para desesperarme —gruñó, encogiéndose de hombros—. Vamos te llevaré a casa.

—No necesito que lo hagas —espeté.

—Pero yo sí necesito un aventón, mi auto no funciona —tomó mi mano y me ofreció la mejor de sus sonrisas amistosas—. ¿Es que ya te cansaste de intentar salvar a los hombres desesperados?

—Tú no necesitas ser salvado —gruñí, soltándome de su agarre—. Necesitas que pateen tu trasero.

Le escuché reír mientras hacia mi camino hasta la salida de la casa.

Rebecca y Norman eran las únicas personas a las que me atreví a contarles la verdad sobre el abandono de Oleg. Rebecca despotricaba contra él nada más escucharlo nombrar, Norman no perdió la oportunidad de bromear con el asunto siempre que me encontraba a solas y vulnerable. A veces, como aquella noche, me pillaba llorando y me arrastraba fuera sin importarle nuestros pendientes. Me miraba con disgusto pero nunca dijo nada. Yo permitía que creyera que mi pena se debía al hombre que me había dejado de lado. No me tomé la molestia en aclarar nada porque, sinceramente, ni siquiera yo podía explicar los motivos de mi desdicha. La fundación ganaba donaciones, la adopción de Rebecca había concluido y oficialmente se convirtió en mi hermana. Ella trabajaba como niñera de Magie cuando Nicole y Kenny tenían mucho trabajo en la cafetería. La familia Murphy era más feliz que nunca, Nicole estaba guapísima después del parto y su marido bajó seis kilos tras el nacimiento de su primogénita.

Todo marchaba bien, no existían motivos para mis lágrimas furtivas. Estaba contenta coexistiendo dentro de mi piel. Aprendí a vivir con mi historia, finalmente entendía y aceptaba el todo que me constituía, la niña abandonada, la adolescente rescatada, la vida que vibraba bajo las capas de gris. ¿Entonces por qué no podía respirar del todo bien?

Alcanzamos la camioneta dorada en la parte delantera de la casa, busqué las llaves dentro de mi bolsa de mano y se las lancé a Norman. Él subió a la parte del conductor con una sonrisa burlona en los labios, suspiré antes de tomar el lugar del copiloto.

La noche primaveral de principios de Abril, se cernía sobre la carretera rumbo a Shelbyville. La vegetación floreció por completo hacia muchas semanas, dándole paso a vibrantes verdes, amarillos, rosas, rojos y naranjas. Los tonos dorados habían quedado atrás y con ella un sinfín de recuerdos de la mujer que alguna vez se dejó embaucar con romances de fantasía. Sin embargo continuaba con mi labor de asegurarme que aquello también dejó de dolerme.

—¿Me dirás lo que estás pensando o piensas seguir mirándome de esa manera?

—No lo sé —respondió Norman—. ¿Vas a soltarte a llorar si te lo digo?

—Sólo si se trata de la historia sobre como logras que el color de tu cabello parezca natural.

Norman sonrió y sacudió la cabeza.

—Vamos Charlotte, ¿cuándo piensas superarlo?

—Lo he superado —aseguré—. Yo jamás me habría atrevido a aceptarlo y Oleg tomó la decisión correcta para ambos.

—No me refiero a eso.

Norman aparcó frente a mi casa. Las luces del piso inferior se encontraban encendidas, lo que significaba que Rebecca había regresado de casa de los Murphy. Norman desabrochó su cinturón de seguridad y concentró su atención en mí.

—¿Cuándo superarás el hecho de que el otro hombre no viniera a buscarte?

Apreté los puños alrededor del cinturón de seguridad. Mi estómago se hundió lo suficiente para hacerme sentir enferma y el nudo en mi garganta se tensó.

—No hay nada que superar, Norman —refunfuñé, pero mis palabras sonaron cansadas y poco convincentes—. Aaron decidió seguir con su vida y es justo lo que yo hago.

—¿Escondiéndote en éste lugar?

—No me escondo, me gusta estar aquí.

Norman puso los ojos en blanco.

