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IX


Cuando las puertas del ascensor se abrieron frente a mí, no hice más que moverme por inercia. Mi cabeza se sentía demasiado perturbada como para prestar atención en los movimientos de mi cuerpo. La bilis continuaba reunida en la boca de mi estómago. Nunca nadie me había hecho sentir de la manera en la que ese bastardo lo hizo aquella noche.
Entré a mi casa y arrastré los pies hasta la sala, me dejé caer en uno de los sillones de cuero y me hice un ovillo. Un intenso dolor golpeaba mi cabeza a causa de la rabia que no pude sacar. Las intenciones de Wolf quedaron claras, no pretendía simplemente hacerme su amante, el puesto de Dashner era su verdadero objetivo cuando decidió seducir a la imbécil heredera del señor Brown. Pensar lo desesperada que debía parecer por conseguir pareja, causó que quisiera colgarme del techo de mi habitación.
Lo más probable era que no sólo Wolf dedujera que traicionaría al único hombre que se preocupaba por mí a cambio de un polvo, medio bufete debió llegar a la misma conclusión, después de todo, para ellos Miranda Brown no era más que una gorda torpe y desaliñada que se limitaba a ocupar su masa cerebral para pensar estrategias para no morir soltera. Apreté un cojín sobre mi rostro, en ese momento no me disgustaba volver a mi vida de antes, ser Charlotte a secas y preocuparme simplemente porque la comida no estuviera demasiado picante para mi amado padre adoptivo.

El timbre de la puerta sonó un par de veces, empeñado en no permitir que olvidara mi vida ni un maldito segundo. Apreté más fuerte el cojín, deseando que éste me absorbiera y pudiera convertirme en un lindo estampado. Escuché nuevamente el timbre. ¿Es que acaso nadie notaba que lo único que deseaba era estar sola y maldecir mi suerte? Me levanté del sillón a regañadientes y arrastré los pies hasta la puerta. No tenía ánimos de contarle los detalles de mi comida con Wolf a Matty; esperaba que mi rostro fuese motivo suficiente para evadir toda pregunta suya. Giré la perilla al mismo tiempo que comencé con mi advertencia:

—No quiero hablar ni media palabra sobre Wo... —Cerré la boca de golpe al notar que no se trataba de mi mejor amiga. Sonreí, mi malhumor comenzó a mejorar casi de inmediato—. Hola.

—¡Miranda! —los pequeños brazos de Mila se enroscaron en mis piernas y se apretó fuerte contra ellas.

—Buenas noches, Miranda —saludó Oleg, de pie tras su hija.

Me limité a sonreír. Mila se separó y me estudió de pies a cabeza cómo ya era costumbre en ella. También podía sentir otro par de ojos sobre mí, sin embargo, preferí no pensar demasiado en ellos en ese momento; la idea de que Oleg fuese de la misma calaña que Wolf lograba revolverme el estómago.

—Mañana es mi cumpleaños —anunció Mila, jugando con el dobladillo de su suéter de estambre—. Y papi me ha prometido llevarme al circo ésta noche.

—Felicidades, Mila —Doblé mis rodillas hasta quedar a la altura de la pequeña y la atraje a mis brazos para atraparla en un abrazo—. Diviértete mucho en el circo, ¿está bien?

—Mila espera que pueda acompañarnos —intervino Oleg.

—¿De verdad? —pregunté.

—Le he dicho a papá que desde hoy no quiero ir a ninguna parte sin mi apyrr.

Vi a la familia Ivanov con absoluta confusión. Mi escaso conocimiento sobre el idioma ruso —y los niños— me hacían una víctima perfecta de bromas hirientes. Quiero decir, no es que creyera que Mila fuese capaz de algo tan macabro, pero no podía asegurar que lo que acaba de decir no tuviera algún significado como "esclava" o "mascota".

—Claro —murmuré, obligándome a sonar entusiasmada—. Me encantaría ir con ustedes. Sólo... Voy a cambiarme y regreso.

—No es necesario —respondió Oleg—. Luce perfecta tal y cómo esta.


Salimos juntos del edificio. Mila se adelantó al auto de su padre y trepó a la parte trasera en cuanto él quitó el seguro de las puertas, por lo que me tuve que caminar sola con Oleg por lo menos tres metros antes de llegar al auto. Pensé en la posibilidad de contarle sobre lo ocurrido con Wolf, pero lo cierto es que no estaba segura de que Oleg decidiera ponerse de mi lado en ese asunto. Por lo que sabía, Terry era un hombre influyente en el bufete, lo contrario a mi acompañante quién acababa de llegar. Sí abría la boca y lo metía en problemas, jamás me lo perdonaría.

