XII
Mis días en la casa de acogida no fueron del todo malos, no todas las religiosas tenían pinta de sargentos. Una de ellas, solía contarnos cuentos a hurtadillas. Cuando nadie la veía se escurría hasta nuestra habitación y nos leía historias de amor, conocí a Blanca Nieves, Cenicienta y La Bella y La Bestia gracias a ella. Solía decirnos que todas nosotras éramos princesas perdidas como Aurora, que algún día nuestras familias nos encontrarían y los días de desdichas terminarían para darle paso a tiempos de magnifica felicidad, al final nuestro soñado final feliz llegaría irremediablemente. Le creí. Crecí imaginando a un valiente caballero que me rescataría de los muros de un castillo imaginario en el que me mantenía cautiva, llegué a asumir mi rol como esclava de mi familia adoptiva con la firme convicción de que de esa manera vivían la mayoría de las princesas en los cuentos de hadas. Algo cómo: deja que te pisoteen, tarde o temprano un hombre con cara bonita llegará a recoger tus restos. Vaya pensamiento de mierda.
La adolescencia trajo consigo a Romeo y Julieta, Marianela, El Titanic; entonces aprendes que existe una gran probabilidad de que encuentres al amor de tu vida, tocar tu final feliz con la punta de los dedos para que después, por simple capricho del destino, dicha fortuna te sea negada. Te quedas hecha una mierda, pero por lo menos puedes presumir de haberte enamorado y haber sido correspondida. Los romances actuales te venden a hombres dominantes y patanes que son todos unos hijos de puta que te demuestran su amor a base de azotes. Por supuesto, con el estremecedor pretexto de haber sufrido una infancia traumática.
Llega el momento en el que te vuelves escéptica a todo romance. Creces o estás demasiado desesperada y te das cuenta de que la mayor parte de esas historias son patéticas. Deberían demandar a todos aquellos escritores que siembran en las mentes de las inocentes niñas expectativas de amores inalcanzables y por demás absurdas. Nadie con dos dedos de frente aceptaría casarse con un hombre a quien acaba de conocer. El primer estatuto en el reglamento básico de una mujer, debería suscribir que resulta penoso quitarse la vida por el infortunio de enamorarse del hijo del enemigo número uno de tu familia; sobre todo si llevas menos de una semana de conocerle. Finalmente, sí de relaciones rudas hablamos, mi infancia es una buena razón para azotar a Been la próxima vez que lo vea.
—¿Señorita Brown? —Salté en mi silla al escuchar aquella voz demasiado grave pronunciar mi nombre—. ¿Se encuentra bien?
Me puse de pie tras el escritorio de cristal. Estaba tan ensimismada en mis ridículos pensamientos que no lo vi llegar, Aaron me veía directo a los ojos. De todos los lugares en los que esperaba encontrarme con él, mi trabajo era el lugar menos indicado.
—Se-señor Been —balbuceé, volteando por todas direcciones—. ¿Q-qué hace usted aquí?
—Sabía que usted trabajaba en un estudio, pero jamás pensé que fuera en éste —respondió, evadiendo mi pregunta.
—Sí, bueno. —Metí un mechón de cabello tras mi oreja—. Trabajo aquí desde hace un par de años, después de graduarme.
Aaron estudió mi rostro. Algo que no soy capaz de describir cayó sobre nosotros, se trataba de algún tipo de incomodidad que no se sentía para nada mal. Era más bien el tipo de sentimiento que te aprieta el estómago en tu primera cita romántica. Absurdo.
—Claro, entiendo —dijo, sin despegar los ojos de los míos.
No había visto a Aaron desde el cumpleaños de Mila, lo evité tanto como me fue posible. Su cercanía continuaba causando estragos en mi salud emocional. Había pasado algo demasiado extraño aquella noche, jamás creí estar tan cerca de él y mientras lo estuve mi vida entera se sacudió. Sin mencionar aquel extraño silencio que nos envolvió después de que la canción finalizara, simplemente no me atrevía a estar cerca de él por temor a que todas aquellas emociones hicieran estallar mi corazón. Abrí la boca para ofrecerle algo de beber, pero la silueta de mi jefe caminando en nuestra dirección me hizo cerrarla inmediatamente.
—El señor Vincent no se encuentra en éste momento —anuncié, adoptando un tono de completo profesionalismo. Aaron frunció el ceño, incluso de esa manera lucía tremendamente sexy—. Pero si gusta puede esperarlo o...