—Oh, mi querida Charlotte. Nada de lo que has pasado ha sido suficiente lección, ¿no es así?

Abrí la boca para responder, sin embargo, no encontré ningún argumento válido. Bajé la mirada a mis piernas. Norman suspiró.

—Vamos —dijo—, quiero saludar a Becca.

Bajamos del auto al mismo tiempo. Recorrimos el camino de gravilla en medio de un silencio asfixiante. Él, por supuesto, tenía razón. ¿Pero cómo podría volver a Chicago? ¿Cómo podría enfrentarme al hecho de que Aaron siguiera adelante sin mí? Mi corazón no estaba del todo repuesto, no era así de autodestructiva.

Encontramos a Rebecca recostada en uno de los sillones de la sala de estar con un enorme tazón de palomitas de maíz y un pijama rosa con lunares blancos. Su cabello rubio esparcido sobre el reposabrazos del sillón, parecía mantequilla caliente derramada y en sus ojos grises desapareció el deje de tristeza que solía ensombrecerlos. Rebecca se levantó de un salto en cuanto nos escuchó entrar y tardó menos de tres segundos en alcanzar a Norman y colgarse de su cuello.

—Norman —chilló Rebecca, sonriendo sobre el cuello de éste.

Norman la alzó sobre sus pies y su risa aumentó.

—Hey, Becca —dijo él, después de devolverla al suelo—. Qué alegría verte.

El rostro entero de Rebecca se iluminó nada más ver al médico.

—¿Cómo te fue hoy, Rebecca? —pregunté, mirándole con los ojos entornados.

Ella pareció darse cuenta de mi presencia hasta ese momento.

—Ge-genial —balbuceó, sus mejillas se tornaron coloradas—. Magie es una niña muy buena y no da problemas.

—¿Así que sigues de niñera? —averiguó Norman.

—Sí —intervine—. Y también le ayuda a los Murphy en la cafetería.

—Pero será sólo hasta el próximo verano —refunfuñó Rebecca, frunciendo los labios en disgusto—. Charlotte dice que debo volver al instituto.

—Charlotte tiene razón —replicó él—. Cuando lo hagas podré ayudarte en tus tareas siempre que me lo pidas.

—¿De verdad?

Norman asintió. Rebecca volvió a olvidarse de mí y centró toda su atención en él. La manera en la que le miraba me enternecía y preocupaba de la misma manera. Sus sentimientos por el doctor de la fundación resultaron más que evidentes y, al ser una sobreviviente de un amor platónico, podía asegurar que nada bueno le esperaba si no lograba superar aquel enamoramiento. Norman era un hombre que le doblaba en edad y veía en ella a una hermana menor a quién tenía que proteger. Se enfrascaron en una conversación sobre universidades y planes de estudios, olvidándose por completo de Brad Pitt y su lucha contra los muertos vivientes.

Subí a mi habitación pasando inadvertida. Me enfundé en un pijama ligero y me hundí bajos mis sábanas, rezando una plagaría silenciosa para callar las voces que continuaban atormentando mi interior. Me quedé dormida una par de horas después y los sueños se arremolinaron de inmediato. Cómo todas las noches en las que me permitía pensar demasiado en él, me encontré a Aaron Been sonriéndome con socarronería. Soñaba tanto con él que era como si jamás hubiese dejado de verle. Habían pasado casi seis meses desde que le vi por última vez y no se me escapaba ningún detalle de su rostro a la hora de rememorarlo. Recordé por lo menos un millón de veces aquellos momentos en los que se nos permitió ser felices, me aseguré que no era del todo dañino; que podría desprenderme de los recuerdos en el momento que yo deseara.

—¿Charlotte? —La voz que me llamaba entre sueños no era la que esperaba y me negué a escucharla—. ¿Charlotte?

Rebecca me sacudió un poco y me forcé a abrir los ojos. Ella se encontraba de pie frente a mi cama, sosteniendo algo entre sus manos.

—¿Sí? —murmuré.

