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Me levanto de la cama como si me hubiese pasado un camión por encima. El primer día en el campamento no había sido exactamente como esperaba, pues mi contratiempo con el nuevo coordinador había hecho que estuviese más cohibida de lo normal. Además me ha tocado un grupo un poco especial: las chicas de dieciséis años. Solo tengo dos años más que ellas y, según mi experiencia, se me iba a hacer difícil hacerme con las acampadas. Todos los monitores de este año somos demasiado jóvenes, los más mayores han sido asignados con el grupo de los de diecisiete años, pues son los más expertos y los que harán actividades encaminadas a que el año siguiente quieran participar como monitores; así que tengo que aguantarme con uno de los grupos más conflictivos.
Al principio pensé que podía haber sido una especie de venganza por parte de Martín por mi falta de respeto, pero deseché esa idea ya que los grupos estarían formados de antes y don Francisco, el dueño de la empresa que organizaba el campamento, me tenía en alta estima y había participado en el reparto. Seguro que había un motivo por el que había decidido asignarme este grupo y estoy deseando hablar con él para que me lo explique.
Son las siete de la mañana y mientras me desperezo voy al baño para asearme. Nuestra cabaña es igual que la de los campistas, en ella estamos todas las monitoras repartidas en varias literas. Son bastante grandes, con espacio de sobra para nuestras pertenencias y un hueco en el centro de la habitación donde siempre se hacen reuniones nocturnas para charlar sobre los eventos del día. Recuerdo esos días con cariño, donde hablábamos de peleas, amores y planeábamos escapadas para ver a los chicos.
El día anterior había sido un poco caótico, casi doscientos niños y niñas de diferentes edades desperdigados por campo abierto. El campamento está rodeado de una arboleda inmensa, donde el sol pasa solo a ciertas horas del día. Cerca hay un lago cristalino donde hacemos actividades de natación y canoas, además de relajarnos. Por la mañana estuvimos enseñando a todos las instalaciones y recordamos a los antiguos y enseñamos a los nuevos las normas de convivencia que vamos a seguir durante todo el mes. Después de comer nos reunimos cada monitor con su grupo para unas dinámicas de presentación, donde descubrí que la mayoría de mi grupo estaba más interesado en hablar de los chicos y monitores que de ellas mismas. Algunas se conocían entre ellas y no fue fácil incluir a las demás, pero creo que la indiferencia y cansancio que sentían hacia mí consiguió unirlas, por lo que me sentí un poco realizada al ver a todas irse a cenar entre risas mientras me miraban.
Me visto mientras mis compañeras se van despertando. Aún no he tenido mucho tiempo de conocerlas, espero que esta noche podamos estrechar lazos. Después de hacer la cama salgo al pequeño porche de la cabaña para esperar a las chicas antes de ir a levantar a nuestros grupos para ir a desayunar. Comienzo a hacer mis estiramientos mañaneros, que me ayudan a relajar el cuerpo. Estoy tocando con mis dedos la punta de mis pies cuando una voz me interrumpe.
—No está nada mal...
Me incorporo sonrojada y giro para ver detrás de mí a nuestro nuevo coordinador. Martín sonríe a través de su rubia barba y veo diversión en sus ojos verdes, lo que consigue, inexplicablemente, fastidiarme.
—¿Qué quieres, Martín? —digo haciéndome una coleta para quitarme el pelo de la cara.
—He venido a traer el planning del día. A partir de ahora tendremos reuniones todas las noches para comentar los acontecimientos, resolver problemas y dudas y os daré esto. —Me tiende una hoja con un esquema colorido—. Si necesitas ayuda, para el ejercicio o lidiar con tus campistas, sabes dónde encontrarme.
—¡No te necesito para nada! —grito mientras se aleja levantando una mano a modo de despedida—. ¡Dios! Es desesperante.
—¿Quién es desesperante?
Me doy la vuelta y veo a Mariela desperezándose. Es alucinante lo poco que tarda en arreglarse, está espectacular. No lleva maquillaje, pero tiene la suerte de no necesitarlo. A mi me haría falta una buena base para tapar mis granos, aunque no lo uso nunca porque las veces que he intentado aprender a aplicármelo han resultado ser un desastre.
—Martín, el coordinador.
—Pues a mí me parece adorable —contesta con una sonrisa.
—A ti todo el mundo te parece adorable.
Reímos mientras Coral sale de la cabaña. Tiene cara de mal humor, como siempre, y comienza a quejarse de lo blandos que son los colchones y los mosquitos que le han atacado durante la noche mientras se rasca el tobillo como una posesa. Vamos hacia la cabaña de nuestras acampadas mientras le decimos que debería ponerse las botas de montaña, pues ese día uno de los juegos es una gymkana a través del monte, pero se niega. Dice que le hacen daño, aunque más daño va a tener esta noche cuando las Converse le hayan hecho varias ampollas.
Mariela va a ayudar a sus niñas, que tienen diez años y están un poco más despistadas. Coral se va hacia su grupo, son las de once años y yo me voy hacia la cabaña de mis campistas. Ya están todas despiertas y charlando en la puerta, solo tengo que hacerles una señal y me siguen risueñas hacia el comedor, donde empezamos el día.