Alcanzamos la puerta del copiloto y Oleg la abrió caballerosamente para mí, tomó una de mis manos y me ayudó a subir a su lindo Aygo azul marino. Durante el trayecto al circo, la batuta de la charla fue tomada por la pequeña Mila. Lanzó preguntas y afirmaciones sin titubear, su seguridad y determinación me sorprendió, mientras que Oleg respondía a su conversación como si se encontrara hablando con uno de sus colegas del bufete. Pude ver las sonrisas de orgullo en el rostro de su padre, la clase de sonrisas que vi en mi abuelo el día de mi graduación en la universidad. Sentí un nudo instalarse en mi garganta.

—¿Te gusta el circo, Miranda? —preguntó Mila, desde su lugar en la parte trasera del auto.

Titubeé, no me agradaba la idea de comenzar a hablar de mi traumática infancia encerrada en un ático todas las tardes después de terminar mis labores como sirvienta. Oleg me regaló una sonrisa y negó con la cabeza, en señal de que no era necesario que respondiera.

—No —dije, sin quitar la mirada del perfil de Oleg—. Nunca antes había ido a un circo.

—¿Por qué? —Inquirió la pequeña—. ¿Tus papás nunca quisieron llevarte?

—Bueno, yo no...

—Basta Mila. —Cortó Oleg—. Deja de acosar a Miranda.

Mila dejó de insistir, acomodándose obedientemente en el asiento. Le sonreí a Oleg, agradecida.


La entrada del circo se encontraba abarrotada por decenas de familias sonrientes que caminaban tomados de las manos hasta la carpa. Oleg compró tres boletos y nos dirigimos hasta el maestro de ceremonias, que se encontraba de pie imponente en un traje negro con holanes en un rojo brillante y un sombrero de copa descansando sobre su cabeza, dando la bienvenida a su público. Dentro, la gente comenzó a tomar sus lugares en las barras que rodeaban la pista circular, me senté en la segunda barra, Oleg tomó un lugar a mi lado con Mila sobre sus piernas.

La función dio inicio con un show de payasos que recorrieron toda la pista haciendo sin fin de cosas para hacer reír a sus espectadores. Cuando los payasos finalizaron fue el turno de los trapecistas, Mila los contempló desde su lugar con la boca abierta y los ojos desorbitados. Mi piel se erizó al verlos volar por los aires, como aves surcando el cielo, cómo estrellas fugaces a media noche; presumiendo con elegancia sus alas, su cuerpo chocando contra el viento, su libertad.
En medio de la actuación de un malabarista, Mila extendió sus brazos en mi dirección, la tomé y ella se acurrucó en mis brazos. Sentí la mirada de Oleg sobre nosotras, levanté la cabeza para que nuestros ojos se encontraran, al hacerlo se me encogió el corazón. Sus preciosos ojos azules estaban húmedos, una lágrima silenciosa cayó por su mejilla y él la limpió con el dorso de su musculosa mano antes de ofrecerme una sonrisa melancólica. En respuesta apreté más a Mila y la envolví bien en mis brazos. La intimidad que todo aquello significaba y la protección que prometían mis brazos, volcaron mi corazón.

Me sentí un tanto extraña, lo cierto era que no podía reclamar a Mila cómo alguien a quien debía proteger. A penas podía cuidar de mí misma. Los latidos de mi corazón se tornaron bruscos dentro de mi pecho, pude sentir el miedo llenándome. Miedo a la soledad que pudiera estar ocupando el alma de Mila, miedo a la devastación que podía significar para ella el no tener a su madre cerca y a la certeza de que no volvería a verle. Sólo bastaba recordar todos aquellos cumpleaños que tuve que pasar sola en una habitación fría de la casa de acogida, preguntándome si mi madre se acordaría de mi cumpleaños; imaginando que llegaba para sorprenderme con un pastel de cumpleaños.

Salimos de la carpa una hora más tarde. Caminamos en dirección a los algodones de azúcar. Mila tomó una de mis manos y en el otro extremo sostuvo la mano de su padre, nos encontrábamos unidos como el resto de las familias. Oleg compró dos algodones de azúcar, uno para Mila y el otro lo extendió hasta mí.

—Gracias —dije, forzando una sonrisa.

—Gracias a usted por acompañarnos. —La sonrisa melancólica se instaló una vez más en su rostro—. Mila se ha encariñado con usted.

Volteé a Mila, unos metros delante de nosotros admirando encantada un show de magia.

—Y yo con ella —respondí, con total sinceridad.

La niña regresó hacia nosotros dando pequeños saltitos. Resultaba increíble ver tan feliz a alguien con tan poco, debería ser de ese modo todo el tiempo. Todos los niños en el planeta deberían ser así de felices, deberían reír todo el tiempo, deberían tener caramelos cuándo lo deseen. Si las personas se preocuparan más por la felicidad de los niños, tal vez el mundo no sería tan horrible cómo lo es.