—Tienes una llamada ­—susurró, ofreciéndome el teléfono—. E-es de España.

Me incorporé de un salto.

—Gracias, Rebecca —dije, tomando el teléfono.

—Esto... —Rebecca bajó la mirada a sus pies descalzos—. Norman pregunta si puede pasar la noche aquí. Es muy tarde para irse.

Consulté la hora en el reloj sobre la mesa de noche, era más de medianoche y estudiando un poco más a mi hermana, pude darme cuenta de que no había dormido nada.

—Rebecca, ¿estás enamorada de Norman? —averigüé.

Ella alzó la vista y me ofreció una mirada de estupor.

—Norman es muy guapo y te quiere mucho —continué—. Pero es mucho mayor que tú, Becca, y yo no...

—Por favor, Charlotte —interrumpió—. ¿Crees que no lo sé? Nicole dice que se me pasará cuando me haga mayor y... ¿Qué daño puede hacer un estúpido amor platónico?

Salió de la habitación antes de que pudiera responderle.

¿Qué daño podía hacer un tonto amor platónico? ¿Cómo se atrevía a preguntarlo? Bastaba con verme para averiguarlo. ¿Es que vivíamos en dimensiones diferentes?

Suspiré y sacudí la cabeza antes de volver mi atención a la llamada en espera.

—¿Hola?

—¡Charlotte! —Un alegre Leonardo Dalmau me respondió desde el otro lado de la línea.

—Leonardo, ¿sabes la hora qué es? —Respondí, fingiendo molestia—. ¡Es más de medianoche!

—No te atrevas a quejarte —refunfuñó—. Estoy en el aeropuerto de Madrid, en un par de minutos saldré rumbo a Chicago. No te atrevas a quejarte por la hora.

—¿Tratas de tomarme el pelo?

—Me ofendes, Charlotte. Voy exclusivamente para la cena de aniversario del bufete y me encantaría que seas tú quién pase por mí al aeropuerto.

Mordí mi labio inferior.

—Me temo que no será posible, Leonardo. Lo siento.

Le escuché resoplar.

—Entonces es verdad, no has regresado a Chicago.

—Leonardo...

—¿Cuándo lo harás. Charlotte? Creí que Aaron era un gilipollas, pero lo cierto es que tú...

—¿Para qué? —Grité. Mi cuerpo entero comenzó a temblar—. No hay nada en Chicago que merezca la pena volver.

Leonardo guardó silencio por un momento. Presioné de tal manera mis dientes sobre mi labio inferior, que éste no tardo en sangrar. El sabor metálico de la sangre llenó mi boca, pero no fue suficiente para contrarrestar la amargura de la bilis.

—¿Qué me dices de Aaron? —preguntó por fin.

Era la primera vez en tres meses que escuchaba su nombre en voz alta. Ya no podía seguir negando su existencia, todos los argumentos con los que intenté convencerme de que él no existió más que en sueños se quedaron atrás para darle paso a la realidad. La risa amarga que emergió de mis labios sonó extraña proviniendo de mí.

—Tengo entendido que se ha olvidado de mí gracias a una francesa bastante dispuesta —musité—. Él menos que nadie me necesita.

—¿Francesa? ¿Cómo mierda sabes que es francesa?

Mierda.

«Se lo sonsaqué a Karla Dashner»

—Karla lo mencionó sin querer alguna vez —mentí.

Fanfan Belmondo era una veterinaria del zoo en el Parque Lincoln cuya presencia era constante en la vida de Aaron durante los últimos meses, según la información que Karla tenía.

—Charlotte —replicó Leonardo—. Esa mujercilla es una jodida molestia para Aaron. Mi pobre hermano no sabe cómo quitársela de encima y esperaba que tú hicieras algo al respecto.

—No me imagino lo que podría hacer.

—Volver a Chicago y dejarle claro a esa pequeña bruja que se mantenga alejada de tus dominios.

Casi me eché a reír.

—Sé que sientes que Aaron te ha dejado atrás —continuó Leonardo cuando no respondí—. Charlotte, la única razón por la que Aaron no ha ido a buscarte es porque no quiere sentirse como tu premio de consolación.

