XL
Cuando entré al consultorio de Norman Abney, él se encontraba de pie frente a una destartalada mesa de exploración. Sobre ella estaba sentado un hombre que obedecía las indicaciones del médico sin chistar, su cabello cano cubría un cuello ampollado del que colgaba un crucifijo que parecía ser de oro. El consultorio era extenso, aunque rustico, se localizaba en lo que alguna vez fue el ático de la casa. Abrieron una enorme ventana que ocupaba la mayor parte de la pared frontal de la habitación y por la que se filtraba tanta luz solar, que no era necesario ningún otro tipo de iluminación durante el día. A excepción de aquel día, que la ventana permanecía cerrada y un par de bombillas blancas eran la fuente de luz en el frío lugar.
Me percaté del ceño fruncido de Norman mientras verificaba los signos vitales de su paciente y comprobó sus pupilas. Al finalizar, sus labios se curvaron en una sonrisa de despreocupación.
—Muy bien, Ben —dijo Norman, dirigiéndose al anciano—. Parece que todo va bien, aun así debemos tener cuidado con ese corazón tuyo. Recuerda que ya no tienes veinte años.
El hombre asintió y sonrió al mismo tiempo. Desde el primer día que puse un pie en el lugar, pude notar lo maravilloso que era Norman con todas las personas de la casa, a pesar de ser tantos, cuidaba de cada uno de ellos por separado. Ben bajó de la mesa con ayuda del médico y caminó con pasos lentos en dirección del improvisado escritorio, en busca de su chaqueta.
—Buenos días —saludé, cruzando el umbral.
Norman giró la cabeza en mi dirección y me regaló una sonrisa que llegó hasta sus ojos verdes.
—Buenos días, Magie —respondió, retirándose el estetoscopio del cuello—. Creí que hoy no te vería por aquí, el clima es horrible.
—El clima sería el mismo de quedarme en casa.
El doctor me estudió por un momento, uno que se me antojó eterno e incómodo.
—Por supuesto —dijo finalmente. Pasó un brazo por los hombros del anciano y dio un par de palmadas en su espalda antes de decir: —. Ben, ella es la señorita Magie Anderson, nos ayuda durante los fines de semana. Si necesitas cualquier cosa, no dudes en dirigirte a ella... Es nuestro ángel de la guarda.
Me sonrojé por el cumplido.
—No es verdad —rezongué, dirigiéndome a Ben—. Quiero decir, eso de ser un ángel de la guarda. Respecto a lo buscarme si necesitas algo, no dudes en hacerlo.
Ben asintió con una sonrisa que dejó ver una descuidada dentadura y arrastró los pies hasta la salida después de despedirse del doctor Abney. Éste cruzó los brazos sobre su pecho, se sentó en el borde de su escritorio y me observó nuevamente como si intentara entender algo sobre mí.
—Yo... —comencé, pero su intenso escrutinio me impidió terminar la oración. Volví a intentarlo—. Necesito hablar contigo... Es sobre, sobre Rebecca.
—Claro Magie. —Una sonrisa socarrona acentuó el color de sus ojos—. ¿Qué pasa con Becca?
—Esto... Pues, sólo quería saber cómo se encuentra. Tiene muchas ganas de irse y me ha pedido que hablara contigo.
—Ayer fui por sus últimos rayos equis, las heridas en sus costillas están mejorando considerablemente. En un par de semanas más estará como nueva. Todo gracias a ti.
—¿Gracias a mí? —Reí—. Fue todo gracias a la ayuda de Helen y tus cuidados.
—Fuiste tú quién la convenció de quedarse. —Me recordó—. Y quién solventa todos los gastos médicos que nosotros no podemos permitirnos
Una nueva mirada de curiosidad me recorrió.
—¿A qué te dedicas, señorita Anderson?
Los cabellos de mi nuca se erizaron, los ojos color menta de Norman se entornan con atención mientras esperaba por mi respuesta. Clavé las uñas en las palmas de mis manos, intentando contener los temblores que comenzaron a amenazarme.
—Tr-trabajo en una cafetería en Shelbyville —tartamudeé.
—Debe ser una cafetería enorme y exclusiva. —Norman bajó los brazos a sus costados, se incorporó y se acercó a mí con cautela—. ¿Sabes qué pienso? Creo que usted, señorita Anderson nos oculta algo.
