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XLIV


Oleg.

Esperé a Aaron en un pasillo escasamente iluminado de la central de policía en Shelbyville. El espacio de metro y medio de ancho olía a cigarrillos y se encontraba totalmente desierto. Al otro lado de una ventana de cristal con las persianas recogidas, Aaron sostenía una conversación con el jefe de policía de la estación, éste se pasó las manos por el rostro y asintió. Ambos se pusieron de pie, el oficial guio a Aaron hasta la puerta y le dejó pasar primero.

—Por aquí, por favor —dijo el oficial, antes de comenzar a caminar a lo largo del pasillo.

Doblamos un par de esquinas más antes de llegar al área de celdas, divididas por una reja que ocupaba toda una pared y que era resguardada por tres policías más. Los custodios abrieron la reja para dejarnos pasar, dentro la temperatura bajó de manera considerable, los pasillos estaban prácticamente a oscuras y el silencio que cayó resultaba asfixiante. Nos detuvimos frente a la penúltima celda y logré vislumbrar la imagen de un hombre recostado en la placa de concreto en el fondo del pequeño espacio.

—Wolf —masculló el oficial, pasando un juego de llaves por los barrotes de metal. El hombre del otro lado no se movió—. Te buscan.

Wolf no hizo ningún intento de ponerse en pie, continuaba dándonos la espalda. El oficial accedió a abrir la celda para dejarnos pasar.

—Volveré en un momento —anunció el oficial, cerrando nuevamente.

Aaron asintió y gesticuló un agradecimiento.

—No me interesa hablar con nadie —ladró Wolf—. Es mejor que se larguen, no necesito de un mediocre abogado para salir de aquí.

—No te preocupes por eso —masculló Aaron entre dientes. A pesar de la oscuridad puedo notar la manera en la que su espalda se tensó—. Lo menos que queremos es sacarte de éste lugar.

El ex vicepresidente de Brown & Epps reaccionó. Se volvió violentamente y se incorporó de un salto.

—¿Qué hacen ustedes aquí? —espetó.

—Venimos para asegurarnos de que te pudras como la rata que eres.

A pesar de su situación, Wolf le sostuvo la mirada a Aaron. No titubeó ni un solo segundo, nos observó con una mezcla de arrogancia y burla.

—Son patéticos —gruñó Wolf, encarándonos—. Sus papeles de caballeros vengadores son por demás absurdos. ¿Realmente quieren poner en riesgo sus carreras por defender a esa zorra?

—Cuidado con lo que dices —advirtió Aaron.

—¿Es que ninguno de ustedes dos tiene un poco de dignidad? —continuó el otro sin inmutarse—. ¿Van a defender juntos a la mujer que ambos se estuvieron cogiendo?

Mi autocontrol se rompió, en el siguiente segundo me encontraba abalanzándome sobre Terry Wolf. Mi puño izquierdo se estampó sobre su barbilla con demasiada fuerza y lo hizo caer, lo seguí al suelo y propiné otra arremetida a su pómulo derecho. Su ojo izquierdo recibió otro golpe, después otro y otro más. Las imágenes de las heridas de Charlotte continuaban atascadas en mi cabeza, como un recordatorio de mi ineficiente labor por protegerla. Imaginar a ese hijo de puta tocando a mi Charlotte, marcando su cuello de una manera tan vil, haciendo sangrar sus labios...

—Ya está bien —dijo Aaron, deteniendo mi puño en el aire—. Déjalo ya.

Mi visión enfocó el rostro de Terry Wolf. Había demasiada sangre, mi estómago se revolvió. Me incorporé y di un par de zancadas en dirección de la salida. Golpeé la reja para llamar la atención del jefe de policía, los pasos de un oficial acercándose por el pasillo resonaron de inmediato.

—Los tres sabemos que no estaré mucho tiempo en este sitio —musitó Wolf, escupiendo un poco de sangre—. Y cuando lo haga, iré por esa perra y me la cog...

Di media vuelta, con la intensión de volver sobre él. Sin embargo, ésta vez Aaron se adelantó. Wolf se dobló de dolor después de la patada que le propinó en las costillas.

