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22

—¡Tened cuidado con la carretera! ¡Quiero a todo el mundo en fila!

Escucho la voz de Martín y salgo de la pequeña ensoñación en la que me encontraba. La noche ha sido demasiado larga y no he conseguido dormir nada. Al principio, estaba esperando que Coral volviese a la cabaña para ver si se había tranquilizado y podía hablar de nuevo con ella, pero cuando llegaron de madrugada y vi su rostro comprendí que no era el mejor momento para hacerlo. Mariela la acompañaba y me lanzó, con disimulo, una mirada compuesta por una mezcla de comprensión y reproche que acepté con resignación. El resto de la noche transcurrió en un tenso silencio acompañado de los ronquidos de Virginia, aunque pude escuchar los pequeños sollozos de Coral que hacían que mi conciencia se removiese, intranquila.

Lo peor de todo esto es que, al no asistir a la reunión y descuidar mis deberes como monitora, no recordaba que hoy tocaba la excursión al pueblo y nos esperan diez kilómetros de caminata para acabar en una pequeña aldea en la que visitaremos un museo sobre la miel, iremos a la piscina y dormiremos al aire libre. Me pesan todos los músculos y mi falta de forma física no ayuda a que mis respiración sea acompasada. Estoy al final de una interminable hilera de chicos y chicas emocionados, cansados y revoltosos. Nos hemos colocado dos monitores por cada diez niños, para poder vigilarlos, y he tenido la suerte de ser la única que no tenía compañero. Mariela se ha puesto con Coral y no la culpo. En esta historia no soy yo la que necesita apoyo, merezco estar sola. Román se ha ofrecido, pero le he convencido de que se ponga con Pedro alegando que el chico es un poco zoquete y necesita alguien que le controle. No estoy preparada para otra conversación incómoda y menos en una carretera estrecha perdida en mitad de la montaña donde cualquier descuido puede suponer un atropello.

Pensando en esto, bebo un trago de agua de mi cantimplora y me concentro en el grupo de niños que va enfrente de mí. Están bastante emocionados, pero se comportan. Los más lentos siempre se colocan delante, para que marquen el ritmo de la excursión y nadie se vea forzado a ir al límite. Las gotas de sudor recorren mi rostro por el esfuerzo de la ligera cuesta por la que estamos subiendo. Al menos, el día es fresco y la sombra de los árboles nos cobija. Estoy deseando llegar para poder sentarme y no tener que estar tan pendiente de los niños que están a mi alrededor.

—¡Julieta! ¿Todo bien?

Daniel, con su sonrisa perfecta y sus ojos azules brillantes, levanta la mano acompañando sus palabras. No tengo fuerzas ni para responder a su absurda provocación, así que le miro con odio hasta que se da la vuelta y continúa su camino.

Estoy segura de que Román no se ha enterado aún de todo lo que ha pasado por la actitud que ha tenido conmigo esta mañana, pero no sé si alguien más lo sabe. Puede que Daniel solo me esté provocando debido a lo que pasó con María. Además, las fotos que me enseñó esta dejan bastante claro que su amenaza del otro día iba encaminada a contarle a Román lo que había pasado con Martín. Tiene que estar disfrutando como un niño, viendo que la persona que le reprochó una actitud moralmente cuestionable está a punto de caer en picado por haberla cagado. Pensar todo esto me hace sentirme peor aún de lo que estoy y que el nudo en mi estómago crezca cada vez más.

Mirando al frente, me centro en el caminar de los acampados y en colocar un pie tras de otro sin tropezar. Cuento hasta diez y vuelta a empezar. Este mantra me ayuda a soportar lo que queda del trayecto sin pensar mucho y, cuando llegamos al cartel blanco que anuncia la llegada a la aldea, estoy tan cansada y decidida que sé que no puedo dejar pasar de esta noche hablar con Román. Ya que lo estoy pasando mal, ¿por qué no pasar los malos tragos a la vez? Puede ser una forma egoísta de pensar, pero también eficiente.

Tras lo que se me hace un camino interminable, llegamos a la entrada del pueblo. Bueno, si a eso se le puede llamar pueblo. Corneja no tiene más de sesenta habitantes. Es una pequeña localidad en mitad de la sierra que se abastece mediante vendedores ambulantes que pasan un día en semana, aunque cuenta con una pequeña tienda donde puedes encontrar desde llaveros de recuerdo hasta cervezas y papel higiénico. Durante todo el año está desierto, pero en verano suelen acercarse senderistas que hacen rutas por la montaña o turistas que acuden a contemplar las maravillas de la zona rural y la antigua iglesia que se yergue en una colina. La podemos ver desde donde nos encontramos y algunos campistas exclaman, sorprendidos, ante la imponente vista. De un color tan oscuro que parece negro, tiene dos grandes torres puntiagudas que se alzan sobre los altos muros que rodean la construcción. Debido a la humedad de la zona, se adivinan retazos de musgo verde entre las piedras que conforman la iglesia. A simple vista, se asemeja más a un castillo medieval.