—¿Qué mierda...?

—Oleg se fue —interrumpió—. Y mi hermano no quiere que tú le aceptes de regreso para ocupar el lugar que él dejó libre. Ésta vez serás tú quién tenga que buscarlo.

—Seguro que no pasará.


Aquella noche no volví a cerrar los ojos. Las palabras de Leonardo se llevaron cualquier vestigio de tranquilidad. Shelbyville se convirtió en un lugar demasiado remoto, demasiado pequeño. Echaba de menos los teatros de Chicago, las playas del lago Michigan, los rascacielos del Chicago Loop. Echaba de menos a la famosa ciudad de los vientos y lo que significaba en mi historia. Apenas pude vislumbrar las primeras señales del sol, me vestí con un conjunto deportivo y escapé escaleras abajo buscando un poco de aire fresco.

—¿No crees que es muy temprano para salir?

Norman se encontraba oculto por la oscuridad de la habitación, pero pude sentir su mirada sobre mí.

—Es perfecto para mí —dije, sin detenerme—. Puedo hacer ejercicio sin ningún inconveniente.

Abrí la puerta principal sin molestarme en cerrarla, Norman me seguía de cerca.

—Iré contigo —anunció, bajando de un salto los tres peldaños del porche.

—Prefiero estar sola. Será que te quedes con Becca.

—Por favor, Charlotte, deja que te acompañe. No puedes andar...

—Puedo cuidarme por mi cuenta —refunfuñé, comenzando a trotar calle abajo—. Déjame tranquila.

—¿Por qué no dejas de comportarte como una idiota y haces algo con tu vida?

Le mostré un dedo medio y comencé a correr.

Paré a recuperar el aliento después de trotar un par de minutos sin mirar atrás. El crepúsculo asomaba entre las copas de los árboles que flanqueaban el sendero estrecho y solitario. La margarita de plata quemaba la piel sobre mi pecho, el significado que guardaba jamás pesó tanto. Aaron Been y su recuerdo estaban a punto de hacerme perder la cordura, la distancia que nos separaba no era ni de cerca tan grande como las razones y aceptarlo me costó los últimos atisbos de racionalidad. Leonardo dijo que ésta vez tendría que ser yo quien le buscara, pero la zona que se mantenía a salvo de la catástrofe que me sacudió era demasiado frágil y hacia demasiado tiempo que me deshice de mis instintos suicidas.

Alcancé el muelle del lago Shelbyville con la garganta en llamas. Tenía que escapar del recuerdo constante de sus ojos castaños, tenía que correr lejos del eco de su voz golpeando las paredes de mi alma. Debía escapar por última vez y por una buena causa. Las tablas de madera del muelle crujieron mientras avanzaba sobre él. Un par de botes de remos flotaban atados de las orillas, siendo el movimiento de estas lo único que perturbaba la calma del agua. Avancé hasta la orilla con la margarita atrapada entre mi puño derecho. Necesitaba ser valiente, tan valiente como la noche en que le besé por primera vez, como aquella tarde en la que me atreví a saborear por primera vez su nombre en voz alta, como la noche en le abandoné. Llevaba mucho tiempo siendo valiente y esa tarde, mientras me desprendía del collar y de todo lo que representaba, fui la mujer más jodidamente valiente de todo el planeta. El collar voló en el aire sobre el lago. Finalmente renunciaba al hombre con el que soñé durante tanto tiempo, ahora podría volver a Chicago con la seguridad de que Aaron Been no irrumpiría en ningún aspecto de mi vida, me libraría de las pesadillas porque su fantasma yacería en el fondo del lago.

La margarita impactó sobre el agua... Me lancé de inmediato tras ella.

