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Por primera vez en tantísimo tiempo me fui a dormir con una tonta alegría en mi pecho. Ni acomodar los sobres con gasas, ni atender en la recepción a personas que pedían por atención, ni preparar café, ni sellar, habían sido tareas tan emocionantes como vincularme con aquel desconocido e intrigante hombre.

¿A qué se dedicaría? ¿Tendría hijos por allí preguntándose dónde estaba su padre? ¿Y su esposa, no se habría dado cuenta que por las noches nadie ocupaba el otro lado de la cama? Al instante, opté por desestimar que tuviese pareja... ¿O quizás continuaban buscándolo y no pensaron en este hospital? Mis pocas ganas por mirar televisión se resumían a desinformación absoluta.

En algún momento de la noche quedé profundamente atrapada por los brazos de Morfeo y por la voz imaginaria de "El morocho", como le llamaban las chicas del Argerich.

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Enérgica, con un semblante distinto, entré a la oficina de papá el jueves por la mañana. Como era de esperar, la hostilidad de mis compañeros de trabajo no se hizo esperar dándome solo un buen día de cortesía y no más.

Hacía más de diez años que papá era socio de un importante estudio jurídico en plena zona de Recoleta, profesión paralela a su postulación y roce político.

Escondida atrás de mi Mac, revisé los mails. Promociones de viajes, ofertas de electrodomésticos y de alguna casa de ropa de cama inundaban mi casilla de correo.

Año y medio atrás, cuando mi vida pasaba por ultimar detalles de mi casamiento con Manuel,  las preocupaciones eran otras; yo hacía tramites en Tribunales todos los lunes y miércoles, me preparaba para mi examen de francés en la "Alianza Francesa" y religiosamente, cada jueves, hacíamos salidas de chicas con Pato, Solita y Micu.

Los viernes tenía el privilegio de asistir o no a la oficina, simplemente por ser hija de mi papá. Armaba algún buen plan como ir al cine los viernes a la noche con Manuel o preparaba mi bolso para pasar el fin de semana en la estancia de sus padres en Chacabuco, donde pensábamos celebrar nuestra boda.

Cerré los ojos con el chirrido de las llantas contra el piso otra vez manteniéndome en vilo y regresándome a mi vida real, la que estaba llena de fantasmas, gritos y soledad.

Mis dedos se comprimieron sobre el teclado; Fanny, la chica que ordenaba los edictos judiciales se me acercó. Ella era una de las dos personas con la que mantenía algo más que un hola o chau durante mi día.

─¿Te sentís bien? Estás re pálida. Tengo una aspirina por acá ─compungida, rebuscó en su enorme mochila.

Mis sienes estallaban.

─Gracias, me hace falta una ─extendí la mano aceptando su ayuda.

─Dejáme que te prepare un té ─resuelta se puso de pie y al minuto, me trajo un vaso de plástico con un saquito adentro ─. No sé si te gusta el azúcar, edulcorante o lo tomás amargo ─levantó sus hombros.

─Creo que nadie sabe siquiera como me llamo, para serte sincera.

─Eso no es verdad. Sos la hija de jefe y los noticieros gastaron tu nombre de tanto pronunciarlo ─fue bromista y acepté ese detalle como una muestra de generosidad ─, sin embargo, pongo en duda que vos sí sepas cuál es el nombre de todos nosotros ─con el dedo en alto dibujó un círculo, señalando el entorno.

Enfundé mis dientes bajo mis labios. Acababa de quedar como una pendeja idiota y snob.

─El tuyo me lo aprendí de las veces que papá te cagó a pedos por guardar las cosas en un lugar distinto al que lo hace Beatriz.

─Bueno...al menos me registraste como compañera de laburo ─resopló, pero sin perder la gracia.

─Sé que soy una mina arrogante.

─No puedo decirte que sí como tampoco que no ─levantó sus palmas, con una sonrisa amplia.

─Quisiera volver el tiempo atrás y hacer de cuenta que esta mierda nunca pasó.

─Una cosa es impedir que las cosas pasen de vuelta para cambiar un hecho puntual y otra es regresar para evaluar algo que incluya tu actitud en general.

Estefanía Fanny Vieytes era una de esas chicas que podía parecer tan tonta como inteligente. Muchas veces yo me había preguntado si era o se hacía. Hoy, me acababa de dar cuenta que se hacía, porque de tonta, no tenía un pelo.

─Viniste afilada ─destaqué.

─Y vos, con los ojos abiertos ─sonrió, mientras yo me aferré al vaso caliente y a un montón de errores por subsanar.

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A su lado no sentía el clamor del reproche. Yo le leía, incluso comentaba algún que otro pasaje de la historia de Cortázar y volvía a hablarle.