Finalmente la reja se abrió y ambos salimos sin lograr sentirnos mejor.

Era el último día de Diciembre, en unas cuantas horas recibiríamos un nuevo año y mi futuro pendía de una cuerda floja. Subí a mi auto, aparcado junto al de Aaron frente a la estación de policía. Por su rostro pude notar la inestabilidad de sus sentimientos, yo mismo me sentía atormentado por mis pensamientos. Después de dos largos meses sin saber nada de ella, finalmente le habíamos encontrado, dimos con el paradero de Charlotte y ambos sabíamos que a partir de ese momento nuestras vidas estaban en sus manos. Ésta vez le impediremos huir, tendría que enfrentarnos y enfrentarse a sus propios sentimientos.

Era media tarde en Shelbyville y unos cuantos nubarrones grises llenaban el cielo invernal. Seguí a Aaron por un camino que llevaba al este del condado hasta el vecindario que el expediente de Wendell señaló como la dirección de Charlotte. Tras unos cuantos minutos nos detuvimos frente a una casa de estilo inglés de dos niveles, en el porche un balancín rojo se mecía a causa del viento en el exterior. Aquella era la casa de descanso de los Brown. Pocos sabían de la existencia del lugar, por lo que nunca pasó por nuestras cabezas buscar a Charlotte en Indiana.

Abrí la puerta del copiloto y descendí del auto, el clima me abrazó de inmediato. Hacía demasiado frío, pero mi corazón se encontraba en extremo caliente. Era totalmente ajeno a cualquier otra cosa que no fuese la expectativa de volver a verle. Me uní a Aaron frente al camino de gravilla que conducía a la entrada principal de la casa.

—¿Qué haremos ahora? —pregunté, sin atreverme a voltear a ver a Aaron.

Él tampoco me miró, concentró su mirada en algún punto superior de la chimenea de piedra.

—Será mejor que vayas —murmuró —. A Charlotte le dará gusto verte.

—¿Estás seguro?

Aaron frunció los labios y apretó los puños a sus costados.

—Seguro.

Sin embargo, la lucha que libró antes de aceptar fue notablemente visible.

—Aaron —dije, volteando a verle—. Pase lo que pase, respetaré la decisión que ella tome.

Él asintió y comencé a caminar.

El sendero de piedra permanecía rodeado de dos montones de nieve a los costados, me concentré en las figuras que formaban el diseño de las almohadas en el balancín, subí los tres peldaños del porche y me detuve frente a la puerta de madera. Finalmente...

Presioné mi dedo índice sobre el timbre un par de veces. Contuve la respiración al escuchar el movimiento de alguien en el interior, la puerta se abrió y mi corazón se detuvo. Una adolescente de cabello rubio se encontraba estupefacta en el interior de la casa, dudé por un segundo de que aquella fuese la dirección correcta.

—Hola —saludé, intentando sonreír a la chica que continuaba con la mirada desorbitada—. Lo siento, creo que me han dado una dirección equivocada.

Di media vuelta y me dispuse a regresar. Un paso era el que me separaba del primer peldaño del porche cuando la chica me detuvo.

—Alto. —La escuché acercarse hasta detenerse frente a mí, un peldaño por debajo—. Eres tú... Tú eres Oleg, el ruso, ¿cierto?

Mis manos temblaron a mis costados.

—Sí —respondí con recelo—. ¿Me conoces?

La chica cubrió su boca con ambas manos y soltó lo que parecía ser una risilla.

—Charlotte me ha hablado mucho de ti —asintió animadamente. Bajó las manos a los costados y sonrió—. No puedo creer que estés aquí. Haz venido por ella, ¿cierto? Porque si no es así, lo mejor será que te marches, no permitiré que otro hijo de puta rompa su corazón.

La mirada de la joven se oscureció, dejando en claro que hablaba totalmente en serio. Levantó una de sus cejas y sus ojos grises me miraron con un deje de advertencia.

—Quiero hablar con ella —dije.

