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24

El nudo que atenaza mi estómago se hace cada vez más grande a medida que va pasando el día. Tras la discusión y mis intentos infructuosos para hablar con Román, volví con los acampados y no he tratado con ninguno de mis compañeros desde entonces. En estos momentos, estoy segura de que soy la persona más odiada de todo el campamento.

Me encuentro junto a mi grupo, que están fingiendo que prestan atención a la explicación del juego entre risas y cuchicheos. Seguro que se han enterado de lo que pasó anoche y las ojeras que me han acompañado desde que volvimos del pueblo ayudan a alimentar los rumores. Durante todo el camino he sido la comidilla de todos los niños, llegando incluso a venir alguno a preguntarme por qué he engañado a mi novio "con lo que me quiere". Mi silencio ha sido de lo más elocuente y doy las gracias a Mariela, que ha estado pendiente y ha sabido sacármelos de encima cuando más pesados se ponían.

Cuando Martín ha terminado la explicación y los acampados se disponen a realizar la pequeña gymkana de ingenio que han preparado, dejo a mi grupo solo, pues sé que pueden apañárselas sin mí, y comienzo a caminar sin rumbo por las inmediaciones del lugar. Sin quererlo, evito el claro que tantos dolores de cabeza me ha traído este verano, y comienzo a adentrarme en la zona más boscosa, siguiendo el curso del lago para no perderme. Aunque, puede que eso fuese lo mejor. Tengo tantas ganas de volver a casa que estoy a punto de abandonarlo todo. Solo quiero estar con mis padres y meterme en la cama hasta que llegue septiembre, comience la universidad y las cosas se comiencen a calmar.

Las hojas de los árboles se mueven al compás del viento y consigo llegar a un lugar donde los sonidos del bosque son lo único que puedo escuchar. Cuando creo que ya estoy lo suficientemente lejos de los demás, me siento en el suelo. La humedad de la vegetación traspasa mis pantalones, pero no me importa.

Mientras voy cogiendo pequeñas ramas del suelo y las parto, pienso en lo mucho que las cosas han cambiado. El año pasado estábamos los seis felices, como acampados, disfrutando de unas vacaciones en el campo lejos de nuestras familias, jugando y riendo. Y ahora, todo se ha torcido. No sé cómo he podido llegar a esta situación. Lo único que he hecho ha sido mentir, tomar malas decisiones y callarme cosas que no debería. Antes, conseguíamos solucionar todas las discusiones con abrazos y disculpas, pero ahora eso no es suficiente. ¿Esto es hacerse mayor? Porque, si es así, no quiero hacerlo.

—Julieta...

La voz de Martín me sobresalta, pero menos de lo que podría llegar a parecer. Creo que mi cuerpo ha subido el umbral de tensión. Lo que no sé es cómo ha conseguido encontrarme. Ni yo misma sé exactamente dónde estoy.

—No me apetece hablar con nadie. Por favor, déjame a solas. —Consigo que mi voz no suene entrecortada.

—Perfecto. A mí tampoco.

Se sienta a mi lado con las piernas cruzadas, imitándome. Su mera presencia me pone muy nerviosa y eso hace que esté peor. Estoy en este lío por mi incapacidad de contenerme cuando estoy a su lado. Nos quedamos así, en silencio, durante lo que parecen ser horas, y mi cerebro se debate entre salir corriendo o besarle. No hago ninguna de las dos cosas, me limito a mirar al horizonte esperando que tome él la decisión por mí. No puedo creerme que, después de todo lo que ha pasado, siga empeñada en fantasear con un final feliz. No me merezco ni siquiera pensarlo.

—Para —dice Martín, cortando mis pensamientos.

—¿Qué? —pregunto, confundida.

—Sé lo que estás pensando, te lo noto en la cara. Y tienes que parar.

—A ver, ¿en qué estoy pensando? —respondo cruzándome de brazos.

Como, a pesar de nuestra conversación, sigo mirando al frente, Martín se levanta, colocándose agachado en frente de mí. No sé dónde enfocar mis ojos, porque súbitamente mis mejillas se tiñen de rojo de la vergüenza que me produce tenerlo tan cerca.

—Piensas que te mereces todo esto, que has sido una persona horrible, pero no es así.

