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V


El siguiente lunes por la mañana mi nivel de vergüenza había disminuido casi a nivel normal, parecía que todos esos abogados pomposos del bufete dejaron atrás lo terriblemente torpe que resultó ser la mujer que debía —¡ja, ja, ja!— encabezarlos a todos hasta el éxito. Traté de no pensar tanto en el correo de Aaron, sus palabras terriblemente hirientes quedaron casi —casi— olvidadas. Después de todo, a quién él detestó tanto fue a Miranda Brown y yo era Lottie, su diosa del sexo personal.
En el estudio también se olvidaron del incidente con Xavier y él se recluyó en su oficina con la pornografía respectiva de la semana, Matty hizo un propósito retrasado de año nuevo: jamás, bajo ninguna circunstancia, volver a cruzar palabra con Jason el Bastardo. Todo parecía marchar bien hasta ese momento.

Abrí mi cuenta de correo electrónico, el correo que usaba para comunicarme con cualquier persona que no fuese Aaron. La bandeja de entrada estaba llena de basura de trabajo. Después de eliminar quince correos sin leer, me topé con uno de alguien que no debería estar enviándome correos —o cualquier otra cosa que me pusiera en contacto con él—.

De: Terry ([email protected])
Para: Miranda ([email protected])
Asunto: Saludos
Señorita Brown, es un placer para mí volver a saludarla. Quisiera expresarle la gran satisfacción que me ha causado el conocerla, alguien cómo usted es para cualquier hombre una compañía deliciosa.
Me atrevo también a invitarla a cenar el próximo viernes.
Me despido esperando fervientemente su respuesta.
Suyo, Terry Wolf.


¡Esperen, esperen, esperen!

¿Qué demonios fue eso? ¿Cómo demonios consiguió mi cuenta? ¿Por qué querría cenar conmigo? ¿De verdad me llamó compañía deliciosa? ¿Nadie le había dicho que escribir cosas cómo «Suyo» se dejó de usar hace años?

Me golpeé la frente con uno de los cientos de folders que cubrían mi escritorio. Tal vez una invitación de un hombre como Terry debería ponerme feliz, tal vez hasta debería sentirme ligeramente halagada y me diera cierta importancia; pero el resultado fue completamente diferente. La primera imagen que llegó a mi cabeza cuando pensé en él, fue a una mujer rubia presumiendo —de manera explícita—, la flexibilidad que poseía su cuerpo para las posiciones del kamasutra.

Mi estómago se revolvió. ¿Y si Terry Wolf estaba cortado con la misma tijera que su hija?
Una nueva imagen se arrastró desde mi subconsciente. Me encontraba desnuda boca abajo, apoyada en la orilla de una cama, con Terry Wolf detrás de mí preparado para...
Tomé el teléfono sobre mi escritorio y marqué el número de Matty.

—Char...

—Terry Wolf me invitó a cenar —dije sin dejarla terminar de hablar.

—¿El papá de Renée? —preguntó bajando la voz.

—¿Conoces a otro Terry Wolf?

—Oh, vaya —Se hizo una pausa en la línea, cuando Matty volvió a hablar, lo hizo en tono normal—. ¿Qué le dijiste?

—Aun no respondo. —Giré la cabeza a ambos lados para asegurarme que nadie estuviera oyendo—. Sinceramente, Matty, no sé por qué alguien como Terry Wolf estaría interesado en cenar conmigo.

—Porque eres encantadora. —Reprendió—. Y tal vez porque eres la dueña del bufete en donde trabaja y nunca está demás tener al jefe de nuestro lado.

Resoplé.

—Por favor, Matty. Terry Wolf es la clase de hombre que no necesita lamerle los pies a nadie, ya se siente tocado por los dioses sin que nadie le reciba con aplausos.

Ella gruñó del otro lado de la línea.

—Rechaza su propuesta —dijo, bajando nuevamente la voz—. No parece una buena señal.

—¿No crees que sería mal educado de mi parte? —suspiré, sin despegar la mirada de la pantalla.

—Entonces dile que sí.

—No entiendo —insistí—. ¿Por qué querría salir conmigo?

—Porque eres una mujer hermosa, Charlotte —declaró, cómo si fuera un hecho que sólo yo me negaba a creer. Bufé—. Dijiste que te coqueteó.

—Dije que me pareció percibir el coqueteo.

—Creo que ese hombre es...

Un golpe fuerte sobre mi escritorio me sobresaltó. Me encontré con un puño cerrado amenazando con partir en dos la madera, recorrí el brazo peludo de mi jefe hasta que me topé con sus ojos entrecerrados mirándome con furia. Colgué el teléfono lentamente, temiendo que al ponerlo en la base, éste estallara en mil pesados.