Su expresión cambió en un segundo, su sonrisa llenó su rostro y sus ojos bailaron con alegría.

—Genial —chilló. Tomó mi muñeca derecha y tiró de mí en dirección de la puerta abierta.

—Espera. —Me detuve justo bajo el umbral, ella dejó de andar a regañadientes pero sin soltarme—. A todo esto, ¿puedo saber quién eres tú?

—Casi soy Rebecca Brown —contestó.

—¿Casi?

—Charlotte me adoptará. —Puso los ojos en blanco—. Ahora ven, no pierdas más tiempo.

Me llevó por un angosto corredor hasta la espaciosa sala envuelta en colores pastel. A mi izquierda un par de cortinas verdes enmarcaban un ventanal que ofrecía una vista panorámica del jardín trasero cubierto de nieve.

—Quédate aquí —ordenó, haciéndome sentar en uno de los sillones—. Iré por Charlotte.

Rebecca salió disparada por la puerta del ventanal y desapareció tras unos segundos. Cuando la soledad me golpeó que caí en cuenta del lugar en donde me encontraba, el escondite de Charlotte era una casa elegante que encerraba toda una época en sus paredes. Había un árbol de navidad junto a la chimenea y varios adornos colgaban de las vigas que sobresalían del techo, incluso pude ver un muérdago pendiendo del umbral que separaba la sala del corredor. Y la imaginé a ella, trepada en un banco plantando el muérdago, pensando en fines románticos. Tal vez en nosotros, en lo que teníamos. Mi interior dio un vuelco al recordar a mi pequeña Mila abandonada en San Petersburgo, preguntándose por qué de un momento a otro decidí alejarla de su Apyrr, se me partió el alma al pensar en lo que pasaría a mi regreso. ¿Cómo podía hacerla entender que todo lo hice por ella? Por supuesto, eso no justificaba todas mis mentiras ni haría más llevadero el dolor.

—Espera Rebecca, más despacio. —Su voz llegó desde el exterior y lo cubrió todo. Mi cuerpo entero se estremeció—. Mierda.

Me incorporé al verlas subir los peldaños del porche trasero, Charlotte concentró su atención en el suelo mojado y no se percató de mi presencia dentro de la casa. Rebecca entró primero, en su rostro se dibujaba la más enorme de las sonrisas y de inmediato sentí empatía por ella, fue evidente el cariño que sentía por Charlotte.

—Limpié el suelo ésta mañana —refunfuñó Charlotte sin levantar la vista de la madera manchada de lodo—. ¿Es demasiado complicado pedirte que limpies tus...?

No terminó la oración. Sus ojos se encontraron con los míos y se llenaron de lágrimas en menos de un segundo.

—Oleg —jadeó, demasiado despacio para mi gusto.

Mierda. Extrañaba tanto escuchar mi nombre en sus labios. Deseé abalanzarme sobre ella, besarla hasta quedarme sin aliento, hacerla mía allí mismo y para siempre.

—Hola, Charlotte —susurré, apretando los puños a mis costados, reprimiendo mis impulsos.

—Iré a ver a Nicole —intervino Rebecca, caminando de regreso al exterior—. Los dejo solos.

Ninguno de los dos le respondió, continuamos observándonos como solíamos hacerlo. Reconociéndonos, memorizando hasta la última de nuestras expresiones. Charlotte estaba tan hermosa, como en el último de mis recuerdos. Ocupó todo en mi interior, se expandió por cada una de mis venas, me mostró lo sencillo que resultaba el amor.

—¿Q-qué haces aquí? —preguntó, con un hilo de voz.

Abrí la boca para responder, pero las palabras se atoraron en mi garganta.

«He venido por respuestas», pensé.

Respuestas a las que temía tanto como a las preguntas. No dije nada, cerré el espacio entre nosotros demasiado rápido, no le di tiempo para reaccionar. La apreté sobre mi cuerpo hasta ser consciente de sus pechos presionando sobre mí, la abracé con todas las fuerzas que tantos días de ausencia acumularon. Inhalé el perfume de mi amada Charlotte y me juré hacerlo todo para que ella fuese feliz.

