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Todo el fin de semana me fue imposible dormir en armonía. Pensando en mis fabulaciones, llevé mi inquietud a Germán Pzifer, mi psiquiatra.

─Entonces, vos creés que te tocó un hombre que hace meses que no demuestra actividad muscular ─reiteró mirándome fijamente.

─Si. Pero es evidente que para vos estoy loca ─aseguré removiéndome sobre mi silla. Puse las manos bajo mi trasero caliente.

─No dije que estuvieras loca, quise que escucharas de mi boca lo que yo escucho de la tuya.

─¿Y qué gano con eso?

─Decime vos.

Rolé los ojos mirando la bovedilla del techo de su consultorio. Desplomada en el respaldo de la cómoda silla, tapé mi cara con ambas manos.

─Germán, sé que suena como una locura, pero te juro que sentí que sus dedos se levantaron y me tocaron antes de irme. ¿Por qué no confiás en que lo que te digo es cierto? ─rogué su comprensión.

─Lo que creo es que estás tan necesitada de afecto y tan aburrida de tu cotidianidad que tu inconsciente te está haciendo sentir cosas que no son tales.

─O sea, sostenés que estoy loca.

─No.

─Grrrrr...─gruñí, envuelta en un laberinto sin salida.

─Carolina, tendrías que intentar ampliar tu círculo de amistades. ¿Por qué no retomar contacto con Patricia, con Micaela...con Soledad?

─Porque no quiero tener a esas tres traidoras como amigas.

─Ellas quisieron defenderse, tal como hiciste vos.

─Ellas quisieron defenderse a expensas mías, Germán. Dijeron que estaban durmiendo y sumamente borrachas. Amparadas en todo el alcohol que tenían en sangre, fue fácil desligarse. Yo quedé re pegada. Sola. Ninguna de ellas fue capaz de llamarme. Fueron tan hijas de puta como Manuel.

─¿Y qué tiene que ver Manuel en todo esto? ─poniéndose la mano bajo su barbilla, me miró con sus ojos oscuros penetrándome el cerebro.

Esa posición de analista sesudo me incomodaba siempre.

─Me llamó. Ayer ─suspiré, tomando una lapicera de un cilindro de aluminio con agujeritos.

─¿Y qué sentiste?

─Al principio no reconocí el número. Se lo cambió aduciendo que después de mi tragedia lo molestaban mucho.

─¿Y qué más te pasó por la cabeza?

─Que tenía ganas de gritarle en la cara lo que contuve todo este tiempo.

─¿Lo hiciste?

─No, estaba en el hospital y era muy tarde. Me pidió que nos veamos.

─¿Y qué dijiste?

─Que no quiero.

─¿Pero te gustaría verlo para decirle lo que tenés guardado?

─...seee...

─¿De qué te serviría?

─Creo que de alivio.

─Entonces, ¿por qué negarte a verlo? ¿Te dijo para qué quiere hablar con vos?

─No.

─¿A qué le temés?

─¿Perdón?

─Ambos necesitan verse, aunque vos no quieras. ¿A qué le temés todavía como para no hacerlo?

Le sostuve la mirada; mil cosas pasaron por mi mente en un milisegundo, sin ser capaz de dar una respuesta coherente.

─Hay algo en él que aún te perturba lo suficiente como para no atreverte a decirle lo mal que estuviste este tiempo.

─Él debe saber mi padecer. ¿Para qué decírselo?

─¿Para tu alivio personal, quizás? ─elevó su hombro, replicando mis palabras nuevamente ─. Carolina, que él deduzca cuál es tu sentir no significa que lo sepa de tu boca. Es sumamente incómodo cuando te arrojan verdades en la cara.

─Si lo sabré yo...

─Por eso mismo. Es hora que te liberes de esos fantasmas que te atosigaron. Ya estás sentenciada, no sientas culpa por creer que merecías mayor castigo. No te flageles por lo que no fue y cumplí con lo que sí es. Si te parece que leyéndole Cortázar a este chico te relaja, te transporta a una realidad paralela, aprovéchalo. Pero cuidado: una cosa es la fantasía. Otra, el saber real.

─¿Volvemos a eso de que estoy loca por sentir que me tocó?

Germán sonrió de lado y meneó su cabeza, como si yo fuese un caso perdido.

─La próxima semana me contás qué tal te fue.

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Pasadas las ocho de la noche caminé hacia la sala de neonatología en busca de Laura. Necesitaba contarle el misterioso contacto que había percibido la semana anterior.

Ella estaba en un rincón, meciendo a uno de los niños.

Poniéndome delante del vidrio, le hice señas y me respondió con otra, invitándome a ingresar a ese sitio.

Inspirando profundo entré a la paz que aquellas criaturas me transmitieron al instante; unté mis manos con alcohol en gel y caminé esquivando las pequeñas cunas.

─Me costó mucho que Candela duerma ─Laura susurró mientras sujetaba una mamadera, puesta en la boquita de la beba de menos de tres kilogramos ─. ¡Si vieras lo chiquitita que era cuando nació! ─sus ojos se llenaron de lágrimas. De seguro, tendría una historia muy emotiva detrás.

─¿Por qué no está la madre dándole de comer? ─rocé la mejilla redondeada de la niña con el perfil de mi dedo.

─Porque su mamá murió al dar a luz ─me dejó de piedra. La miré estupefacta.