Mi piel fue atravesada por miles de cuchillas afiladas en cuanto hice contacto con el lago. Mi caída agitó el fondo y no logré vislumbrar más que burbujas y relativa oscuridad. Emergí y esperé unos minutos hasta que el lago recuperó su calma, entonces volví a sumergirme pero ésta vez cuidando mis movimientos. Después de al menos media hora de búsqueda, mis brazos y piernas comenzaron a cansarse. Me sumergí una vez más, el sol terminó de alcanzar el cielo y la luz que se colaba en el agua fue suficiente para iluminar el fondo.

Finalmente logré divisar el brillo de un metal enterrado en la arena unos metros por debajo, nadé hasta él y pude comprobar que se trataba de mi regalo de cumpleaños. Me volví a la superficie, pero no avancé más de una brazada. Lo intenté una vez más, permanecí en el mismo sitio. Sacudí mi cuerpo, no obstante, el agarre que me mantenía atrapada era más fuerte y no conseguí desembarazarme. Mis pulmones ardieron exigiendo oxígeno y mis extremidades perdieron los últimos rastros de energía. El pánico inundó mi sistema y el oxígeno se agotó.

El agua se agitó una vez más, otro cuerpo se movía dentro, en mi dirección. Un par de brazos fuertes rodearon mi pecho bajo mis axilas y tiraron con fuerza. Norman me sujetó hasta que alcanzamos la superficie, una vez fuera, tosí hasta que mi pecho dolió. Me mantuvo apretada contra su cuerpo mientras me arrastraba en a la orilla y me ayudó a tumbarme en la arena. Él se derrumbó junto a mí.

—Joder, Charlotte —gruñó, con la voz entrecortada—. Cuando te dije que hicieras algo con tu vida, no me refería a que terminaras con ella.

—¿Cómo me encontraste? —jadeé.

—Becca me dijo que corres hasta éste lugar todas las mañanas.

—Gra-gracias —balbucí—. Acabas de salvarme la vida.

Él asintió.

Los pétalos de la margarita se clavaron en mi palma izquierda, no pude evitar emocionarme al saberla recuperada. Sonreí, sintiendo una nueva oportunidad abrirse paso en mi interior. Me levanté de un salto y comencé a andar.

—¿A dónde crees que vas? —ladró Norman a mi espalda.

—Tengo que volver —anuncié.

—¿Podrías esperarme? Acabo de salvarte la vida, joder.

—No puedo —grité—. Regreso a Chicago.

Norman me alcanzó mientras retomaba el sendero de regreso a casa. Su camisa blanca y transparente se adhirió a su torso musculoso como una segunda piel. Sus vaqueros informales se ajustaban a sus piernas de corredor y su cabello rubio caía sobre su frente. Me observó con confusión y sus ojos mentolados resultaron brutalmente sensuales. Norman Abney era peligrosamente sexy, digno de las pasarelas Calvin Klein, un regalo de los dioses para los mortales. Y aun así, completamente incomparable con el hombre sencillo del que me había enamorado.

—¿Quieres dejar de comportarte como una chiflada? —inquirió—. Estás a punto de volverme loco.

—No sé de qué hablas —murmuré, deshaciéndome de mis deportivas arruinadas.

—¿Qué no lo sabes? Te la pasas subiendo y bajando como si no tuvieras una idea de lo que haces. Tú humor es imprescindible al punto de lo absurdo, a veces pareces muerta y otras... ¡Maldita sea, Charlotte! No camines descalza.

Bufé.

—Si dejaras de comportarte como un jodido padre neurótico, podría explicarme.

Norman se detuvo con los brazos cruzados sobre su pecho. Me forcé a detenerme.

—Te escucho —increpó, ofreciéndome una mirada de reprimenda.

—Sigo tu consejo, Norman. Comenzaré a hacer algo con mi vida. —Entornó los ojos—. Volveré a Chicago... Buscaré a Aaron.

Seguí avanzando.

—Iré contigo —dijo.

—Ni hablar.

—No me lo puedo perder. Tengo que verte actuar como una mujer adulta por lo menos una vez en la vida. Después de todo lo que he hecho por ti, no puedes negarte.

—Vale —accedí—. Pero tú conduces.