—No sé qué quieres decir —aseguré.
Norman guardó silencio por un momento. Maldita sea, Norman.
—¿No te parece curioso que en cuanto tú llegaste, un donador anónimo dio una suma millonaria a la fundación?
—Una simple casualidad.
—Vale. ¿Y qué me dices del hecho de que ese donador sea un bufete de abogados en Chicago? ¿Qué me dices de que ese bufete sea de la familia Brown? —Inclinó la cabeza y sus ojos brillaron triunfantes—. Sobre todo, ¿qué me dices de la interesante fotografía que salió en cierta revista de cotilleo en donde aparece tu rostro y aseguran que tú no eres otra más que la misma Charlotte Brown?
Contuve la respiración después de escuchar las acusaciones de Norman. En ese momento me di cuenta de lo estúpida que fui intentando pasar desapercibida con todo el peso del apellido Brown sobre mis espaldas. Era como intentar ocultarse tras una pared de ladrillo con una enorme flecha de neón señalándome desde el cielo. Me pregunté quién más lo sabría.
—No se lo digas a Helen —supliqué, cuando logré abrir la boca.
—¿Por qué mentir? ¿De quién te ocultas, Charlotte?
«De mí misma», pensé.
—Es una larga historia. No lo entenderías.
Norman cruzó nuevamente los brazos sobre su pecho, levantó la barbilla y con un tono de altanería dijo: —Genial, me encantan las historias largas.
Intenté imaginar cuán patética lucía contándole a Norman sobre mis desgracias sentimentales. Sin embargo, no me detuve ni me moví de mi lugar, sentada en la mesa de exploración. Le conté al médico las razones que me orillaron a huir de Chicago. Le conté que en menos de lo que dura un parpadeo, había dejado de saber quién se supone que era. Perdí a la familia que siempre creí mía, destruí los corazones de dos hombres inigualables y dejé de reconocerme. No estaba segura conocer a la mujer que me regresaba la mirada todas las mañanas frente al espejo, podía jurar haberla visto alguna vez, pero no estaba segura de quién se trataba. Miranda Charlotte Brown, una mujer que representaba el milagro que le fue otorgado a un hombre desesperado; o Magie Anderson, una niña que fue utilizada por su propia madre para sus fines de venganza.
Norman preguntó entonces ¿quién de aquellas dos personas elegiría ser? Guardé silencio sopesando las posibles respuestas. No quería ser Miranda Charlotte, no deseaba tener el lugar de una niña que probablemente murió en el accidente con sus padres. Tampoco quería ser una víctima, estaba cansada de serlo. No podía cambiar el pasado, no podía hacer que Margareth me amara, mucho menos podía ignorar el hecho de que allá afuera, se encontraba un hombre que posiblemente había perdido toda esperanza de encontrar a su hija. Tomé una gran bocanada de oxígeno, levanté la mirada por primera vez sin sentir vergüenza o pena por mí misma y respondí:
—Soy exactamente la mujer que ves ahora mismo.
Elegí ser la nieta no sanguínea de Lawrence Brown, elegí ser la mujer que superó el desamor de su madre y que aprendió a aceptarse. Aquellas semanas conviviendo con toda esa gente me mostraron lo jodida que pude ser la vida con algunas personas. Nadie en ese lugar tenía una familia que se preocupara por ellos, ninguna de esas personas recordaba lo que era levantarse todas las mañanas y encontrarse con un rostro amable dándoles los buenos días. Nadie preguntaba cómo estuvo su día, ni comentaba con ellos lo mucho que odiaba el tráfico del centro de Chicago los lunes por las mañanas. Alguna vez yo tuve todo eso, y, entonces me caí en cuenta de que el sentimiento de pérdida comenzaba a desvanecerse.
Norman se acercó a mí y me envolvió en un apretado abrazo que me toma por sorpresa. Olía a jabón y a desodorante masculino y el calor que su fornido pecho me transmitió se sentió de maravilla, cómo un bálsamo aplicado directamente a mi corazón.
—Tal vez no tengo derecho a decirlo, pero estoy orgulloso de ti, Charlotte. —Norman habló con los labios pegados a mi cuello y, sorprendentemente sentí cierta familiaridad en el gesto—. No puedo culpar a ninguno de esos dos hombres por enamorarse de ti, cualquiera con un poquito de inteligencia lo habría hecho.