—Charlotte —dije, como una oración de valentía—. Estaba tan preocupado por ti.

—Lo siento —susurró. «Por favor, Charlotte, di mi nombre una vez más»—. Lo siento tanto.

Su voz sonó arrepentida y comenzó a temblar.

—No te disculpes, querida —musité, obligándome a separarme un poco para verle a la cara—. No tienes nada que lamentar.

El moratón que vi en las fotografías se convirtió en una mancha verde sobre su pómulo derecho y los cortes en sus labios desaparecieron casi por completo. Una gruesa bufanda café cubría su cuello y lo agradecí, no me creí capaz de mirar aquellas marcas.

—Perdón por hacerte daño —insistió, sin despegar la mirada de mi pecho—. Jamás fue mi intención, todo lo que paso con Aaron fue...

—Lo sé —interrumpí—. No he venido hasta aquí para reprocharte nada en absoluto.

Ella dejó escapar un suspiro, alcé una mano a su barbilla y le obligué a mirarme a los ojos. Su mirada estaba totalmente distinta a la que vi la última vez en el departamento de Aaron, lucía más confiada, más valiente; lucía como una persona que sabe perfectamente quién es y no siente vergüenza en demostrarlo. Ella era mi Charlotte, una mujer que se hizo fuerte por sus propios medios, que escapó de lo que le atormentaba y salió a buscarse sin necesidad de que nadie le guiara. Ella era la mujer a la que amaba y a quién debía tanto. Y finalmente había llegado la hora de saldar mi deuda.

—Vine porque necesito que seamos honestos —continué, acariciando la piel bajo su labio inferior.

—Oleg... —exhaló.

Me estremecí. Dios, la deseaba tanto

Un beso interrumpió sus palabras. Mis labios reclamaron los suyos y ella no reparó en demostrar que pensó en mí tanto como yo en ella. Su calor se extendió por el resto de mi cuerpo hasta sentirme sofocado y temí estar equivocado. Temí que aquello que llevó tanto aceptar fuese mentira, porque saber que sus sentimientos eran genuinos haría más dolorosa la despedida.

—Detente —susurré—. Por favor.

—Oleg —jadeó sobre mi boca. Su aliento se coló entre mis labios y mi cuerpo reaccionó.

—Por favor, Charlotte. —Volví a abrazarla y centré mi boca en su frente.

Charlotte soltó una risilla socarrona. Me separé totalmente de ella y la miré con severidad, poniendo mis manos sobre mis caderas.

—¿Qué hicieron contigo? —inquirí.

Ella se encogió de hombros y sonrió. Me convencí de que aquello sería suficiente, de que no necesitaba de más para llevar a cabo mis planes. Me dije que lo que ella me regalaba entonces sería suficiente para mantenerla conmigo por siempre.

—Charlotte... —Tomé sus manos y ella apretó sus dedos sobre los míos—. Tengo que contarte algo.

Su expresión se tornó sombría al percatarse de mi tono. Asintió y me guió hasta el sillón del centro. Nos sentamos en medio de varios cojines rosas y azules que combinaban con el color de su abrigo. Abrí la boca para iniciar, pero algo en su rostro me detuvo. Ni siquiera había escuchado lo que tenía que decirle y ya me miraba como si estuviera perdonándome.

—Charlotte, tienes que saber algo sobre mí. —Intenté deshacerme del nudo que obstruía mi garganta—. ¿Recuerdas lo que te conté sobre los abuelos de Mila?

—Sí. —Asintió—. Te forzaron a llevarte a Mila a Rusia para reunirse con ellos.

—Eso no es todo —Mis manos temblaron entre las de Charlotte—. Los Smirnov me obligaron a volver a Rusia para ver a Mila y... Para convencerme de aceptar que mi hija se reúna con su madre.

Charlotte entornó los ojos y sacudió la cabeza.

—No entiendo —murmuró, con evidente confusión—. ¿Reunirse con su madre? Pero... La madre de Mila está muerta.

