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8


Hemos tenido un día maravilloso y relajado tras volver temprano de la excursión. Hoy los acampados han realizado varios talleres, pues mañana será el día de las olimpiadas en el que los grupos competirán entre sí en varios deportes, reales e inventados, y tienen que crear un cántico, una mascota, pintar unas camisetas que serán su equipación y un baile de la victoria. Mis chicas ya han decidido que el gatito será el que les acompañe en el logo y tienen un baile muy divertido preparado, en caso de que ganemos algo. No sé cuáles serán las pruebas ni contra quién, pero no tengo muy claro que vayan a hacerlo.

Sin embargo, están muy emocionadas y eso me alegra. A pesar de que aún no me hacen muy partícipes de sus dinámicas, he conseguido que no estén constantemente quejándose y eso ya es una victoria. Me ha costado mucho que se queden calladas en su cabaña, pero ahora que hemos terminado la reunión puedo ver que las luces están apagadas y no parece haber movimiento, por lo que me quedo más tranquila.

—¡Eh! Solo puedes usar una mano. 

Estamos jugando las cuatro a la jenga y Mariela, como en todos los juegos, parece tomárselo muy en serio. Esto provoca la risa de Virginia, que aún no está acostumbrada a su actitud y hace que nuestra amiga le lance una mirada reprobadora. Continuamos con la partida en silencio, escuchando el murmullo de los distintos grupos que están jugando o charlando entre ellos. 

—Bueno, ¿hablaste con Martín? ¿Qué te dijo? —pregunta Coral, emocionada.

—Qué va, no tuve tiempo con todo lo de la excursión. —miento.

—Pero si me ha dicho Mariela que os vio charlando por la noche.

Coral me mira con escepticismo mientras noto que la aludida se encoge de hombros y mueve sus labios en un suave "lo siento". No puedo culparla, no sabía que yo iba a mentir e imaginaría que había hablado con Martín del tema que nos concernía, por lo que solo contó lo que había visto, sin saber que no tengo ningunas ganas de cortar las ilusiones de Coral tan pronto.

—Sí que estuvimos hablando —contesto intentando parecer despreocupada—, pero solo de cosas del campamento. Preparando las actividades, ya que no podíamos dormir—. De repente, se me ha ocurrido una excusa—. No quise decirle nada porque he visto que Adrián andaba cerca y, ya sabes...

Bufa al oír su nombre y me quedo mirándola, pensativa. Me doy cuenta de que mi trola parece haber calado, pues las dos se giran hacia los chicos, donde Adrián y Román juegan dándole toques al balón con otros compañeros. El ver a mi novio me provoca una pequeña punzada en el pecho. Hoy hemos hablado un par de veces, mucho más tranquilos y como si nada hubiese pasado, pero me sigo sintiendo mal por tener pensamientos con otro chico y por la forma en la que me ha tratado. 

—Maldito Adrián. Espero que no me fastidie esto. ¿Os acordáis de Nochevieja, que casi acaba a golpes con el chico que se acercó a pedirme fuego?

—En el fondo es un buen chico, Coral. Solo tiene que darse cuenta de que tiene que seguir adelante, no estáis destinados —dice Mariela mientras intenta quitar una de las piezas del juego.

—Si de verdad fuese un buen chico no haría estas cosas —responde Coral.

Asiento, pues estoy de acuerdo. La conversación que tuvimos la noche anterior no fue la primera y, aunque normalmente se me olvida cuando pasan unos días, siempre me deja una sensación amarga la forma que tiene de comportarse.

Alguien me abraza desde atrás haciendo que me sobresalte, pero comienzo a notar el olor dulzón que tanto me gusta procedente de Román, lo que hace que me ablande un poco. A lo mejor es lo que necesito, aspirar su aroma cargado de hormonas para relajarme.

—¿Qué tal, chicas? —dice con su voz seductora mientras tomo sus manos.

—Podríamos estar mejor si alguien nos sirviese unas bebidas —responde Mariela mientras agita su vaso.

—¿Tú quieres algo? —susurra Román en mi oído mientras toma el vaso que nuestra amiga le ofrece—. No tiene que ser para beber...

Su tono juguetón hace que algo en mí se encienda. Sí, lo sé. Me cuesta mantenerme firme cuando está cerca de mí, pero en mi defensa diré que está guapísimo con esa sudadera negra. Me levanto para acompañarle a la zona donde están los refrescos, servimos unas bebidas para las chicas y se las llevamos a la mesa en silencio. 

—Julieta, siento cómo me he portado estos días. —Nos quedamos de pie al lado de la mesa y me toma de la mano.

—No pasa nada —contesto, aunque me lo pienso mejor—. Bueno, sí pasa. No me gusta que te comportes así. Voy a conocer a muchos chicos en mi vida, igual que tú a chicas, pero tenemos que confiar el uno en el otro. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo —responde dándome un suave abrazo. 

Comenzamos a besarnos y poco a poco vamos subiendo de intensidad, hasta que me doy cuenta de que estamos delante de todo el mundo y muchos nos están mirando. Algunos, como Coral, comienzan a hacer sonidos divertidos. Incluso puedo escuchar un silbido. 

—¿Quieres que vayamos a un lugar más tranquilo? —pregunta Román.

—Claro, ¿a tu cabaña?

—Perfecto —responde mientras me da un beso.