—Vaya sorpresa —Xavier me interrumpió, deteniéndose a espaldas de mi vecino—. El señor...
Xavier lanzó una mirada de desprecio a Aaron.
—Been —Concluyó el otro—. Aaron Been, representante de...
—Oh, señor Been, le aseguro que no es necesario informarme a quién representa —Interrumpió nuevamente con claro desdén. Caminó hasta la puerta de su oficina, puso una mano en la perilla y se dirigió a mí: —. Señorita Brown, el señor ya se va. Acompáñelo hasta la salida.
—Sí, señor, por supuesto —tartamudeé.
Aaron sacudió la cabeza y le ofreció a mi jefe una sonrisa socarrona.
—Por favor, Vincent. No creo que desee que sea su secretaria con quién discuta todo lo referente a... Nuestros asuntos —La sonrisa de mi vecino desapareció, su expresión se tornó amenazante—. Porque puedo asegurarte que no me iré de aquí hasta que hable con alguien.
Xavier se detuvo en seco, su estúpida seguridad desapareció y quedó reducido a un payaso imbécil a los pies de Aaron. Es ese mismo instante sentí unas ganas tremendas de darle algún premio a mi hermoso vecino.
—Hablemos dentro, Been —masculló Xavier.
—¿Desea algo de beber, señor Been? —pregunté, con total amabilidad.
Mordí el interior de mi mejilla para contener la sonrisa de satisfacción que se abría paso por mi rostro.
—No es necesario, brownie —ladró mi jefe—. El señor no tardará demasiado.
Xavier entró primero, haciendo todo lo posible por no dejar caer más su orgullo. Aaron le siguió, se detuvo un momento ante el umbral y volteó a verme. Me permití sonreírle y Aaron me giñó un ojo en complicidad. Santo Dios.
Estaba dispuesta a venderle mi alma al diablo a cambio de averiguar lo que discutían dentro. Ciertamente Xavier no tenía fama de ser un hombre intachable, pero en todos los años que llevaba como su asistente, jamás había recibido la visita de un abogado. Mi curiosidad aumentó cuando vi que se trataba precisamente de un abogado del bufete de mi abuelo. Simplemente tenía que saber lo que esos hombres estaban tratando.
El reloj en la pantalla de mi computadora marcó la hora de salida, generalmente era un momento que esperaba durante la mayor parte de mi día laboral. Pero, joder, no podía irme tranquilamente a sabiendas de que Aaron continuaba hablando con Xavier. ¿Qué debía hacer? ¿Sería prudente abordarlo afuera y preguntarle? Posiblemente no aceptaría darme detalles sobre sus casos, pero como dueña del lugar en donde trabajaba, tenía derecho a saberlo todo. ¿Cierto?
Finalmente, tomé mi bolso y caminé en dirección a la salida sin atreverme si quiera a voltear la cabeza hacia la oficina a mis espaldas. Mis pasos eran lo más cortos posible, caminé frente a la entrada del estacionamiento en lugar de dirigirme a la estación del metro. Aaron debía salir por esa puerta y estaba decidida a obtener respuestas. Recorrí tres cuadras antes de recordar la existencia de otro estacionamiento en el lado oeste de los estudios y que probablemente caminé inútilmente durante los últimos quince minutos. Gruñí y giré sobre mis talones para regresar por dónde vine. El cielo comenzaba a oscurecerse y no deseaba andar sola por esa parte de la cuidad. Me detuve en una esquina, esperando que el semáforo cambiara de color, un Mazda 6 negro se detuvo frente a mí. La ventanilla del copiloto bajó y pude ver a Aaron dentro del auto, con los lentes cuadrados descansando sobre su nariz y dirigiéndome una sonrisa extraña.
—¿Puedo llevarla a su casa? —preguntó, en un tono casi travieso.
¡Él podía llevarme a dónde quisiera!
—Gracias —respondí, obligándome a retener toda la baba contenida en mi boca—, pero no quisiera ser una molestia para usted.
Aaron se desabrochó el cinturón de seguridad y bajó del auto. Caminó hasta quedar frente a mí, entonces volvió a sonreír.
—Vivimos en el mismo edificio —Sonrió, abriendo la puerta del copiloto—. Por favor, no haga que le ruegue y suba al auto.
Resoplé, en un desesperado intento de expulsar mis nervios. Subí al auto, me limpié el sudor de las palmas de mis manos sobre mis vaqueros mientras veía a Aaron hacer su camino hasta su lugar. Él me observó detenidamente, no se trataba de una simple mirada; él realmente me observó, quiero decir... Dios.