Después de pasear por las destartaladas calles, donde un traspiés puede hacer que acabes con varios raspones, visitamos un pequeño museo en el que Federico, un señor mayor con una boina que tapa su calvicie y pantalones hasta las axilas, explica a los chicos las ventajas y bondades de la miel y la jalea real. Evito adentrarme demasiado en la gran parcela, pues veo abejas por todas partes y tengo miedo de acabar con una picadura, así que me quedo en el gran portón del patio con otros dos niños que tienen alergia. El estar pendiente de que ninguno de esos insectos se acerquen a los niños hace que esté unos cuantos minutos sin pensar en otra cosa que no sea evitar un ataque anafiláctico.

Consigo llegar a la noche evitando cualquier conflicto. Mariela ha venido a preguntarme un par de veces cómo me encontraba y Román, que parece ajeno a todo esto, está tan cariñoso y atento como los últimos días, desde mi caída. Sin quererlo, estoy siendo demasiado seca con él. Creo que intento enfadarle para que mi confesión no sea tan difícil, pero no está funcionando y lo único que consigo es sentirme peor.

Me encuentro en los baños de la iglesia que, como todos los años, nos han cedido para que podamos asearnos antes de pasar la noche a la intemperie en el patio. El lugar es mágico y los monitores siempre nos contaban historias trágicas de fantasmas que hacían que estuvieses toda la noche en una especie de trance imaginando todo lo que pudo suceder entre esos muros. Desde el patio, cercado por los muros, se puede ver el firmamento en su totalidad y la noche de luna nueva que nos acompaña hace que todo sea mucho más mágico. Estoy deseando que acabe la reunión de monitores, que esta noche imagino que será corta, para pedirle a las estrellas que me den suerte y afrontar mis errores con Román.

—Disculpa, no sabía que estaba ocupado.

Al estar perdida en mis pensamientos no me doy cuenta de que Martín está a mi lado. Con la pasta de dientes aún en la boca, escupo en el pequeño y antiguo lavabo y me enjuago con rapidez, haciendo que pequeñas manchas caigan en mi ropa. Nos estamos turnando para prepararnos para la noche y no dejar solos a los niños y he esperado a que se hubiese ido todo el mundo para no encontrarme con los demás, pero parece que he calculado mal.

—Ya me voy —mascullo mientras me dirijo hacia la puerta, pero Martín me lo impide.

—Espera, Julieta —dice agarrándome del brazo con dulzura y una pequeña corriente comienza a recorrerme desde el punto donde nuestra piel se junta.

—Por favor...

No sé qué decir, porque una parte de mí quiere irse, pues sabe que esto está mal. Pero la otra, atiborrada de hormonas, está deseando besarle con pasión y conocer cada parte de su cuerpo. No puedo dejar de pensar en qué hubiese pasado si nos hubiésemos conocido en otra situación.

—¿Qué pasó anoche con Coral? La vi salir del bosque llorando. ¿Estás bien?

—¿Me estás vigilando? —respondo, cruzándome de brazos y liberándome de su contacto.

—Estoy preocupado por ti. Me evitas cada vez más, desde la otra noche no hemos hablado ni una palabra y no quiero hacerte sentir incómoda, pero eres mi compañera y tengo que saber si todo va bien, por los niños.

—No te preocupes, mi profesionalidad está intacta —miento y al ver cómo contrae su rostro con mi tono intento suavizarlo—. De verdad, estoy bien. Me merezco todo esto, no me he portado bien con nadie. Ni con Román, ni con Coral, ni contigo...

—Julieta, no eres la culpable de todo —dice tomándome la mano—. Yo sabía que tenías novio y, aun así, no paré de tontear contigo, sabiendo lo que provocaba en ti. El beso...

Justo cuando estoy a punto de cortarle replicando sus argumentos, la puerta se abre y aparece una de las últimas personas que me gustaría ver en ese momento. Suelto la mano de Martín, con la vana esperanza de que no lo haya visto, pero mis esperanzas son en vano y lo compruebo al ver su cara de enfado.

—Coral...

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