20
A pesar de lo decidida que estaba el día anterior de confesar todos mis pecados, acabé dejando que pasasen las horas sin soltar una palabra. Cada vez que intentaba hablar con Román alguien nos interrumpía. Además, se empeñó en pasar todo el tiempo posible a mi vera, por lo que no pude hablar tampoco con Coral. Hacerlo con los dos a la vez me parece impensable, por lo que no me quedó más remedio que fingir mi estado de ánimo. En algunos momentos, la gente de mi alrededor notaba el bajón, pero con decir que aún no me encontraba del todo bien evitaba preguntas incómodas.
He estado toda la mañana escondiendo tarjetas que serán las pistas para el juego nocturno. La temática es que se han escapado varios criminales de la cárcel y están infiltrados dentro de los grupos. En los cartones hay directrices para encontrar la siguiente y datos sobre las personas para que puedan descubrirlos antes de que la bomba que han escondido estalle. Es un juego que me encantaba cuando era acampada y, a pesar de que lo intento, no estoy disfrutando nada su preparación.
Estoy sentada en la zona de talleres, ya que después de la comida me he venido a recoger todo, aprovechando que los chicos tienen tiempo libre. Montones de cartulinas están apiladas en una de las mesas y creo que he conseguido tapar todos los rotuladores. Me encuentro probándolos uno a uno, para desechar los que están gastados, mientras miro al horizonte. Justo cuando mis pensamientos están a punto de avasallarme veo cómo Román camina hacia el lago. Sacando fuerzas desde lo más profundo de mi ser, me levanto y camino hacia él. Tengo claro que este es el momento, no lo puedo dejar escapar. Pero, como en tantas otras ocasiones en los últimos días, el destino tiene otros planes y Sofía, una de las acampadas de mi grupo, aparece delante de mí haciendo que me pare en seco.
—Julieta, necesito hablar contigo.
La voz tierna y un poco estridente de la chica me hace prestarle atención. Tras la interrupción dirijo la mirada hacia donde estaba Román, pero ha desaparecido. Consigo evitar que una maldición escape de mis labios y, cruzando los brazos intentando relajarme, vuelvo la vista hacia Sofía. Sus grandes ojos marrones me miran desde detrás del cristal de sus gafas.
—Dime, Sofía.
—Esto...
Por su postura corporal, noto que mi voz ha hecho que se arrepienta de hablar conmigo. Sofía es una de las pocas chicas de mi grupo que ha tenido una actitud buena conmigo. No se suma a las críticas de los demás y siempre está ilusionada por hacer cualquier actividad, ayudar a los más pequeños o participar en los juegos. Verla de esa manera me encoge un poco el corazón, haciéndome pensar que algo malo ha pasado.
—¿Quieres que vayamos a otro lugar?
—No. Bueno, sí, pero... —Se coloca las gafas mientras mira al suelo. Las pecas que adornan su cara le hacen parecer mucho más joven de lo que es—. Quiero que me acompañes a un sitio.
—¿A dónde? —pregunto contemplándola jugar con sus manos en silencio—. Sofía, no soy adivina. Me tienes que dar alguna pista.
—¡Las chicas están fumando de nuevo! —grita, de repente, haciendo que me sobresalte—. Les he dicho que no lo hagan, que ya nos habías regañado por ir allí y que estaba mal. Pero no me han hecho caso.
Pongo los brazos sobre mis caderas y aprieto los puños, mirando hacia la zona del bosque donde se encuentra el claro. Sin mediar palabra, voy hacia allí con paso decidido. Noto cómo Sofía me está siguiendo y me paro para enfrentarla haciendo que se asuste. Intento suavizar mi expresión y le pongo la mano en el hombro, pues ella no tiene la culpa.
—Quédate aquí, ¿de acuerdo? Yo me encargo de esto.
Suspira, aliviada, y asiente. Me da la impresión de que no tiene muchas ganas de enfrentarse a sus compañeras. No las he visto nunca increparle nada, pues para la mayoría de ellas es invisible, pero me da la sensación de que no le apetece que eso cambie y menos para mal.
Mientras camino hacia el lugar, miles de pensamientos cruzan mi mente y estoy muy enfadada. Bastante cosas tengo ya en la cabeza, aunque sean por mi culpa, como para tener que preocuparme ahora por estas niñatas. Además, dije que avisaría a Martín si las volvía a pillar fumando y tengo que cumplir mi amenaza o los días que me quedan en el campamento se me van a hacer aún más cuesta arriba, pues no me tomarán en serio.
Pienso que lo peor de todo esto va a ser tener que hablar con Martín, pues llevo dos días evitándolo. Es más, creo que él está haciendo lo mismo aunque no me he fijado demasiado. Si es así, lo agradezco. Por lo menos hasta que solucione el tema con Román, Coral y las extrañas amenazas de Daniel, prefiero no tener más frentes abiertos.