Norman condujo su Jeep Renegade 2015 hasta Chicago con las ventanillas abajo. En la parte trasera se encontraba el único cambio de ropa que le permití recoger antes de salir a toda prisa de Shelbyville. Era como si hubiese pasado una vida entera desde la última vez que había estado en la ciudad, la majestuosidad de la ciudad del viento me dio la bienvenida y por primera vez después de tantos meses, me sentí en casa. Cuando aparcó en el estacionamiento de mi edificio de Lower West Side, el sol estaba a punto de desaparecer en el horizonte.

Dimos el primer paso fuera del elevador y mi pulso se aceleró, pero apenas si me permití echarle un vistazo a la puerta frente a la mía. Los muebles de mi casa se encontraban cubiertos por una considerable capa de polvo, las plantas estaban muertas y la comida en la nevera inservible, no obstante, era mi casa y un par de lágrimas de felicidad escaparon de mis ojos.

—Bonita casa —comentó Norman, siguiéndome por el pasillo rumbo a mi habitación.

—Gracias. —Abrí la puerta y las cortinas blancas del balcón me dieron la bienvenida—. En la habitación de invitados hay una ducha, puedes usarla antes de que los vecinos se quejen del olor a podredumbre.

—Puedo bañarme contigo —bufoneó, desplegando una sonrisa de millón de dólares—.Y tú no hueles mejor que yo.

—No tienes tanta suerte —repuse—. Además no tengo tiempo de entretenerme con tu cuerpo.

Norman rió.

—Iré a tomar esa ducha antes de que me arranques la ropa.

—Buena idea.

Tomé un baño a consciencia, sequé mi cabello y lo recogí en una trenza sobre mi hombro izquierdo. Puse el maquillaje necesario en mi rostro y regresé a mi habitación por con una bata cubriendo el conjunto negro de Playtex. El vestido corte de baile color aceituna llegaba a la altura de mis rodillas, las mangas caídas resaltaban las tiras que cruzaban sobre el escote y la falda lucía tres tablones en el costado derecho. Lo combiné con un par de zapatillas de pico en color negro y un pequeño monedero plateado.

Tomé las llaves que Norman dejó sobre la mesa de centro y salí de casa sin hacer ruido. Subí al jeep sola y me apresuré a avanzar a la salida. El tráfico de jueves por la noche era infernalmente lento y cuando llegué a las oficinas de Brown & Epps, la velada estaba bastante avanzada. Entré al elevador con el corazón subiendo por mi garganta. Pasó demasiado tiempo desde que me fui, probablemente Aaron dejara de pensar en mí, quizá había dejado de esperarme. Sentí miedo de llegar demasiado tarde, de que lo que venía a ofrecerle ya no fuese suficiente.

El salón de eventos del bufete se encontraba abarrotado de hombres y mujeres vestidos con trajes exclusivos. Me quedé inmóvil al escuchar la voz proveniente de los altavoces del lugar, era grave y demandante. Alcé la mirada y pude vislumbrar a Aaron enfundado en un esmoquin negro hecho a medida y la combinación de aquellas familiares gafas y la pajarita, barrió con todas mis dudas. Me abrí paso entre la multitud en tanto Aaron concluía con su discurso, su voz y su presencia envolvió todo mi cuerpo y perdí el frío. Un estruendo de aplausos resonó por el salón, Aaron bajó del escenario y avanzó a su izquierda, de inmediato fue interceptado por un grupo de personas llenándole de felicitaciones. Caminé en dirección contraria, directamente a los escalones. Había pasado tanto tiempo, a diferencia de aquella noche, ésta vez sí que sabía lo que diría. Alcancé el primer peldaño... Le había echado tanto de menos. Mis piernas temblaron cuando subí el tercero... Tenía tantas ganas de envolverme en él. Avancé los primero pasos... ¿Cómo fui capaz de abandonarle?

—Buenas noches. —La voz estrangulada que llenó el lugar, se me antojó extraña.

Todos los asistentes se volvieron en mi dirección. Los ojos otoñales de Aaron me alcanzaron, su rostro se iluminó en asombro pero no se movió. Mi querido Aaron...

