18
Llevo más de un día entero pensando en la conversación que escuché. Por mucho que intente convencerme de que Adrián no sería capaz de hacer eso y mucho menos de hablar así después de empujarme, una parte de mí siente que es posible que el tarugo tenga tan pocas neuronas como para delatarse. He evitado a mis compañeros durante todo el día, cosa que no ha sido difícil, pues me he ofrecido voluntaria para organizar los premios de la actividad nocturna y llevo todo el día sola haciendo pequeños paquetes de gominolas en una de las cabañas. Todos saben que estoy aquí, así que el único que ha aparecido ha sido Román para traerme la comida y decirme que mis chicas están bien, dentro de lo que cabe. Cada vez están más quejicas y a mí se me hace cuesta arriba.
Sumida como estoy en mis pensamientos, no me he dado cuenta de que ya es casi de noche, por lo que me levanto con rapidez maldiciendo mientras guardo las últimas bolsas en las cajas para llevarlas al final del recorrido. Cuando estoy haciendo malabares para salir con todo lo que llevo, noto cómo alguien gira el pomo de la puerta a la vez que yo, lo que causa que me trastabille y acabe de culo en el suelo.
La puerta se abre y lo primero que veo son unas piernas enfundadas en unos pantalones negros. La luz del exterior dibuja su silueta, pero lo que más me llama la atención es la máscara blanca y que en sus manos sostiene un machete de forma amenazante. Un grito escapa de mis labios mientras me quedo paralizada y pasan por mi cabeza todos los errores que he cometido y que nunca cometeré.
—Julieta, ¿qué haces? ¿Por qué aún no estás vestida?
La voz de Martín me hace volver a la realidad después de mis tres segundos de pánico. La vergüenza acude a mis mejillas mientras me levanto y sacudo mi ropa, colocándola. Su disfraz de Jason está bastante conseguido y se quita la máscara, dejando ver una sonrisa que me hace sonrojarme aún más.
—Iba ahora mismo, tengo el disfraz en la cabaña.
—¿Te has asustado? —pregunta con sorna mientras paso por su lado.
—No, me he caído —respondo y noto cómo camina tras de mí.
—¿Estás segura?
—Soy una patosa, ¿recuerdas? —digo señalándome la cabeza, donde aún tengo un pequeño círculo morado de uno de los golpes que me di.
—Julieta.
Su voz se ha tornado más seria, lo que hace que me detenga y me dé la vuelta. Deja las dos cajas en el suelo y acerca una de sus manos a mi frente, apartando un mechón de pelo y rozando con dulzura la marca. Le miro a los ojos, perdiéndome en el verde oscurecido por la penumbra de la noche. Tardo unos segundos en darme cuenta de que estamos donde cualquiera puede vernos y la culpa vuelve a apoderarse de mí. Aún no he hablado con Román ni con Coral de ello.
—Estoy bien, ¿de acuerdo? Dame las cajas, puedo llevarlas.
—No, voy contigo.
—Pero iba a quedarme yo al final del recorrido para entregar los premios —digo, contrariada.
—Me he quedado libre y he pensado en ponerme contigo, para darles el último susto.
Tendría que explicar un poco por qué Martín va disfrazado de Jason Voorhees y gracias a ello me he llevado el susto del año. Es la noche del terror y la actividad consiste en una gymkana por el bosque en la que los acampados tendrán que seguir el camino y se irán encontrando con distintas pruebas relacionadas con el terror. Los monitores de los grupos más mayores nos disfrazamos para guiarlos y darles algunos sustos. Cuando era pequeña y venía de acampada era mi actividad preferida, a pesar de que me daba miedo hasta mi sombra. Creo que eso hacía que fuese tan emocionante, sentir la adrenalina en mi cuerpo pensando que en cualquier momento podría estar en peligro.
—No necesito niñera —replico.
—Ni yo he dicho que lo sea.
—Seguro que haces más falta en otro sitio.
—Es posible, pero una de las ventajas de ser el jefe es que puedo delegar y hacer lo que me apetezca. Y esta noche lo que me apetece es estar en la última prueba y dar el golpe final a los que piensen que ya están a salvo. —Acompaña sus palabras dejando las cajas en el suelo, poniéndose la careta y levantando el machete de forma amenazante.
Resoplo tras la respuesta de Martín y continúo hacia mi cabaña. Noto cómo sigue persiguiéndome, pero le ignoro. Entro y, con rapidez, me cambio de ropa, poniéndome el camisón blanco que tenía preparado. En el baño me aplico polvos de talco en la cara y brazos para darme un aspecto más siniestro y con el peine me cardo el pelo. Mañana me voy a arrepentir de esto cuando tenga que desenredarme, lo sé, pero no hay nada que dé más miedo que una chica siniestra con el pelo desordenado.
—¿Vamos? —digo mientras salgo de la cabaña.