Vamos de la mano hacia nuestra noche de pasión o, al menos, eso espero, cuando me doy cuenta de que la ropa interior que llevo son unas bragas blancas, altas y un poco pasadas. Sé que debería tirarlas, pero no he conseguido encontrar otras iguales y son las que mejor me recogen las lorzas. Es lo más antierótico que existe, así es que tengo que ir a cambiarme antes de que se abra la veda. Aún es muy pronto para comenzar a matar la magia. ¿Qué será lo siguiente? ¿Hacerlo con los calcetines puestos?

—Tengo que ir un momento a mi habitación, será solo un segundo.

—¿Por qué? —dice mientras me abraza y comienza a acariciar mi espalda dándome besos en el cuello.

—Creo que he dejado el secador enchufado y ya sabes lo nerviosa que me ponen esas cosas —miento.

—De acuerdo, mi pequeña olvidadiza. No tardes.

Nos separamos y me dirijo con una sonrisa hacia mi cabaña. Voy deprisa, esperando llegar a tiempo y que nadie nos interrumpa, cuando escucho el sonido de una risa femenina procedente de la zona donde están los baños comunes. Se supone que todas las monitoras están en la zona de talleres, así que sospecho que puede ser una de las acampadas que ha conseguido burlar a los vigilantes.

Me acerco, sigilosa, para darles un susto. Espero que así se lo piensen más la próxima vez que quieran escaparse en mitad de la noche. No me lo toméis a mal, yo también he hecho mis trastadas cuando era una acampada, pero en este momento me toca hacer el papel de poli mala y estoy segura de que me lo agradecerán. Tantas veces hemos contado, partiéndonos de risa, las ocasiones en las que nos pillaron. 

Pero, justo cuando estoy llegando, me paro en seco. No me puedo creer lo que ven mis ojos. Es una pareja y los reconozco a los dos. La chica es María, una de mis acampadas, y el chico es nuestro amigo Daniel.

—¿Qué está pasando aquí? —pregunto, haciendo que se sobresalten.

—Julieta, no es lo que parece —contesta Daniel.

—¿No? Porque lo que me parece es que le estás metiendo la lengua hasta la campanilla a una de las acampadas. 

María levanta la cabeza, retadora. Permanezco en mi sitio, aguantándole la mirada mientras Daniel mira alrededor con las manos en la cabeza, agarrando su largo pelo rubio. Sus ojos azules y barba de tres días, acompañado con un cuerpo delgado y fibroso, siempre le ha servido para que la mayoría de chicas cayesen a sus pies. No es mi caso. Si he de ser sincera, le tengo un poco de manía. Es bastante machista y le encanta alardear de sus conquistas, a las que trata todas las veces como a un trapo. En este momento me tengo que aguantar las ganas para no pegarle un tortazo.

—¿Y a ti qué te importa? —pregunta María con desdén en su voz—. Tengo dieciséis años, puedo hacer lo que quiera.

—No puedes salir de tu cabaña cuando empieza el toque de queda, son normas del campamento —respondo alzando más el rostro, para que sepa que no me amedrenta—. Así que ya estás volviendo a la cama antes de que avise a Fran para que llame a tus padres. 

Parece que va a contestarme, pero Daniel le dice algo al oído que hace que una sonrisa desagradable aparezca en su rostro. Se aleja en dirección a su cabaña, dándose la vuelta por el camino para lanzarnos un beso. Me doy cuenta de que mi amigo está sonriendo, hasta que ve que le estoy mirando enfadada y su expresión cambia.

—Julieta, yo... No vas a decir nada, ¿verdad? Somos amigos.

Respiro hondo, intentando tomar una decisión. Debería contárselo a Fran o, al menos, a Martín, pero en el fondo me dolería fastidiar tantos años de amistad. Además, seguro que Román no se lo tomaría bien y no me apetece aguantar otra discusión con él. De todas maneras, seguro que ha sido un pequeño desliz, ¿no?

—No diré nada —le digo con seriedad—, pero no hace falta que te diga que esto tiene que acabar.

—Pero me gusta mucho, tía. Además, solo le saco dos años. Prometo que seremos más discretos a partir de ahora.

—Ni en broma. —Le doy en el pecho con mi dedo índice—. Esto se acaba ya, Daniel. Ni está permitido, ni es ético. Cuando acabe el campamento podrás hacer con ella lo que te dé la gana, pero no aquí. No voy a permitir que fastidies el verano a una de mis chicas. 

—¿Por qué le voy a fastidiar el verano? —pregunta un poco enfadado.

—No sé, puede que porque te empeñas en hacer daño a todas las chicas que pasan por tu lado. Si te vuelvo a ver cerca de ella, aviso a Martín, ¿estamos?

Su expresión de hostilidad casi me hace retroceder un poco, pero me mantengo firme. Al final consigo vencer en nuestro duelo de miradas y lo veo alejarse hacia su cabaña. Maldigo el momento, pues parece que nuestra noche de amor se va a tener que aplazar. Veo que Román sale de la cabaña mientras se encoge de hombros y me manda un beso a la distancia con dulzura. Imagino que su amigo querrá hablar con él, pues entra en la cabaña de nuevo y se queda la luz encendida. 

Me dirijo a mi cama, notando el frío de la noche y pensando que, al menos, no tendré que quitarme estas bragas tan cómodas.

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