—No estoy segura, pero gracias.
Deshizo el abrazo y dio un paso atrás, su rostro mantenía la expresión de picardía, la misma con la que se dirigía a todas sus pacientes femeninas. Norman Abney era un médico cirujano destacado, egresado de la Universidad de Nueva York. Era también el encargado de urgencias en el hospital de Indianápolis y su rolex de titanio delataba los buenos ingresos que había obtenido a lo largo de su corta pero brillante carrera. Era la clase de hombre que reúne todo tipo de cualidades que caracterizan a los héroes de las comedias románticas. Engreído, inteligente, con una sonrisa de millón de dólares y unos ojos enigmáticos. La clase de hombre por el que cualquier mujer se arranca las bragas con un simple encuentro de miradas. Gracias al cielo, no soy de esa clase de mujer.
—Respecto a Becca —continuó, después de varios segundos de silencio—. Me temo que no todas son buenas noticias.
Un horrible escalofrío recorrió mi columna vertebral. Bajé de la mesa de exploración y me moví nerviosa a lo largo de la habitación.
—¿Qué quieres decir? —Inquirí, con un hilo de voz.
Vi a Norman titubear y luchar con sus propios sentimientos.
—Yo... He notado ciertas marcas que tiene a lo largo de sus muslos y... —Suspiró. No, por favor—. Charlotte, tienes que llevar a Becca con un ginecólogo.
Él no se atrevió a decirlo con todas sus letras, pero no se necesitaba más para entender el significado de lo que acababa de decir. Cubrí mi boca con mis manos mientras sentía a mi alma venirse abajo. Estaba preparada para enfrentarme a dos hombres que alguna vez me amaron, pero no para verme cara a cara con una situación tan terrible. No era lo suficientemente fuerte.
—Tú piensas que... —Las palabras tropezaron con las lágrimas que salían a borbotones de mis ojos—. Oh Dios. Rebecca.
Norman me pegó contra su pecho una vez más, ésta vez intentando consolarme.
—Habla con ella, intenta que te diga qué fue lo que le ocurrió.
Asentí frenéticamente con la cabeza.
—Tengo que llevármela de aquí, no le gusta este lugar y cuando le diga...
—No creo que eso sea posible, Charlotte. Helen es muy estricta cuando se trata de menores de edad, en cuanto le informe de la recuperación de Becca, informará a servicios infantiles. Ella tendrá que volver a una casa de acogida.
—No lo permitiré —aseguré, separándome de él.
—Un trámite de adopción puede llevar mucho tiempo.
—Yo no estaría tan segura —respondí, limpiando mis lágrimas—. ¿Olvidas que tengo a mi disposición a uno de los bufetes de abogados más importantes del país?
Los labios de Norman se curvaron en una sonrisa que parecía transmitir orgullo, aunque no hizo ningún comentario. Abandoné de la habitación y corrí directamente en dirección del jardín trasero. Huí tras la capilla que conservaba los restos de las personas que murieron en la casa. Cuando me encontré totalmente sola, rompí nuevamente a llorar. Permití que mi corazón se desgarrara por Rebecca, por la verdadera víctima.
Los padres de Ninna llegaron a Estados Unidos a principios de los 40's. Su madre era un cantante nata y su padre un saxofonista de primera, por lo que ella nació con talento artístico corriendo por sus venas. Los sábados por la mañana, justo después de haber tomado el desayuno, la mujer con cuentas extravagantes colgando de su cuello nos deleitaba con un su propia versión de Unforgettable. La letra por sí sola era hermosa, pero la voz ronca de Ninna la convertían en el tipo de canciones que te ponen la piel de gallina. Era el tipo de canción que anticipan al amor. La mujer permanecía en el centro del comedor, su público formó un circulo a su alrededor, permitiendo que su interpretación llegara hasta el último rincón del salón.
Disfruté del improvisado concierto desde el otro lado de la barra de concreto que dividía el comedor de la cocina. La mujer, rescatada al sur de Geneva, se movía con maestría en su escenario de baldosas estrelladas. Aquella mujer con la vieja mascada verde cubriéndole el cabello fue hecha para los grandes teatros de Nueva York, su nombre debió brillar durante la época de oro del jazz. No obstante, parecía disfrutar tanto de ese momento íntimo con sus compañeros, que ciertamente no podría imaginarla de ninguna otra manera.