Después de desayunar vamos al centro del campamento, donde comenzamos con el juego de la mañana en el que realizamos un taller de escudos y banderas para nuestras cabañas. Mis chicas eligen una bandera rosa con purpurina y un gato precioso que dibuja una de ellas. Lo colocan en la puerta, muy contentas, y las miro orgullosa. Parece que mis miedos eran infundados y sí van a disfrutar de las actividades en el campo.
¡Qué equivocada estaba!
Por la tarde realizamos una competición a través del bosque a contrarreloj, guiándonos por pistas y balizas, hasta conseguir todas las piezas de un puzle. No solo nos quedamos las últimas, siendo superadas hasta por los niños de ocho años, sino que no conseguimos todas las piezas. Entre los calambres, paradas a descansar, quejas y las discusiones por chicos que ya están surgiendo tengo que hacerlas volver antes de terminar el juego. Román empieza a reírse para fastidiarme y, a pesar de sus intentos con abrazos por intentar que le perdone, voy directa a las duchas para despejarme.
Tras una cena copiosa, hacemos una velada tranquila en la que jugamos al trivial, dividiendo a los campistas por edades y en el que mis chicas vuelven a quedar las últimas; aunque más por dejadez que por desconocimiento, pues han estado más pendientes de los chicos del grupo de Román que de las preguntas. Cuando, por fin, conseguimos que todos se vayan a la cama y hacemos el sorteo donde Coral y Daniel tienen el honor de hacer el turno de vigilancia del campamento mientras los demás nos reunimos, nos vamos hacia la zona de talleres donde hay unas mesas en las que todos podemos sentarnos.
Román y Mariela traen, con permiso de Martín, una nevera con cervezas y refrescos. No vamos a emborracharnos, o eso creo, pero es tradición que tras los duros días de acampada los monitores se reúnan para hablar de cómo está yendo el trabajo, dar indicaciones para el día siguiente y hacer piña. Nada mejor que la cerveza para unir a los jóvenes, o eso creíamos.
—¿Cómo ha ido tu día? ¿Ya te has rendido con tus chicas?
La voz ronca de Martín llega a mis oídos mientras se sienta a mi lado. La reunión formal había terminado y llevábamos un rato charlando en grupos, hasta que alguien trajo un altavoz y se convirtió en una rave. El volumen estaba bajo, Francisco nos había dado permiso y queríamos aprovechar que aún no estábamos cansados del pasar de los días.
Miro a Román, que hace ya un rato que ha decidido ignorarme para ir con Adrián y algunos de los chicos a jugar con un balón mientras otros animan, expectantes. Suspiro mientras pego un trago a mi cerveza, que ya está caliente, y con una mueca la dejo encima de la mesa.
—No me conoces —contesto con sorna—. No me rindo tan fácilmente.
—Eso lo veremos. Las chicas con esa edad pueden ser agotadoras. Tú lo sabrás bien, prácticamente la tenías el año pasado.
—Hace dos. Además, tú tampoco eres tan mayor. ¿Cuántos años tienes?
—Veintiuno —contesta mientras le miro, sorprendida—. Lo sé, parezco mayor. Será la barba puede que...
—¿Tu pose de amargado?
Comienza a reír con ganas, haciendo que una sonrisa se dibuje en mis labios. Me gusta ese sonido, es sincero y fuerte, como si no le importase que los demás le escuchen. Estoy más relajada y eso hace que mi cuerpo se destense, haciendo que poco a poco vaya desapareciendo el dolor de cabeza que me ha estado atenazando todo el día.
—Creo que hemos empezado con mal pie —dice mientras se levanta y se coloca delante de mí—. Soy Martín, encantado.
Me tiende la mano y dudo unos segundos por perderme en el verde de sus ojos. De verdad, no sé qué me está pasando con este chico. Se la tomo, pensando en lo extraño que es que sean tan rudas. Imaginaba unas manos más suaves, pero estas no me desagradan. ¿Cómo se sentirían recorriendo...?
¡Basta! Tengo que darme una ducha de agua fría.
—Igualmente, yo soy Julieta —respondo con una sonrisa—. ¿Esto quiere decir que, a partir de ahora, no te meterás más conmigo?
—Solo si tú quieres, Julieta.
No sé si me lo ha parecido a mí, pero he notado un leve coqueteo en sus palabras. O puede que sea por las dos cervezas que me he tomado, o que hace unos días que Román y yo no podemos estar a solas y estoy muy salida, o la noche me confunde. Vete a saber por qué. El caso es que, cuando Mariela viene a por mí para irnos a dormir, me despido de Román con más efusividad de la que acostumbro a mostrar en público y le dejo plasmado con una sonrisa de bobalicón adorable en su rostro.
Recogemos a Coral, que ha conseguido desesperar a Daniel con sus quejas durante toda la noche y, cuando apagamos las luces de la habitación, no puedo dejar de pensar en esos ojos verdes y en lo que esas manos rudas podrían hacer por mi cuerpo.
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