Epílogo
Cada noche de los últimos dos meses había dormido con su carta a mi lado, sobre el lugar en el que él descansaba: la derecha. Apostando a que el sueño venciera mis ansias por salir a mitad de la noche como una posesa a caminar para buscarlo quién sabe dónde, caí en la trampa del dolor.
Ayudada por Sandra, mi psicóloga, no había tocado fondo; me mantendría flotando, con la cabeza fuera del agua intentando no ahogarme en mis penurias de mujer conflictiva.
Sentada en el sofá, miré mil veces el par de patines que descansaban en una bolsa de plástico, listos para ser regalados.
Todo en ellos me traía recuerdos que me agobiaban. Antes, por ir con el ingrato de Manuel. Hasta hace no mucho tiempo, porque un domingo de sol y de patín yo había despertado de un letargo extenso para conocer el sabor de los labios de Fénix.
Sandra se esmeraba en hacerme ver el medio vaso lleno y no la mitad vacía; por momentos, lograba que yo fuera la buena alumna de siempre y me enfocara en hacerlo.
Mordisqueando mi uña, aún con el pijama de la noche, añoraba esa tarde adolescente, ese beso contra la pared de un exclusivo restorán de Puerto Madero, ese jugueteo de manos al momento de transitar el pasillo rumbo a mi departamento...
¿Y si les daba una última oportunidad?¿Un último paseo que me permitiera recordar con una sonrisa aquel intenso romance?
Llené mi pecho de aire, lo contuve en mis mejillas como un hámster y me abalancé sobre ellos, deshaciendo el nudo de la bolsa que los retenía y deseándoles lo mejor para esta tarde.
Brillante, el sol de septiembre me llenaba de energías. Vestida con indumentaria deportiva para la ocasión, mi largo cabello en una cola de caballo lacia y con gafas que detuvieran los rayos UV, patiné por la calle Aime Painee emocionada, con una sonrisa amplia y la piel vibrante.
Amaba patinar al aire libre, en aquellas callejuelas donde se mezclaban los turistas domingueros, los hoteles lujosos y los diques de ladrillo macizo reformados arquitectónicamente, los cuales se integraban perfectamente al paisaje urbano.
El río flanqueando la zona de casas de comida, la avenida ruidosa por detrás y el Puente de la Mujer como gran escultura decorativa-funcional, era el lugar perfecto para distenderme.
El grupo de aprendices se renovaba asiduamente, no obstante, los profesores realizaban las mismas maniobras una y otra vez sin cansarse. Pasé por al lado de ellos, imaginando a Fénix tomando clases con su gran cuerpo descoordinado.
Las grúas amarillas como monumentos eran motivo de fotografía. Muchas personas se reunían para llevarse un recuerdo de ellas, agrupándose sin reparar en el tránsito de los lugareños, como nosotros, que ya las teníamos incorporadas a nuestras vidas.
Esquivando niños que corrían por el adoquín, parejas que se propinaban arrumacos sin registrar su entorno y los vendedores ambulantes que buscaban llevar algo de dinero a sus casas, me encontré con un cúmulo de escombros en mitad de vereda, el cual no había visto debido al tumulto circundante.
Tropezando con él, cayendo de rodillas al piso, el ardor y dolor del impacto fueron muy fuertes.
─¡Mierda! ─insulté al aire y ahuyenté a las personas que se acercaron con la honesta intención de ayudarme. Muerta de vergüenza y orgullosa, me mantuve sentada en el piso, soplando la herida sangrante.
Mi día había terminado como el culo, estaba decretado.
Con insistencia, soplé la piel desgarrada; un moretón también decía presente sobre mi rótula hinchada. Maldije no haberme puesto los protectores adecuados, confiando en mi pericia para patinar.
─¿Me permitís ayudarte? ─una voz masculina, un tanto risueña, se me acercó.
─No, gracias ─ladré, cual perro, al borde del llanto.
─No seas cabeza dura y dejá que al menos te de la mano para ponerte de pie.
Con la cabeza gacha, concentrada en mi herida, junté valentía para no derramar ni una lágrima y presioné mi mandíbula, evitando responder con una agresión innecesaria.