—Magie, cariño. —Helen se abrió paso a través de las personas reunidas frente a la barra—. Tienes una llamada de Chicago.
—¿Quién es? —averigüé, tratando de no perder los nervios.
—¿Quién más, cariño? —Helen sonrió y dio un par de palmadas sobre mi brazo—. Matty, tu amiga.
El matrimonio Dashner y Matty eran las únicas personas que conocían mi paradero. Sólo ellos tenían mis números telefónicos y conocían todo respecto a la vida que llevaba en Shelbyville durante aquellas cuatro semanas. A veces, cuando Helen me informaba de alguna llamada desde Chicago, me imaginaba encontrándome con una voz masculina desde el otro lado del teléfono. Por un estremecedor segundo, imaginé que alguien desde el otro lado de la línea me informaba de que estaba cansado de esperar y vendrá por mí.
—¡Matty! —chillé, al llevar el auricular sobre mi oído derecho.
—Hola, Charlotte.
—Me da tanto gusto hablar contigo, no sabes lo mucho que te echo de menos.
—También yo, cariño.
—¿Cómo va todo por allá?
Escuché a mi amiga suspirar.
—Intento acostumbrarme, la vida de secretaría no es para mí.
Sonreí. Tras ser despedida de los estudios, el señor Dashner le dio trabajo como secretaría en el bufete. Era la encargada de responder las llamadas y agendar las reuniones del recién nombrado presidente, Aaron Been.
—Es algo temporal —aseguré, consolándola. Para una mujer como ella no resultaba sencillo cambiar las minifaldas de cuero, por las sofisticadas faldas de lápiz—. Y, si no mal recuerdo, en unos días estarás en casa con tus padres.
—No iré con mis padres éste año, compraron boletos para un crucero por el Pacifico y volverán después de año nuevo.
—¿Por qué no vienes conmigo? La casa te encantará y el lugar es tan bonito.
—Me encantaría. Gracias Charlotte.
Matty hizo una pausa, la escuché suspirar antes de continuar.
—Necesito decirte algo muy grave, cariño. Necesito que lo tomes con calma.
Mi subconsciente recreó la historia de la nueva novia del jefe de mi mejor amiga. Probablemente se tratase de una abogada exitosa de pechos bien proporcionados y una cabellera rubia que le llegaba al trasero.
—¿Qué ocurre, Matty? —Mi voz fue un susurro entrecortado.
—Charlotte, finalmente pude descubrir a la persona que te delató. Investigué la dirección IP de la persona que le mandó la copia de tus correos a Oleg. —Matty titubeó un momento, supe que lo que me diría no sería agradable—. Lo siento tanto Charlotte, todo parece indicar que fue Renée. He intentado confrontarla, pero no responde a mis llamadas y... Estoy segura que debe sentirse avergonzada, seguro está arrepentida...
—Basta, Matty. —Mordí el interior de mis mejillas y tragué, conteniendo la bilis que subió por mi garganta—. Necesito un tiempo. Te llamaré cuando tenga todo listo para tu llegada.
Colgué antes de escuchar su respuesta. Me dejé caer sobre la vieja silla de cuero tras el escritorio de Helen y me impedí llorar. Traté de buscar una respuesta racional para lo que acababa de escuchar. Me negué a creer que Renée fuese capaz de algo tan bajo, seguro se trataba de una terrible equivocación. Matty estaba equivocada, la dirección era incorrecta. No obstante, en el fondo fui consciente de que ella era una Wolf y su padre, mi enemigo declarado. Por supuesto, no dejó de ser menos doloroso.
Aaron.
El Parque Lincoln se encontraba cubierto por un manto grueso de nieve blanca sobre la se reflejaron los rayos solares de uno de los pocos días soleados del invierno. Los metros de luces navideñas colgaban de los árboles desnudos y la nieve yacía reunida a los costados de las pasarelas. Aquel lado del parque era poco transitado, por lo que pude disfrutar de él tanto como deseé.
El invernadero protegía sus especies dentro de una enorme estructura de cristal de estilo victoriano. Sus techos arqueados cubrían poco más de una hectárea que lo componía. Generalmente me topaba con muchos turistas en su interior, pero esa tarde, el área que solía visitar estaba prácticamente vacía. A pesar de que el invernadero contaba con cuatro salas especiales en donde podían admirarse ciertos tipos de plantas, prefería quedarme cerca de las flores más comunes: rosas y margaritas. Me senté en un banquillo oculto por algunas hojas falsas, y dejé que el lugar me absorbiera. Me dejé arrastrar por la combinación de deliciosos aromas florales, permití que el significado que poseía el lugar me arrastrara hasta un par de ojos castaños y unos labios comprometidos.