—¡Papi! —Gritó Mila, señalando algo tras su padre—. ¡Vamos!

Ella volvió a tomar nuestras manos y nos arrastró hasta una vieja cabina de fotografías. Prácticamente nos empujó a su padre y a mí dentro. Ella nos ordenó sonreír unos segundos antes de que la primera imagen fuese capturada. Compuse mi mejor sonrisa, lo mismo que Oleg. El resto de las fotografías fueron menos complicadas, reímos e hicimos gestos sin necesidad de ser forzados por la pequeña.

Cuando la sesión fotográfica concluyó, Oleg salió de la cabina para recoger el resultado.

—Miranda —la voz de Mila era apenas un susurro.

—¿Pasa algo, Mila? —pregunté, imitando el tono de su voz.

Ella negó con la cabeza y se pega más a mí.

—¿Puedo contarte un secreto? —Preguntó demasiado cerca de mi oído. Asentí—. Extraño mucho a mamá.

Su declaración me sorprendió. ¿Qué podía decirle? Entendía a la perfección lo que significaba añorar a una madre a esa edad. ¿Cómo hacerla entender que la vida muchas veces es una mierda y que debía acostumbrarse a ello?

—¿También puedo contarte un secreto? —murmuré, ella asintió—. Yo también perdí a mi mamá cuando era una niña pequeña cómo tú.

—¿Y no la extrañas?

—Mucho. —Acaricié su cabello, mientras hablaba—. ¿Quieres saber qué hago para no extrañarla tanto?

—Sí —susurró.

—La busco todas las noches en el cielo. —Mila entornó los ojos con curiosidad—. ¿Sabes? Cuándo una mamá o un papá se va al cielo, se convierte en una estrella brillante. Esa estrella está siempre sobre nuestras cabezas y la encontramos por dónde sea que veamos, es la más hermosa y brillante por que se alimenta del amor que sienten por ella todas las personas que siguen en el mundo. Y, mientras tú puedas recordarla entonces su luz nunca se extinguirá.

—Yo no quería que mami fuera una estrella —sollozó—. Quiero que vuelva del cielo para que cuide de papá, él la extraña mucho.

—Lo sé, Mila, lo sé.

Rodeé su cuerpo con mis brazos y la cargué sobre mi estómago. En cuanto nos encontramos con Oleg, Mila arrancó las fotografías de sus manos. Una cintilla con doce fotos en blanco y negro fueron estrechados contra una chaqueta rosa. La niña cortó la cintilla justo por la mitad y me entregó una de ellas, seis imágenes de tres personas que llegaban a tener la apariencia de una verdadera familia.
Nuevamente sentí un bloque formándose en mi garganta. Ver la tristeza de Mila a causa de su madre era cómo ver a una pequeña Charlotte lloriqueando todas las noches sobre la cama de un orfanato. Regresar veinte años atrás y sentir una vez más el frío que calaba hasta los huesos cuando buscaba un abrazo y no lo encontrabas, lo difícil que es dejarse de preguntar por qué el resto de los niños tienen a sus padres mientras que tú creces a la deriva sin saber siquiera de dónde saliste. Observé a Oleg besar la frente de su hija y sentí un pinchazo de celos, Mila era una niña afortunada por contar con un padre que la amaba más que a su propia alma.

—¿Quiere cenar algo? —preguntó Oleg. Nos dirigimos al estacionamiento del circo en busca de su auto—. Podemos pasar a algún lugar de comida rápida.

—No es necesario —respondí, negando con la cabeza—. Me gustaría invitarlos a cenar a mi casa, como agradecimiento por ésta noche.

—No es necesario, Miranda.

—Quiero hacerlo —insistí—. Probablemente mi comida sea un horror, pero... Pero realmente me gustaría cenar con ustedes.

—En ese caso, sería un honor para nosotros —dijo Oleg, abriendo la puerta del copiloto.

Sonreí antes de subir al auto. Oleg encendió el motor y el auto comenzó a moverse. Recorrí mentalmente el departamento, esperando no tenerlo hecho un lío cómo me era costumbre.

—Amiga —susurró Oleg. Detuvo el auto en un semáforo en rojo y volteó la mirada hacia mí—. Apyrr significa amiga. Fue lo primero que Mila aprendió a decir en ruso. —Hizo una pausa—. Su madre era la única persona a la que ella llamaba así.

El semáforo cambió de color y el auto volvió a ponerse en marcha.
De repente ya no me parecía buena idea cocinar para la familia Ivanov.

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