—Es un placer poder saludarles ésta noche —continué, sin despegar la mirada de Aaron—. Yo... Lamento mucho si mis acciones te ridiculizan, pero me dijeron que tendría que venir a buscarte por que no estabas del todo seguro sobre mis sentimientos y, pensé que tendría que hacer algo realmente bueno para convencerte. ¿Qué mejor que decirlo enfrente de toda ésta gente ostentosa? —Las miradas se concentraron en él, su rostro se tiñó de carmín—. Ésta mañana, cuando casi muero ahogada en un lago de Indiana, me di cuenta de que jamás podría desprenderme de ti. Creo que hemos estado juntos por tantas vidas, que, sin importar lo que pase, al final siempre nos encontraremos. Intenté olvidarte tantas veces como añoré tu sonrisa. Descubrí una manera de recordarte fingiendo que no dolías, pero a la larga el dolor se extendía. Te he echado tanto de menos.

»No quiero dejar pasar más tiempo, quiero saber cómo encajan nuestras manos, quiero encontrarte todas las noches dispuesto a hacerme el amor. Deseo avergonzarte frente a tus compañeros de trabajo y que me lo hagas pagar en la habitación. Ya no tengo miedo, Aaron, ya no temo entregártelo todo porque ahora sé que no puede ser de otra manera. Te propongo que habites en mis sentidos, que inundes de tu presencia cada rincón de mi alma que continua sintiéndose sola. Te ofrezco la vida en blanco de ésta mujer despistada, te ofrezco mi alegría a cambio de tus tristezas. Te ofrezco todo lo que soy porque es todo lo que me queda...

El silencio se extendió entre los presentes. Aaron no se movió. Esperé tanto tiempo como pude antes de que mi corazón comenzara a derrumbarse una vez más, una última vez más. Sin embargo, no bajé la mirada y avancé de regreso a los peldaños. Mis lágrimas se arremolinaron en mis ojos, pero me impedí llorar. No frente a todos ellos, esperaría a volver a casa para lamer mis nuevas heridas. Jack se acercó para tenderme una mano y me forcé a sonreírle. Se ofreció a acompañarme a casa, pero decliné la oferta. Avancé entre decenas de pares de ojos que me observaban con compasión y me sentí enferma. Crucé el umbral del lugar, sintiéndome la mujer más desdichada del mundo. Mi esperanza se esfumó más rápido de lo que habría imaginado. Ya no albergaba nada más que la pena de perder mi corazón. Y después de todo, sabía que valió la pena.

—Disculpe, señorita —susurró una voz masculina tras de mí—. La he visto caminar hasta aquí y me parece que la he visto antes, ¿podría decirme si nos conocemos?

Di media vuelta para enfrentarlo.

—No lo sé —murmuré—. He conocido a tantas personas que no podría asegurarlo.

—Estoy seguro que le he visto antes. —Terminó con la distancia que nos separaba—. Algo en su manera de mirar me resulta familiar, creo que la he conocido con otros nombres pero sin duda se trata de la misma sonrisa. Tenía el cabello del color del fuego, pero los mismos ojos redondos y preciosos... ¿Me permite comprobar que se trata de la misma mujer?

—¿Cómo piensa comprobarlo?

Sus brazos envolvieron mi cintura, inhalé su perfume y todo se llenó de calma. Inclinó su rostro hasta que nuestras narices se rozaron y después, con una lentitud que me pareció mortal, presionó sus labios contra los míos. Me besó con la ternura de un hombre que acaba de encontrarse por primer vez con el amor y yo le correspondí con la entrega improvisada de quién no teme perderlo todo pero que no sabe cómo entregarlo.

—Definitivamente se trata de ti —declaró, al separarse—. Sabes al amor de mi vida.

Sonreí, él enjugó una lágrima que resbaló sobre mi rostro.

—Acepto lo que me ofreces, quiero quedarme a vivir en tu alma —continuó—. Te amo tanto, mi querida Lottie.

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