Durante las últimas cuatro semanas desde que ella se marchó, visité constantemente aquel lugar. Sabía que solía ser uno de los sitios favoritos de su abuelo y que ella lo visitaba frecuentemente para sentirle cerca. Ahora hacía lo mismo. Me sentaba en ese mismo banco con la esperanza de que Charlotte apareciera en cualquier momento. La imaginaba recorrer los pasillos con su larga melena castaña enmarcando sus mejillas. Fantaseaba con ella acercándose a mí, vestida con sus habituales faldas color pastel, riendo mientras me contaba su sueño con Patrick Dempsey. La añoraba, necesitaba escucharla, saber que se encontraba bien y que mi egoísmo no terminó con ella.
No logré dejar de sentirme responsable por toda aquella destrucción, tal vez si yo no hubiera abierto la boca, ella seguiría instalada frente a mi casa. Continuaría encontrándome con ella en el elevador, podría verla jugar con Mila y escucharla cantar tras la puerta. ¿Pero cómo? Sí la idea de tenerla cerca y no poder tocarla resultaba incluso más dolorosa.
Jack era una de las únicas personas que sabía sobre su paradero, pero se negaba a decir media palabra. Pareciera que desde la desaparición de Charlotte, Dashner desarrolló algún tipo de antipatía en contra de Oleg y yo.
—¿¡Werther!?
Levanté la mirada a la mujer pequeña frente a mí. Sentí un cosquilleo atravesar mi espina cuando sus ojos verdes conectaron con los míos. Ella me sonrió cómo si nos conociéramos de toda la vida.
—Disculpa, ¿te conozco? —pregunté con desdén.
—Por supuesto —declaró, asintiendo con la cabeza. Un poco de cabello negro escapó de la diadema roja que lo mantenía alejado de su cara—. Soy Blanca nieves. ¿Recuerdas? Nos conocimos en la fiesta de los estudios Chicago.
Blanca nieves, por supuesto.
—Claro, eres tú.
Esperé que mi tono la ahuyentara, sin embargo, ella se acomodó en la banca junto a mí.
—Soy Fanfan Belmondo, mucho gusto.
—Aaron Been. ¿Qué clase de apellido es Belmondo?
Fanfan rió. Una risa natural que provocó un extraño sentimiento de envidia.
—Soy francesa —explicó, aunque eso ya lo sabía.
Asentí y guardé silencio, esperando que entendiera la indirecta y se largara de una buena vez.
—¿Qué haces aquí? —Inquirió, después de un momento—. No luces como un amante de la botánica.
Abrí la boca para responder. Mordí mi labio inferior, no tenía que rendirle cuentas a nadie.
—Tienes razón, me voy. —Me puse de pie—. Hasta luego, señorita Belmondo.
Caminé hasta las puertas de cristal del vivero, maldiciendo por la interrupción de la francesa entrometida. Deseando que Charlotte apareciera de una buena vez. ¿Hasta cuándo pensaba estar escondida? ¡Joder!
—Espera. —El acento de aquella mujercilla acabó por convertirse en el sonido más irritante que había oído en mi vida. Fanfan llegó hasta mí lo más rápido que sus delgadas piernas se lo permitieron—. Espera, Aaron. No tengo nada que hacer justo ahora. ¿Por qué no vamos a tomar algo?
—No lo creo, gracias.
—¡Oh, vamos! Prometo que no voy a morderte.
Aleteó sus largas pestañas. Los ojos que quedaron ocultos aquella noche, brillaron en un verde tan vibrante que sólo podían ser los de una persona llena de energía. Suspiré, rendido.
—Bien —accedí—. ¿Te apetece un café?
—Mi favorito.