—Sí lo es, Martín. Le he puesto los cuernos a mi novio, he mentido a mi mejor amiga. No solo a ella, a todo el mundo. Te he tratado fatal, he descuidado a mis acampadas... Soy un desastre.

—En eso tienes razón, no te voy a mentir. Eres un poco desastre, pero no creo que tengas que estar cargando con ello toda la vida. Te estás intentando disculpar, sabes que has hecho algo malo.

—No servirá de nada. Los he perdido a todos.

Las lágrimas surcan mi rostro y él lo toma con sus manos, clavando sus ojos en los míos. Sin pensarlo, y a pesar de estar en una postura muy incómoda, nos fundimos en un abrazo que consigue transmitirme la calma que necesitaba. Sus manos pasan a mi espalda, acariciándola despacio, con ternura. Aunque no crea que mi historia pueda tener un final feliz, este momento hace que las cosas tengan varias tonalidades, que no todo es blanco o negro.

—Puedo ayudarte, Julieta. No estás sola —susurra en mi oído, erizando todo el vello de mi piel.

—¿Por qué eres tan bueno conmigo? —Me arrepiento de preguntarlo justo cuando termino de decir estas palabras, pero no puedo evitarlo.

—¿Por qué no? —pregunta, frunciendo el ceño tras una pausa.

—Me conoces desde hace poco tiempo. Es verdad que, bueno, hemos intimado un poco... pero no me parece suficiente razón para lo bien que te estás portando.

Se levanta y me tiende la mano para ayudarme. Acepto y, después de ponerme de pie, sacudo mis pantalones, que están húmedos y llenos de tierra, sin obtener ningún resultado. Tendré que cambiarme cuando vuelva a la cabaña, pero, ahora mismo, es lo que menos me importa.

—Te diría que ha sido un flechazo, pero mentiría. No voy a ser cínico, creo en las historias de amor a primera vista y no es lo que ha pasado aquí. Tanto tú como yo sabemos que esto —dice mientras nos señala a ambos— es más hormonal que sentimental.

Asiento, sé que tiene razón. Nuestra relación puede ser algo que se cueza a fuego lento o un amor de verano, de esos que se acaban cuando llega septiembre y sus hojas de otoño, o algo que se acabe mucho antes de empezar, que es lo más probable.

—Entonces, ¿estás ayudándome solo para echar un polvo? —pregunto, más a la defensiva de lo que me gustaría.

—Para nada. —No parece ofendido, lo que me alivia—. Aunque no sintiese una clara atracción por ti, seguiría queriendo ayudarte. Creo que es por lo que vi en tu mirada el día que nos conocimos esperando al autobús.

—¿Cuando me confundiste con una borracha trasnochadora?

—Exacto. —Sonríe y, con ello, a mí me empiezan a temblar un poco las piernas—. Estabas tan contenta de empezar el campamento que ni siquiera mi metedura de pata logró borrar ese brillo. Después, ponías ilusión en todo lo que hacías, ya fuese con los niños como con tus compañeros. Te han pasado muchas cosas, pero nunca has perdido la ilusión.

—Excepto ahora.

—No, lo que pasa es que tú no lo notas, pero sé que ahí sigue. No sé, con cada conversación que hemos tenido siento que quiero seguir conociéndote y no puedo evitar querer ayudarte al sentir que te vas apagando. —Toma mi mano, acariciando la palma con dulzura—. ¿Te vale esta respuesta?

—Creo que sí —respondo mientras sorbo la nariz en un gesto nada romántico—. ¡Ay! Necesito que acabe ya este mes.

Comenzamos a andar hacia el campamento, pues debe de ser bastante tarde. No me importa que alguien nos vea juntos. Total, van a pensar mal de mí de todas maneras. Además, las palabras de Martín me han animado. Debo empezar a recuperar la energía con la que llegué, para poder enfrentar bien mis errores. Al menos, aunque todo acabe mal, podré decir que lo he intentado. Sé que no es consuelo, pero a algo me tengo que agarrar. Llegamos a las cabañas mucho antes de lo que pensaba, o puede que el camino se me haya hecho más corto al estar un poco más despejada.

—¿Estás preparada?

—Sí.

Ahora solo tengo que pensar cómo empezar a solucionar este entuerto y no volver a acabar rodando por una ladera.

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