Sin darme cuenta, he llegado al claro. Tan ensimismada estaba en mis pensamientos que, al contrario que la otra vez, no he notado que está todo en silencio. Ahora, al darme cuenta, comienzo a mirar a mi alrededor, extrañada. Puede que se hayan ido o incluso que escucharan mis pasos y corrieran a esconderse.
Cuando estoy dispuesta a marcharme, unos brazos me empujan con fuerza haciendo que caiga al suelo. Me golpeo la frente con el suelo, pues no me ha dado tiempo a poner las manos, y el dolor comienza a recorrer mi cuerpo. Empiezo a escuchar un montón de risas a mi alrededor y siento cómo el miedo me atenaza mientras me doy la vuelta.
—¡Menuda payasa!
La voz de María se me clava en los oídos, pues se ha agachado para gritarme en la cara. Cuatro chicas están a su alrededor y no paran de reírse mientras me miran. Pongo la mano sobre mis ojos para conseguir enfocar la vista, ya que el sol me está dando directamente en la cara y, entre eso y el golpe, estoy un poco desorientada.
—¿Qué estás haciendo, María? —pregunto mientras me incorporo.
—¿Qué estás haciendo, María? —repite con burla y aspavientos.
—No tiene ninguna gracia.
—Sí que la tiene, idiota. ¿No ves cómo nos reímos?
Todas vuelven a carcajearse, siguiendo las palabras de su líder. Estoy muy enfadada y, por primera vez en mi vida, tengo unas ganas tremendas de agarrarle del pelo hasta que suplique para que le suelte. Me contengo, siendo consciente de mi posición de adulto responsable en este lugar y temiendo las represalias. Pero me lo está poniendo muy difícil.
—¿Por qué narices me has empujado? —pregunto alzando los brazos al cielo. Parece que me he vuelto loca, pero es que no sé cómo actuar.
—Lo sabes perfectamente, gorda de mierda. —Su expresión ha cambiado y se acerca a mí de forma amenazante—. ¡Dani me ha dejado por tu culpa!
Me alejo un poco, pero no puedo evitar que me dé otro empujón. Esta vez estoy preparada y no caigo al suelo, pero cuando me acerco a ella veo cómo las demás avanzan, haciendo que me lo piense mejor antes de tomar represalias físicas, aunque he pasado un punto en el que estoy deseando hacerlo. Están cinco contra una y en ninguno de los distintos universos salgo victoriosa de esta pelea.
—Daniel estaba incumpliendo las normas del campamento y lo sabía.
—¡Solo nos llevamos dos años!
—Da igual, María —digo intentando sonar conciliadora—. Está prohibido.
—Qué estupidez de norma. Seguro que la pusieron frígidas como tú.
—La norma es para protegeros de las figuras de autoridad. —Estoy cada vez más enfadada por su mirada y sus insultos, lo que hace que no me muerda la lengua—. Además, no conoces al imbécil de Daniel. Está jugando contigo, para él solo eres una más en su cuenta.
No veo venir el golpe y, cuando me doy cuenta, su mano se ha estampado en mi mejilla. Me llevo los dedos hacia la zona, que debe estar enrojecida, y pongo cara de asombro. María está fuera de sí. Sus ojos irradian fuego, hasta sus compañeras se han alejado un poco y parecen asustadas. Se han dado cuenta de que esto no es un juego.
—Ni se te ocurra volver a decir eso —dice con la voz entrecortada—. ¡Me quiere! Y es tu culpa que no podamos estar juntos.
—No te lo crees ni tú —respondo con chulería—. Además, podéis ir diciendo adiós a vuestros amigos. Habéis agredido a una monitora, eso es expulsión inmediata del campamento.
Comienzo a alejarme del lugar, no sin antes darle un leve empujón con el hombro. Noto las mejillas calientes, del golpe y del enfado, y veo cómo todas me miran asustadas al pasar por su lado. No me dan pena, ninguna. Es más, voy a hablar directamente con Fran, sin pasar por Martín. Esto es lo suficientemente grave. Puede que, incluso, fuese ella la que me empujó la otra noche. En este momento está la primera en mi lista de sospechosos.
—No creo que quieras hacer eso.
La voz de María hace que me detenga. Aún no he salido del claro y el tono de determinación me impide continuar. Noto un pinchazo en el pecho, acordándome de la velada amenaza de Dani el día anterior, de su sonrisa al preguntarle por qué había cortado con María. Aquí está la respuesta, quería que nos enfrentáramos. Es otra manera de hacerme sufrir.
—¿Por qué no voy a hacerlo? —pregunto aún sabiendo la respuesta.
—No querrás que Román y tu amiga se enteren de ciertas cosas, ¿verdad?
Se acerca hacia mí con el móvil en la mano. No me hace falta que mire la pantalla para saber lo que es, pero no puedo evitarlo. Es una fotografía en la que aparecemos Martín y yo. Besándonos.
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