Fue para entonces que levanté la mirada y lo encontré a él.
A mi Fénix.
─Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos ─recitó esa frase magnífica de Rayuela, calando hondo en mi alma.
─Fen...Lucas...─mi voz fue un hilo quebradizo.
─Entremos al restaurán y pidamos hielo. No te vas a poder mover en unas horas si no desinflamamos la zona ya mismo ─ de camisa de impecable blanco sin el primer botón ajustado y pantalón oscuro, se puso en cuclillas y como si fuéramos recién casados me tomó por detrás de las rodillas, acunando mi espalda.
Entrando ridículamente en la casa de comidas,sitio elegante y repleto de gente, el sonrojo quemó mis mejillas. Hundiéndome en su pecho amplio, fuerte y perfumado, me dejé llevar con el deseo de no despertar nunca más de este sueño increíble que vivía minuto tras minuto.
─¡Julio!¡Una bolsa con hielo, por favor! ─pidió Fénix apenas levantando la voz al camarero cincuentón al que, evidentemente, conocía bastante.
Ubicándome en una silla, elevó mi pierna apoyándola sobre otra y comenzó a soplar. Frente a mí, arrodillado, intentaba sanar mi herida.
Yo odiaba ser el centro de atracción, pero en ese momento nada más me importaba en el mundo que haber encontrado a Fénix y que él fuera mi enfermero por unos segundos.
Sumamente prolijo, afeitado y oliendo delicioso, Lucas abanicaba mi rodilla en un gesto cómico. Perdiéndome en su cabello oscuro, con algunas nuevas canas en su haber, no pude más que hacer silencio y disfrutar de ese encuentro tan bizarro e inesperado.
─Aquí tiene, Lucas ─el mozo le acercó una hielera, de esas en las cuales se colocan las botellas de champagne o vino costoso, repleta de cubitos. Le dio, además, una gran servilleta blanca que se estropearía en manos de mi torpeza.
Mi doctor personal le agradeció y envolvió algunos cubos de hielo con la pulcra tela para presionarla sobre mi rodilla.
─¡Auuchhh! ─chillé volcando inconscientemente mi torso hacia delante, chocando mi nariz con la cúspide de la cabeza de Fénix.
Uniendo nuestras miradas, entrelazándolas, nos mantuvimos cautivos de ese mismo amor que supimos tenernos por mucho tiempo.
─Gracias por la molestia. Es sólo un raspón ─susurré a poco de su boca, carnosa y apetecible. De a poco, me incorporé en el respaldo de la silla.
─No es molestia. Lo hago con placer ─sonrió, demoliendo mis hormonas.
─T...tengo que irme ─balbuceé, nerviosa ─. Ya se me va a pasar...
─¿Por qué siempre siendo tan terca? Dejá que te lleve a tu casa.
Incapaz de decir que no, acepté con la cabeza. O mejor dicho, con el corazón.
Sin importarle continuar con la pantomima, me tomó entre sus brazos como si saliéramos de la película "Reto al Destino", saludó de palabra a los camareros del restaurante y recorrimos toda la extensión del dique dando ese espectáculo al que todos respondían girando sus cabezas. Risueños, llegamos hasta su automóvil, un Audi gris plomo estacionado a poco de allí.
─Cuidado ─deslizando mi cuerpo hacia abajo, me permitió hacer pie en el adoquín. La rodilla estaba muy morada y bastante hinchada.
Abrió la puerta de mi lado y me ayudó a acomodarme dentro del coche, quedando cerca uno del otro, por segunda vez. Sin mayor contacto se retiró para pasar por delante de su vehículo y ubicarse del lado del conductor.
─Gracias por los bombones ─ sin dar marcha al motor, sintonizó la radio. Aun con el volumen bajo, "Te extraño", uno de los boleros más bellos interpretados por Luis Miguel se colaba en mis oídos. No dije nada. ¿Coincidencia o no tanto?
─No es nada. Mariano hizo un buen trabajo ─con una sonrisa pícara, se pasó el cinto de seguridad por delante del torso.