No tardamos mucho en llegar a la zona señalada. Esta mañana he colocado un columpio en una de las ramas que atraviesa el camino con un par de cuerdas y un tablón de madera. Espero que aguante mi peso, pues aunque he estado probándolo durante un rato, los pensamientos intrusivos atacan de nuevo y no puedo evitar pensar en que peso demasiado para ese robusto árbol.
—¿Estás bien? —pregunta Martín al verme mirar el columpio. Está colocando las cajas con las gominolas tras un arbusto cercano.
—Sí —respondo poniendo los brazos en jarra, disimulando —. ¿Cuánto queda para que venga el primer grupo?
—Poco más de una hora —dice mientras mira su reloj—. Han salido hace un buen rato. Los siguientes serán diez minutos después, a no ser que se retrasen y se acaben juntando.
Eso es una de las cosas más divertidas de este juego, pues algunos pasaban tanto miedo que les costaba avanzar y los siguientes acababan reuniéndose con ellos, haciendo un grupo más grande y confraternizando.
Me siento en el columpio con cuidado, poniendo poco a poco mi peso hasta que respiro, aliviada, cuando noto que no se va a romper la rama. Martín continúa de pie, delante de mí, cruzado de brazos y mirando alrededor. Lo noto nervioso y eso hace que me pase lo mismo. No hemos estado solos desde la enfermería.
Tras unos minutos eternos en los que ninguno de los dos sabe qué decir se sienta delante de mí en el suelo. Me gustaría poder decirle que no diga nada, pero soy adulta, o eso creo, y sé que no puedo huir de esto.
—Tenemos que hablar, Julieta.
—Lo sé.
—Y, ¿por dónde empezamos?
—Buena pregunta. No tengo ni idea.
Me quedo en silencio, esperando que continúe, porque sé que si digo lo que estoy pensando ahora mismo acabaría metida en un lío de palabras y estupideces que no dejarían de salir de mi boca hasta que me detuviese.
—Nos besamos.
—Sí.
—Me gustó hacerlo, Julieta. Y creo que a ti también, ¿verdad?
Levanto la mirada hacia el cielo. Claro que me gustó, pero admitirlo en voz alta sería confirmar algo que, de no hacerlo, se quedaría en un limbo en el que podría ser cualquier cosa y no confirmaría que me he portado fatal con dos personas que me importan.
—¿Qué quieres que te diga, Martín?
—La verdad. —Se lleva una mano a la cabeza y coloca su pelo—. No creo que sea tan difícil.
—Lo es.
—¿Tú crees? —pregunta con ironía—. No creo que sea tan complicado decir sí o no.
Me incorporo y comienzo a dar vueltas despacio de un lado al otro del camino. Ojalá pudiese salir corriendo y desaparecer durante el tiempo suficiente para que él se olvide de esta conversación, pero estoy segura de que eso no va a pasar.
—Estoy con Román, ya lo sabes.
—¿Y quieres seguir estándolo?
Le miro. Sigue sentado en el suelo y está clavando sus ojos en los míos. Está esperando una respuesta clara a una pregunta que ni yo misma sé cual es. Estoy segura de que mi silencio no es suficiente para él, pues se levanta acercándose hacia donde estoy. Me quedo paralizada, notando cómo su mano acaricia la mía con suavidad. Sus labios se van acercando poco a poco, pidiendo permiso. En este momento no puedo pensar en nada, solo en las pintas que tengo que tener con mi esperpéntico disfraz y por qué, aun así, querrá besarme. Respiro su aroma, perdiendo un poco más la cabeza.
El sonido de una rama rompe la magia, haciendo que vuelva a la realidad y, reuniendo todas mis fuerzas, me separe de él. Comienzo a mirar a mi alrededor, esperando que en cualquier momento aparezca alguien y comience a decirme lo mala persona que soy.
—Habrá sido un animal —dice mientras intenta poner su mano en mi cintura, pero lo esquivo haciendo que me mire con tristeza—. Julieta, yo...
—Esto es un error —replico cruzando mis brazos—. Tengo novio, lo estamos arreglando. No puedo echar por tierra tanto tiempo de relación y amistad. No puedo...
Noto cómo mi cuerpo comienza a temblar. Las lágrimas acuden a mis ojos sin que pueda evitarlo. Martín, tras su segundo intento fallido por acercarse, se queda quieto, mirándome. No sabe qué hacer y no le culpo. Hasta yo entiendo que le estoy enviando señales contradictorias, pero no lo puedo evitar.
—Julieta...
—Creo que es mejor que te vayas.
Le veo dudar durante un segundo, pero la firmeza de mi voz no deja lugar a réplica. Recoge la máscara y el machete, lanzándome una última mirada, esperando alguna reacción por mi parte. Como esta no llega abandona el lugar en silencio y le veo alejarse.
Cuando estoy segura de que se ha marchado me siento en el columpio y comienzo a llorar.
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