Mi estómago se revolvió. La mirada de Charlotte era exigente mientras y me olvidé de articular palabra.

Los recuerdos se agazaparon en mi memoria como un huracán que arrastró consigo el dolor que creía superado. Las imágenes llegaron una tras otra, claras y detalladas. Los ojos azules de Milenka llenándose de lágrimas cuando el médico puso sobre su pecho el cuerpo de nuestra pequeña bebé, mi esposa susurró su nombre y el llanto de Mila cesó de inmediato, creando magia desde el primer momento. La recordaba sosteniendo a nuestro bebé entre sus brazos, cantándole con una voz apenas audible, como si compartiera con ella el más grande de los secretos. Recordé la sonrisa constante en su bello rostro mientras observaba a Mila dormir, la recordé agradeciéndome por darle la oportunidad de ser madre. Nos recordaba abrazados, cantando y bailando las canciones de Blunt. Recordé también aquella noche, la desesperación en el rostro de Milenka, el cuerpo inerte de mi hija en las manos de su madre.

—Milenka Smirnova está viva —confesé finalmente—. Se encuentra recluida en un hospital psiquiátrico en San Petersburgo.

Las manos de Charlotte me soltaron.

—¿T-tu esposa está viva? —balbuceó—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

—¿Recuerdas cuando me dijiste que nada podría hacer que te alejaras? —Pasé mis manos por mi cabello—. Fue más fácil convencerme de que insistir arruinaría el momento.

—Es una mierda.

—Estaba dispuesto a decírtelo. Tarde o temprano lo haría.

Un par de lágrimas rodaron por su rostro y ella las limpió de inmediato, intento abrazarla pero ella me lo impidió.

—¿Un hospital psiquiátrico? —masculló—. ¿Dejaste a tu esposa en un hospital psiquiátrico? ¿Por qué?

—Milenka decidió recluirse en ese lugar después de... —Mordí mi lengua, recordándome que Mila no corría ningún peligro—. Después de intentar asesinar a Mila.

Charlotte dejó escapar un grito antes de cubrir sus labios con ambas manos. Permitió que sus lágrimas se desbordaran, no hizo nada por ocultar sus sentimientos.

—Milenka cayó en una terrible depresión tras el nacimiento de Mila —continué, mirando el rostro de Charlotte para no romperme—. Intentó luchar contra ello hasta que las crisis fueron más fuertes. Estuvo medicada por un tiempo, pero nada pudo ayudarla. Una noche ella intentó asfixiar a Mila mientras dormía. Gracias a Dios llegué a tiempo para salvar a mi hija y Milenka fue acusada de intento de homicidio por lo que fue internada en el hospital de inmediato. No supe más de ella desde entonces, era demasiado doloroso verle a la cara y recordar lo que estuvo a punto de hacer. Sus padres me dijeron que hace un año el médico le declaró mentalmente sana, pero ella se negó a saber de Mila, cómo si ese fuera el castigo que ella misma se impuso.

El dolor lo consumió todo, los recuerdos se convirtieron en cuchillas que atravesaron mi cuerpo, dejé caer los hombros y cubrí mi rostro con ambas manos. Mi llanto se unió al de Charlotte. Nada nunca fue más doloroso que el tener que aceptar que la mujer a la que amaba se encontraba enferma y que eso la convertía en un peligro para su propia hija. El conocimiento de que Milenka pudiera abandonar el hospital fue lo que me orilló a dejar mi país e instalarme primero en Nueva York en las oficinas de Brown & Epps y después en Chicago. Lawrence Brown me abrió las puertas de su bufete casi de inmediato y encontré la tranquilidad que creí no volver a sentir. A mi llegada Aaron me aceptó en su casa junto con mi hija y me brindó una amistad sólida que hasta entonces, y a pesar de todo, insistía en demostrarme.

—No puedes separar a Mila de su madre —Charlotte habló después de un rato. Descubrí mi rostro y la miré a los ojos—. Ella tiene derecho de saber la verdad.

—No lo entiendes, ella...