—¿Ha terminado con su llamada, señorita Brown? —Preguntó, con una amabilidad por demás falsa—. ¿O prefiere que le traiga un café y unas cuantas galletas?

Bajé la mirada a todos los papeles esparcidos por el escritorio.

—Lo siento, señor —murmuré.

—Éste día es una puta mierda, señorita Brown. ¿Sabe qué es lo que me pondría realmente feliz? —Negué con la cabeza—. Firmar su renuncia.

Levanté la mirada de golpe hasta toparme con un rostro que me hizo sentir escalofríos. Xavier era la persona más despreciable que había conocido, disfrutaba al ver el terror que sentía por él. Disfrutaba saber que en el mundo existía al menos una desgraciada persona que sufría pesadillas por culpa suya. Comencé a tartamudear palabras ilegibles, la mayor parte de ellas eran cosas como: "lo siento", "se lo ruego", "usted no puede hacerme esto", etcétera. En incontables ocasiones había pensado que entre Xavier y yo existía algún tipo de relación masoquista jefe/asistente, al más puro estilo de "Secretary" —claro que sin el sexo. Eso resultaría realmente enfermo—. Quiero decir que corregía sumisamente todo lo que él encontraba mal, incluso aunque no la existiera tal error, Xavier siempre sería el de la razón e ideas acertadas. Sin contar con su mente enferma y pervertida. No me sorprendería que algún día me forzara a treparme a su escritorio, ponerme una silla de montar sobre la espalda y una zanahoria en la boca para satisfacer sus asquerosas fantasías.

—¡Cierra la boca, brownie! —ladró, cuando se cansó se oír mis ruegos—. La necesito ésta tarde en el set.

—¿De verdad? —pregunté, mi emoción disparándose a las nubes.

Generalmente siempre se me dejaba fuera de las grabaciones en las locaciones al aire libre —locaciones que yo conseguía y organizaba—, porque mi sabio jefe creía que sólo iría a estorbar.

—Necesito que alguien cuide de Bertha y Danna —explicó. Claro que él no me llevaría porque me creyera importante—. El hombre que cuida de ellas ha enfermando y no puedo dejarlas aquí solas. Partimos en treinta minutos.

¿No es el colmo? Él realmente pensaba que su asistente era alguien innecesaria, pero no concebía la vida ni un segundo lejos de sus perras —a quienes nombró en honor a su ex esposa y a la mamá de ésta. ¡Tan encantador!—. Además del hecho irónico de que Xavier se definiera a sí mismo como un amante de la belleza y poseyera a las mascotas más horribles que había conocido. Bertha era una basset hound con unas orejas enormes y una expresión de desasosiego que me hacía sentirme deprimida con solo verle los ojos; en cuanto a Danna, siendo una löwchen parecería un encanto canino peludo y esponjoso si no tenías la desafortunada suerte de verle el trasero completamente pelado desde la cintura.

Sin embargo, el ser niñera de un par de perras maleducadas, no parecía motivo suficiente para acabar con mi entusiasmo, por primera vez desde que trabajaba en esos estudios, presenciaría una grabación en el exterior.
¡Eso es, Charlotte!


Un par de perras maleducadas, un día nublado y tres grados centígrados si fueron motivos suficientes para terminar con mi entusiasmo —y con mi piel, convirtiéndola en cartón—. Maldije la decisión que tomé esa mañana al tomar de mi closet una falda negra hasta las rodillas, una blusa rosa de seda que no hacía nada para proteger mi cuerpo de aquel maldito clima. Mis brazos y piernas comenzaron a arder y mis pies se encontraban sucios por el lodo que se colaba por la abertura frontal de mis zapatos rosas. Sospechaba que pronto mis dedos gordos de los pies adquirirían un tono violáceo.

El South Shore Golf Course a orillas del Lago Michigan, prometía un día completo de relajación y serenidad en sus enormes terrenos verdes con césped de primera y un lago lleno de aves, sin embargo el césped se convirtió en una alfombra que se pronto se transformó en un pantano lleno de trampas al más mínimo paso. Cómo escena romántica era terrible, sólo a una verdadera pareja kamikaze se le ocurriría tener una escapada romántica en un lugar cómo ese y en esa temporada del año.

—¡Charlotte! —Los gritos de Xavier llegaron desde la zona de grabación.

Me puse de pie de la silla plegable en dónde acababa de sentarme hacía menos de dos minutos. La carpa apenas lograba detener un poco el viento que no se apiadaba por nadie. Corrí hasta el lugar en dónde mi jefe se encontraba, bien abrigado y con un vaso de café que fue preparado por mí, por supuesto.

—Estoy aquí, señor —dije, casi sin aliento.

Él me recorrió con la mirada de pies a cabeza, deteniéndose cínicamente en la piel de mis pechos.

—¿Puede decirme qué es lo que hace? —Gruñó, su aliento golpeó mi cara y me estremecí. Era aterrador—. Bertha y Danna necesitan estirar las patas.