Parpadeé sin comprender la mención de Mariano en la ecuación hasta que mi mente me situó en los tribunales, después del veredicto y junto a su amigo, en el café.
─¿Mandaste a Mariano a que me entretuviese?
─Algo así. Aunque todo este tiempo me dijo lo arrepentido que estaba por no haberte podido darte las disculpas en persona. Nunca respondiste sus llamados.
─No quise tener contacto con nadie, para serte franca. Pero él no tenía la culpa, sino yo. Yo te había ocultado cosas, yo no te dije la verdad cuando debía hacerlo...─Fénix posó un dedo sobre mis labios, pidiendo silencio con un arrullo.
─Shhh...ya pasó todo eso, Carolina.
─¿Por qué me dejaste las llaves de casa?
─Por que no eran mías. Porque durante estos meses estuve tentado de ir, abrir la puerta y sorprenderte...pero no estaba lo suficientemente preparado como para enfrentar lo que pasaría.
Acongojada, mis ojos comenzaron a llenarse de lágrimas.
─No sabía cómo pedirte perdón. Como decirte cuánto te amaba sin sentir el dolor de la desconfianza. Vos eras la persona en la que yo más creía...y sentí que me habías defraudado.
─No quise...no quise...─sollocé, acunando su quijada suave, tersa, impecablemente rasurada.
─Lo sé. Pero aun tenía muchas cosas por resolver conmigo mismo, con Noelia, con la justicia. Tenía miedo que fuera muy tarde para recuperarte cuando todo estuviera listo desde el punto de vista judicial...por eso, cuando te vi en tribunales, supe que no todo estaba perdido.
─Te extrañé mucho...¡horrores! ─mi aliento se acercó al suyo, el cual se nutría de aroma a café, fuerte.
─Fue un largo aprendizaje que debí hacer, un largo recorrido hasta llegar hasta aquí. Hay cosas que todavía no recuerdo, momentos de los que quisiera tener explicaciones...pero hoy por hoy me conformo con todo aquello que conozco de antes y que Dios puso en mi camino un poco después. Como vos.
Una estampida de burbujas dominó mi estómago. Sintiéndome una cursi, nada me interesaba más que continuar escuchándolo.
─¿Cómo es posible que nos hayamos encontrado acá? ─pregunté, pensando en agradecer a alguna fuerza astrológica superior.
─Desde hace un año, no hay domingo en que no venga a este restaurante con la ilusión de verte pasar en patines. Supongo que hice bien, ¿no? ─su sonrisa ladeada me derritió.
─Te amo, Fénix...
─Y yo a vos.
Dándonos un beso intenso, recuperando el tiempo perdido nos declaramos nuestro amor.
─Quiero devolverte las llaves. Quiero que vuelvas a dormir a mi lado ─le confesé en un ronroneo.
─No, ese es tu departamento. Yo quisiera que tengamos nuestro lugar. Ni mi casa ni la tuya...
─¿Querés....querés buscar otra casa? ─parpadeé, asombrada.
─Si. Una casa que elijamos los dos, que la decoremos con cosas de los dos...una en la que soñemos los dos ─mi sonrisa no entraba en mi rostro ─. Quiero empezar de cero, sin mentiras. Sin engaños.
─¡Claro que sí! ─rodeando su mandíbula lo llené de besos a los que él respondió con cosquillas bajo mis costillas. Incómodos por el reducido espacio, no nos importó juguetear como dos pequeños.
─A partir de esta misma noche quiero una sola cosa ─levantó su dedo, pero sin tono amenazante.
─¿Cuál? ─pregunté fijando mis ojos en los suyos.
─Que me leas "Historia de dos ciudades".
─¡Más que atinada elección! ─respondí sabiendo que ese libro refería a un amor que perduró con el tiempo a pesar de ser oculto y temeroso.
Abrazándolo por su cuello unimos nuestras bocas para fundirlas en un beso apasionado que acababa de sellar nuestro destino: los dos, a nuestro modo, habíamos revivido de nuestras cenizas y ya nada nos iba a separar.
FIN
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