Podía sentir mi corazón subiendo hasta mis oídos, mi sangre caliente elevándose hasta mi cerebro provocando que éste se nublara. Mi piel se erizó y la sensación me asustó. Todo resultaba más perceptible cuándo él se encontraba cerca, era como ver al mundo bajo una lupa. Entonces, justo cuando creía que ya nada conseguiría afectarme más, Aaron Been se inclinó sobre mí. Aspiré su aroma a jengibre y mi corazón volcó, nunca nada me había desestabilizado de tal manera. Apreté mis parpados, su perfume lo llenó todo al instante, estaba tan cerca, su presencia me golpeó fuerte hasta derribarme.
Uno de sus brazos rozó mi pecho y pasó de largo hasta mi hombro.
Oh por todos los...
—El cinturón de seguridad —dijo, después de lo que sentí como toda una vida.
Abrí los ojos para ser testigo de cómo Aaron Been acomodaba el cinturón de seguridad alrededor de mi cintura. Mi estómago se encogió.
—Gracias —susurré.
Nos pusimos en marcha. El silencio cayó sobre nosotros, lo cual agradecí infinitamente. Todavía me sentía incapaz de formular alguna oración coherente después de tenerlo tan cerca.
Pensé en Mujer Bonita, Shakespeare in love, El lago azul y me convencí que después de todo, con un poco de fortuna, compromiso y amor verdadero, los finales felices existían —no literalmente, claro—. Quiero decir, imagina que todas las historias de amor tuvieran un desenlace al puro estilo Austen: el hombre rico y orgulloso cayendo a los pies de una mujer pobre y prejuiciosa, un amor que es capaz de continuar con vida a pesar de ser separados por años. Verdaderos milagros de amor. Joder. De ser Dios, despediría a Cupido y le daría su puesto a Jane Austen. Porque, vamos, ¿a quién no le gusta imaginar que realmente hay una larga vida de felicidad después del enigmático Fin?
—Así que... —La voz de Aaron me arrastró de regreso a la realidad—. ¿Por qué su jefe la llama brownie?
Mierda.
—Es... —Un bloque obstruyó mi garganta, carraspeé de manera nada femenina—. Es por mi apellido. Brown, brownie.
Aaron frunció el ceño sin despegar la mirada de la carretera.
—¿No le molesta que la llamen de esa manera? —inquirió. Me encogí de hombros, no pretendía hablar de ese tema con él—. Señorita Brown, no quiero parecer entrometido, pero me parece que en su trabajo no tienen ni la más mínima idea de quién es usted.
—¿Quién soy, señor Been? —pregunté, más alto de lo que deseaba.
—Una mujer sin duda interesante —murmuró.
Levanté la mirada hacia él. Su cabello estaba alborotado, probablemente por pasarse las manos por él en continuas ocasiones, deseaba como el infierno poder estirar la mano hasta él y jugar con las ondas de su nuca. Acariciar el contorno del puente de su nariz. Sin embargo, tenía que contenerme, apreté los puños sobre el cinturón de seguridad y mordí el interior de mis mejillas.
—¿Qué asunto tiene usted con Xavier? —averigüe, unos minutos después.
—Lo siento, señorita —respondió, negando con la cabeza—. No puedo revelar asuntos oficiales del bufete.
Suspiré.
—Soy la dueña del bufete, ¿no cree que eso es motivo suficiente para contarme?
Él soltó una risilla burlona.
—Lo siento, pero me temo que no es suficiente.
Resoplé.
—¿Decepcionada? —Se mofó.
—Creí que sus ideas sobre mí habían cambiado, pero al parecer aun no logro ganarme su confianza.
Aaron volteó a verme por un segundo. Sonrió.
—No es eso —dijo—. Pero, por si no lo sabía, soy bastante escrupuloso en lo que se refiere a mi ética profesional. ¿Qué pensaría usted si ando por ahí contando asuntos oficiales del bufete a cualquier curioso?
—Vale, pero yo no soy cualquier curioso. Resulta que soy la dueña del bufete.
Rió.
—¿Sabe guardas secretos, señorita Brown?
—Soy experta en ello.
—También yo, así que lo siento.
—Entonces hagamos un trato —propuse, poniendo en marcha una nueva estrategia. Aaron levantó una ceja con curiosidad—. Hágame una pregunta, lo que sea. Le juro que responderé con total sinceridad. A cambio usted tendrá que decirme todo lo referente a Xavier.