—¿Ahora?

—Oh, por supuesto que no. —Su voz se tornó espantosamente dulce—. ¿Prefiere que le traiga una manta y una taza de café? Puede dejar el trabajo para mañana. —Apretó los dientes—. Mueva sus jodidas piernas y haga lo que le ordeno ahora.

—S-sí, señor.

Caminé de regreso a la carpa con el cuerpo entero convertido en un cubo de hielo andante. Bertha y Danna descansaban bajo la mesa cubiertas con gruesos trajes de perro. Tomé sus correas y las obligué a andar fuera. No podía creer mi suerte, Charlotte Brown se convirtió en la niñera de un par de perras que no se cansaban de gruñirle y morderle los tobillos. Si mi pobre abuelo, o las madres que me criaron en el orfanato pudieran ver en lo que me había convertido, seguro se deslindarían de mí al instante y no los culparía, a veces también me daban ganas de salir corriendo de mí misma.
Llevé a los perros por el lado opuesto al set de grabación, las banderolas que marcaban cada hoyo se agitaban víctimas del clima, no vi a ningún jugador o alguna otra persona caminando por el lugar, el lago también lucía vacío. El aire frío golpeó mi rostro y la sensación fue la de cientos de cuchillas atravesando mi piel. Las perras de Xavier comenzaron a sentir frío y su paso adquirió velocidad, prácticamente eran ellas quienes se encontraban al mando y me arrastraron por todo el lugar en busca de algún refugio.

Caminamos por un sendero de piedra que se desviaba del camino dispuesto a los carros de golf, nos dirigimos a una banca situada bajo un techo de madera y prometía cubrirnos de la pequeña llovizna que acababa de soltarse sobre nosotros.

—¿Señorita Brown? —Escuché a alguien gritar mi nombre a mi espalda.

Detuve mi carrera a la banca y giré sobre mis talones para encontrarme con un par de hombres corriendo hacia mí. Oleg Ivanov y Aaron Been.

—Miranda. —Saludó Oleg, tomando una de mis manos y llevándola a sus labios.

Sus hermosos ojos azules me hicieron sentirme envuelta por un hermoso invierno que presumía su olor a mentol. Mi pecho sufría de convulsiones cada vez que Oleg pronunciaba mi nombre con su sensual acento ruso. La manera gutural en la que envolvía cada letra en su garganta, provocaba que me tambaleara al oírle decir: Mirranda.

—Señorita Brown —dijo Aaron, en tono serio.

Por otro lado, los ojos castaños de Aaron eran cubiertos por unas gafas de aviador que me impidieron perderme en su tono otoñal. Claro que eso sólo causó que me percatara de esa manera tan provocativa en la que caía un mechón de cabello quebrado sobre su frente.

Mi boca se secó.

—Oleg, señor Been —respondí, entre sonriente y atragantada—. ¿Qué hacen aquí?

—El gerente del lugar es nuestro cliente —explicó Oleg amablemente—. ¿Qué hace usted aquí? Debe estar muriendo de frío.

—Estamos filmando en el campo —balbuceé.

La lluvia se intensificó mientras hablábamos, me sacudí violentamente por los escalofríos que corrían por todo mi cuerpo. Estaba a punto de abrir la boca para disculparme y poder irme, cuando perdí el equilibrio gracias a las correas envueltas en mis tobillos, y caí sobre mi trasero. Solté un grito cuando impacté en el césped, al segundo siguiente los brazos de Oleg me sostuvieron y me ayudaron a ponerme de pie.

—Dios mío —gruñó Oleg, alarmado—. ¿Se encuentra bien, Miranda?

Asentí con la cabeza, la vergüenza me impedía abrir la boca.

—Tome esto. —Aaron cubrió mis hombros con el jersey gris que tenía puesto hace diez segundos y se alejó inmediatamente—. Va a enfermarse si continúa así.

—Gra-gracias —murmuré.

Ambos hombres se despidieron dos minutos más tarde, después de asegurarse de que mi trasero estuviera a salvo sobre la banca y ataran a los jodidos perros en las patas de ésta. Deslicé mis brazos por las mangas del jersey de Aaron y dejé que su olor impregnara mi piel y se colara hasta mis huesos. Metí mis manos en los bolsillos, disfrutando de la sensación. Sentí un pequeño bulto en el fondo de uno de ellos. Saqué la pequeña tela de algodón y descubrí que se trataba de un pañuelo blanco con dos letras bordadas en dorado «AB».

De: Lottie ([email protected])
Para: Aaron ([email protected])
Asunto: Racismo de letras.
Podrían mandar al demonio el resto del abecedario, compondría canciones, escribiría poemas e inventaría nuevas oraciones sin necesitar más que las iniciales de su nombre.

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