Entramos a una cafetería dentro del parque, mi acompañante saludó a la mujer que nos atendió con familiaridad y ésta le ofreció una de las mejores mesas del local. Fanfan Belmondo era la veterinaria del zoo dentro del parque Lincoln. Dos años mayor que Charlotte, pero su figura en combinación con sus facciones le restaban muchos años a su apariencia. Charlamos durante unos minutos más hasta que encontré una buena excusa para retirarme. Al salir del establecimiento, caminamos juntos en dirección del estacionamiento. Cruzamos una zona en remodelación, la nieve en ese lugar se mezclaba con lodo, convirtiéndolo en un piso resbaladizo.
Fanfan tomó uno de mis brazos y lo utilizó como apoyo para no caer. Sin embargo, sus pies chocaron con una biga de madera y tropezó. Intentó sujetarse de mi abrigo, pero mis pies resbalaron también y ambos terminamos en el suelo, llenos de lodo y nieve.
—Mierda —ladré, poniéndome de pie de un salto.
Fanfan se incorporó sin ayuda y limpió un poco de lodo que cayó sobre su cabello.
—Tranquilo —dijo, esforzándose por no reír—. Sólo es un poco de lodo. Vamos a mi departamento, yo me encargaré de tu ropa.
Le lancé una mirada venenosa.
—Oh, claro que te encargarás de mi ropa. —Atrapé su muñeca izquierda y tiré de ella—. Pero estás loca sin piensas que iré a tu departamento.
Los asientos delanteros de mi auto quedaron embarrados con lodo seco al bajar de él, media hora más tarde. La conduje por el elevador y la empujé dentro. Una vez en mi piso, tiré nuevamente de su muñeca hasta entrar a mi casa. Sus estúpidos ojos verdes brillaron con diversión.
—Tienes una casa encantadora —ronroneó, plantándose en medio de la estancia.
No encendí la luz, pero eso no me impidió verla con claridad mientras se deshacía de su abrigo y lo dejaba caer a sus pies. Sentí su mirada sobre mí antes de pasarse la blusa sobre su cabeza. Se movió un poco a su derecha y con un cinismo alucinante, tiró de la cadena de una de las lámparas junto a los sillones. Me miró con arrogancia, su sujetador blanco era apenas una delgada capa de encaje que cubría poco de sus bien proporcionados pechos. Puso ambas manos sobre los botones de sus vaqueros y sonrió.
Joder.
Caminé con grandes zancadas hasta mi habitación, sintiéndome totalmente furiosos con la reacción de mi cuerpo y mi absurda decisión de llevarla allí. ¿En qué demonios estaba pensando? Busqué dentro de los cajones algo de ropa para Fanfan. Encontré el vestido rosa que Charlotte usó en la fiesta de Vincent, lo tomé y fui en busca de un par de pantuflas para mí. Las encontré junto a unas botas altas que cayeron al suelo por mi movimiento brusco, junto a ellas, cayó también una zapatilla rosa y una hoja de papel. Me incliné para recogerlas y regresé a mi habitación. Al desdoblar la hoja me di cuenta de la naturalidad de ésta, era una carta. Me apresuré a leerla y mientras lo hacía, mi alma entera se expandió.
Corrí nuevamente hasta la sala, Fanfan vestía un pequeño conjunto de lencería blanca, esperando sentada sobre un sillón. Le lancé el vestido.
—Tienes que irte —ordené sin miramientos.
—¿Por qué? —cuestionó, dejando el vestido a un lado.
Suspiré. Recogí sus pertenencias y me acerqué a ella, entregándole su ropa junto con el vestido rosa antes de tomar uno de sus codos.
—Porque no estoy interesado —declaré, arrastrándola hasta la puerta de salida.
—Eres un hijo de puta —gruñó, antes a asestarme una bofetada
Apreté los puños a mis costados y me obligué a mantener la calma. Ella tenía razón, me busqué ese golpe.
—Lo siento, Fanfan —dije, antes de cerrar la puerta en su cara.
Una vez solo, cogí el teléfono y marqué el número móvil de Leonardo. Traté de imaginar a Charlotte sola en mi habitación escribiendo esa carta, envolviéndose en mis sábanas, invadiendo hasta el último rincón de mi alma.
—¿Diga? —respondió una voz somnolienta unos segundos después.
—Leonardo, lamento llamar a ésta hora pero necesito tu ayuda.
—Mierda, Aaron. ¿Viste la hora qué es? —Mi hermano bostezó antes de continuar—. ¿Qué demonios quieres?
Inhalé. Era hora de cumplir mi promesa.
—Necesito que me ayudes a encontrar a Charlotte.
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