Aaron negó una vez más con un movimiento de cabeza y sonrió divertido.
—Hace usted tratos bastante interesantes —respondió. Se burlaba, por supuesto, ¿qué podría interesarle a él de mí?—. ¿Se ha enamorado de Ivanov?
La pregunta me tomó por sorpresa. Mis neuronas se desconectaron de mi cerebro, mi capacidad del habla desapareció y mi corazón se arrugó. Aaron sonrió juguetón a causa de que el tiro me haya salido por la culata.
—¿Le comieron la lengua los ratones? —bromeó.
—Se burla usted de mí, ¿no es así?
Aaron detuvo el auto en una acera. Suspiró, se desabrochó el cinturón de seguridad y se volteó en mi dirección. Me vio, pude sentir su mirada en cada centímetro de mi rostro. Dios, pude sentirlo mirando hasta mi cabello.
Me pregunté si era la sensación de ser observada por un encantador enamorado. Cómo si pudiera verte hasta los secretos.
—Señorita Brown. —Comenzó a hablar en voz baja, casi en susurros—. Sé que no me incumbe nada sobre su vida... —Giré la cabeza para poder verle de frente—. Pero quiero pedirle que se cuide de ese hombre.
Cuando terminó de hablar, Aaron estaba prácticamente inclinado sobre mí. Su aliento chocó en mi cara. Me hizo estremecer.
—Señor Been —murmuré—. ¿Por qué susurra?
Él me miró, confundido. Di gracias a la oscuridad por ocultar mi rostro sonrojado. Aaron pareció darse cuenta de lo cerca que se encontraba de mí se incorporó de golpe.
—Conozco a Xavier desde hace años. —Continué, en tono normal—. ¿Sabe? Realmente no es necesario que me diga lo que pasa con él, puedo imaginarlo.
—Dos demandas por acoso y una más por comprar a un juez. Señorita, créame que no tiene idea de la clase de basura que es Vincent.
Bufé, negando con la cabeza. Cómo si no fuese yo la encargada de todos sus asuntos. Todos. La insistencia de Aaron por cuidarme de mi jefe me irritó más que halagarme por su preocupación. ¿Acaso me creía demasiado idiota o indefensa? No dije más y Aaron tampoco lo hizo. Volvió a acomodarse el cinturón de seguridad y el auto se puso en marcha. El resto del trayecto permanecimos en completo silencio hasta que llegamos a nuestro edificio. Aaron bajó del Mazda para abrirme la puerta del copiloto. Me tendió una mano que tomé para ayudarme a bajar. Su toque, su piel sobre la mía resultaba delirante.
—La dejo aquí —dijo, cerrando la puerta a sus espaldas.
—¿Usted no va a entrar? —pregunté.
—Debo ir al bufete.
—Dijo que venía en ésta dirección —reproché.
—Más o menos en esta dirección. —Se encogió de hombros.
—Pero el bufete queda del otro lado de la ciudad —mascullé, con los dientes apretados.
Sería posible, ¿Aaron mintió para poder traerme a casa? Mi corazón se desbocó ante la posibilidad que se presenta, milagrosa, cómo antecesora de algo maravilloso. Claro que también podría tratarse de una estrategia para conseguir información sobre Xavier, pero eso no era posible, él no hizo preguntas. Salvo esa...
—Lo siento, no podía dejar que viniera sola hasta aquí. —Su disculpa pareció sincera. Por favor Been deja de ser tan malditamente hermoso—. Debo arreglar algunos asuntos antes de mi viaje.
—¿Saldrá de la ciudad?
—Así es, estaré un par de días en Barcelona.
—Barcelona... ¡España! —chillé, cuando entendí lo que eso podría significar.
—Así es. —Sonrió, con el entrecejo fruncido—. Señorita Brown, ¿acaso trata de seducirme presumiendo sus amplios conocimientos en geografía?
Sacudí la cabeza.
En cuanto el auto de Aaron Been se alejó lo suficiente, corrí hasta el edificio. De verdad, literalmente corrí como alma que lleva el diablo. Subí al ascensor y nunca antes me pareció tan lento. Cuando finalmente las puertas se abrieron en mi piso hice el camino hasta mi departamento en menos de dos segundos. Crucé el umbral y lancé mi bolso sobre el comedor, en dónde se encontraba mi computadora portátil. Le di el tiempo suficiente para encender e inmediatamente consulté mi cuenta de correo —la cuenta de correo de Lottie—.
¡Oh Dios, no!
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