Un incómodo silencio me anudó la garganta, enredando mis cuerdas vocales incapaces de emitir juicio. Sin pestañar siquiera, lagrimeé.

─Conocí a Eliana antes de que pariera. Era una chica muy fuerte y optimista, contrariamente a su salud. Desde que quedó embarazada, su día a día le recordaba que sería ella o su bebé. Cuando pasó las veintiocho semanas y el estado de la niña se complicó, los médicos conversaron con ella y su esposo para tomar la decisión final. Y fue la de dar vida.

Cada palabra de Laura sumaba un punto a mi angustia. Creí que no era necesario hablar de mis dudosas sensaciones y darle espacio a otras.

Arrullando el típico "arrorró", me mecí en la silla y me nutrí de la serenidad de ese angelito llamado Candela.

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Como era costumbre, ingresé a la sala de terapia. Para entonces, el único que no mejoraba y continuaba siendo el único misterio, era Fénix.

Sin reaccionar, así como parecía que en cualquier momento despertaba, en cualquier momento podía morir. Ese era el diagnóstico que sostenían sus doctores según las propias palabras de Laura. Sin historia clínica anterior, sin poder conocer sus antecedentes, este joven era una bomba de tiempo.

Inmersa en idéntica ceremonia, acerqué la silla, hice de mi pelo un trenzado desprolijo y limpié mi garganta. Leí todo el capítulo 8 y el 9 de un tirón. Dentro de mi personaje, le gesticulaba y hacía actuaciones con mi voz como si estuviese haciendo una representación teatral.

Me sonreí a mí misma por la inocencia de mis actos, tan opuestos a lo hecho aquella maldita noche en que mi vida cambió por completo y para siempre.

Para cuando terminaba con el capítulo 11, enredada en los diálogos entre "La Maga", Horacio y los otros personajes, Cecilia, la otra enfermera con la que me había hecho muy cercana, golpeó la puerta con sus nudillos.

Era tiempo de decir adiós.

─Chau Fénix. Mañana nos toca el capítulo 12. Es bastante extenso, espero no aburrirte ─lo hice parte de mis planes y como nunca había hecho hasta entonces, besé su frente tibia, aquella que albergaba pequeñas cortaduras irregulares y casi imperceptibles.

Inspiré profundo, crucé la cartera sobre mi pecho y caminé hacia la cama nuevamente, despidiéndome de a poco, como si no tuviera ganas de irme de su lado.

Junto a Fénix, el tiempo no tenía duración. Mi vida parecía, incluso, tener sentido; le era útil a alguien sin que me lo hubiese pedido.

─¿Me guardarías un secreto? ─susurré, buscando una complicidad que tenía asegurada ─. No sé si quiero que despiertes porque cuando lo hagas, no vas a querer saber quién soy yo ─dije afligida, vistiéndome de monstruo.

Cecilia volvió a golpear; yo debía salir cuanto antes.

─Hasta el jueves que viene ─acaricié su mano izquierda y para cuando quise apartarme definitivamente, el momento que le siguió a ese no tuvo nada de fantasía: el chico cerraba el pulgar en torno a dos de mis dedos.

Dura, en shock, no pude sino más que quedarme de pie y esperar. No me importaba que la enfermera derribara la puerta.

Efectivamente él, con sus dedos temblorosos, rozaba los míos.

¿Sería una reacción espasmódica de su cuerpo?

Ignorando por completo esta clase de situaciones comencé a hablarle.

─Si no querés que me vaya, no me voy ─mis ojos se pusieron vidriosos y mi cuerpo expectante.

Sus párpados comenzaron a tener más vida de lo habitual; su respiración se entrecortó, alertando los pitidos de esa máquina diabólica que medía cada latido de su corazón.

La mascarilla que envolvía su boca se empañó de golpe y el miedo apareció para recorrer mis terminaciones nerviosas. Fue entonces cuando Cecilia desestimó mi silencio y se puso en acción: constatando sus pupilas y los valores del monitor que lo controlaba todo, presionó el botón de aviso de enfermería para contactar a otra de las chicas.

"¡Llamá ya al Dr. Robledo!", ordenó sin vacilar obteniendo un sí rotundo del otro lado del intercomunicador.

Mordí mi uña, con el repiqueteo de mi pie dando de lleno contra el piso.

─Por favor, Caro. ¡Andá para afuera! ─señaló la puerta de salida mientras rodeaba la cama para tomarle la presión con un tensiómetro de mano.

Aturdida, sin deseos de abandonar la escena, agarré mi saco a rayas para mirar desde el otro lado del cristal como aquel primer día en que conocí a Fénix, quien ahora, parecía decir presente.

Invocando al Dios Misericordioso al que alguna vez me encomendé y al que tanto recé cuando fui chica, deseé que ese pequeño milagro fuese tal y no una simple convulsión que anticipara lo peor.

El doctor Miguel Ángel Robledo correteó por el pasillo y sin siquiera advertir mi presencia entró de lleno a la sala.

Para cuando le quitó la máscara al paciente que nos convocaba a todos, el chico tosió, logrando un salto en sus valores cardíacos.

"No, no, no..." susurré por lo bajo para cuando Elsa, la otra enfermera, cerró la persiana americana que me separaba visualmente de lo que sucedía allí dentro.

Inquieta, me senté en una de las sillas de plástico negro esperando saber si Fénix había resurgido de sus cenizas.


***Próxima actualización, 3 de agosto.

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