—Lo entiendo —aseguró—. Sé que temes por Mila, pero ella es su madre y no es capaz de hacerle daño. Estaba enferma, fue eso lo que le orilló a actuar de aquella manera tan espantosa, pero ahora se encuentra bien. ¿No crees que ya ha sufrido suficiente?

—Todos hemos sufrido, Charlotte.

Su expresión se suavizó, se acercó poco a poco hasta que sus brazos me envolvieron.

—Pero fue ella quien renunció a su libertad por miedo a volver a lastimar a su hija. Tiene que verla para darse cuenta que no lo hará y Mila... —Charlotte tropezó con sus propias palabras, sorbió su nariz y se esforzó por continuar—. No puedes quitarle a Mila la oportunidad de conocer a su madre.

Besó mi mejilla sin deshacer el abrazo. Nos quedamos así por un momento, la tenía tan cerca que fui capaz de escuchar los latidos de su corazón. Estaba tan cerca, que pude sentir la vibración de su propia vida y me di cuenta de cuanto me gustaba la existencia de aquella mujer. Caí en cuenta también de la enorme deuda que tenía con Lawrence Brown, de no ser por él, no habría podido recordar lo que es la sencillez de un corazón noble.

—Charlotte —susurré, exhalando por última vez el aroma de su cabello—. No puedo quedarme contigo... He venido a despedirme de ti.

Se separó de mí como una exhalación.

—¿Por qué? Creí que tú me...

—Yo también lo creí. —Ella me miró con confusión, forcé una sonrisa—. Pero quedarme sería un error, querida. Me alegra darme cuenta de lo valiente que eres ahora, aprendiste a sobre llevar tu soledad y ya no me necesitas más.

—Oleg, por favor...

Acaricié sus mejillas y memoricé la textura suave de su piel. Incliné mi rostro, rocé sus labios con los míos. Charlotte sabía a vida.

Querida. Dorogaya —susurré, contra sus labios—. Tu existencia merece el mejor de los amores.

«Mereces que te dediquen hasta el último de los suspiros, que no teman llamar a tu puerta y encontrarte de blanco porque es el color con el que luces más guapa. Mereces que toquen tu alma y pinten murales dentro de ella, que hagan de tus suspiros el mejor remedio para la tristeza y que adornen tu cabello de flores a mitad del invierno.»

—Mereces un amor que yo no puedo darte —acepté—. Siempre pensé que lo nuestro era un milagro, que compartir nuestras vidas nos salvaría y, aunque fuimos felices, no era totalmente autentico. Intentamos llenar nuestras soledades con las carencias del otro, teníamos miedos en común e intentamos salvarnos.

—No es verdad, Oleg. Mis sentimientos por ti son reales.

Sacudí la cabeza.

Querida, la forma en la que miras a Aaron fue suficiente para darme cuenta. Nunca hubiera dudado de tus sentimientos, pero fui testigo de la manera en la que te sostenía la noche de tu cumpleaños. Con él no te conformas con lo que eres, Charlotte. A él no tienes que salvarlo y jamás tendrás que preocuparte por su pasado. Con él siempre serás libre.

Charlotte no respondió y no fue necesario. Me puse de pie a regañadientes, bajé la mirada a la suya y, con mi corazón destrozándose por segunda vez, dije: —Volveré a Rusia con Mila... Volveré sin ti.

Caminé por el corredor sintiendo a mi alma arrastrase bajo mis pies. Me llené de la presencia de Charlotte antes de salir de su casa y me convencí de que era lo mejor. Mi deuda estaba saldada.

—Oleg. —La voz de Charlotte llegó a mis espaldas.

Giré sobre mis talones y la esperé bajo el techo rojo del porche, cuando volví a verla, todos mis principios dudaron.

—Te quiero —musitó.

­—Lo sé.

«Te quiero, también.»

Ella sacudió la cabeza y limpió sus mejillas.

—Eres tú quien ha renunciado —murmuró—. Eres tú quien se va.

Charlotte regresó al interior de la casa y cerró la puerta frente a mí. Bajé los peldaños sin mirar atrás.

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