Lo cierto es que me tomaba el 152 a las 9:25 pm y sin importar la hora a la que llegaba a mi casa cocinaba algo liviano, cenaba con una copa de vino blanco y me dormía serenamente.

Mi inconsciente procesaba la culpa, transformándola en una extraña redención, pero lejos de hacerlo sin compromiso, aquello me salía del fondo del corazón.

¿Él me escucharía? Laura insistía en que no perdía nada con intentarlo. Ella lo afeitaba todos los jueves, mientras yo estudiaba el cuidadoso modo en que lo hacía. Su rapidez me obnubilaba; con idéntico tiempo yo le hubiera hecho un harakiri en pleno rostro.

─¿Pegaste onda con el morocho, no? ─ella enarcó una ceja, con aquel comentario divertido.

─Al menos él no me crítica ni trata de cheta.

─¿Qué le estás leyendo?

─Rayuela, de Cortázar ─ le enseñé la tapa.

─¿Y ya sabés por cuál seguir cuando termines?

─No, no lo tengo definido.

Estable, eternamente quieto, el morocho ni se inmutaba.

─Algunos dicen que la mente es sabia, que es capaz de despertarse cuando se le antoja. Quizás al leerle le estés devolviendo las ganas de regresar a este lado de la vida ─corroborando la inactividad muscular, tomó su mano para masajearle las falanges una a una.

─A veces me pregunto para qué despertar ─bajé los ojos ensombrecidos.

─Cuando tenés afectos y proyectos, el resto sobra.

No respondí; por el contrario, enmudecí profundamente.

─¿Me dejás? Hacerlo...─señalé las manos del bello durmiente.

─Por supuesto. Con cuidado, friccioná sus dedos. Dales calor, extendélos y después doblalos.

Asentí con la cabeza, poniéndome a su lado.

El muchacho tenía las manos heladas. La circulación sanguínea era sin dudas un tema a subsanar y la trombosis un riesgo latente.

Tal como indicó Laura, fui suave en mi accionar. Callosos, con la piel ligeramente áspera, sus dedos eran largos y su mano, grande. Imaginé una enorme caricia con ella, que apoyase su palma en mi mejilla y arrastrara mi llanto con su ancho pulgar.

Meneé la cabeza divagando y de lo lindo.

─¿Querés seguir con sus pies? Le pongo esta crema porque hay que evitar que se le hagan asperezas que le corten la piel.

Acepté cambiando de posición en tanto que Laura se fue por un momento, llevando la fuente con agua y jabón de la afeitada al baño.

No puede ser posible que estemos aquí para no poder ser ─exhalé evocando una de las más significativas frases del autor de Rayuela.

¿Qué secretos guardaría su mente? ¿Qué acostumbraría a hacer los domingos por la tarde? ¿Iría a la cancha de fútbol o prefería otro deporte?

La vibración de mi celular me quitó cualquier pensamiento de cuajo; dejando el pie del joven sobre el colchón, lo tapé y salí hacia el corredor para atender el llamado antes de que el sonido catalogara de molesto.

─Hola...─susurré.

─Hola, Caro...soy Manuel.

Tragué fuerte, lo que menos esperaba era que mi ex me llamara. Alejando el teléfono, el visor me arrojaba un contacto desconocido.

─Cambié de número, por supuesto. No podía lidiar con la presión de todos los llamados que recibí después de...bueno...vos sabés después de qué.

─¿Me llamaste para darme los motivos de tu cambio de número? Ahorráte crédito, no me importa en lo más mínimo ─para cuando estuve por cortar, su "esperá, esperá" me detuvo─. ¿Para qué me llamás, entonces?

─Porque necesito hablar con vos.

─¿De qué? Hace rato no tenemos nada en común.

─Mirá...no quiero que sea por teléfono...¿puedo ir a tu casa? En un rato.

─No. Llego muy tarde.

Un pesado silencio dominó la conversación. Para entonces, me dispuse a saludarlo cuando me aventajó:

─Caro, sé que necesitabas que te contuviese, pero me las vi negras y tuve miedo.

─¿Qué te hace pensar que yo no? ─gimoteé, caminando vagamente por el pasillo en penumbras del hospital

─Dale...veámonos.

─Dejámelo pensar. Te llamo después.

─Bueno, prométeme que va a ser pronto.

─No estoy en condiciones de prometer nada.

Manuel asintió con un pesado suspiro. Despidiéndose, el momento del encuentro quedó en el aire.

Limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano, me di aire con ellas y regresé a la habitación de terapia. Laura estaba dentro, acomodando las mantas sobre los pies de los  pacientes.

─¿Estás bien?

─Sí ─mentí. Por fortuna, la enfermera no insistió.

─Media hora. Por reloj ─recordó como cada vez que me dejaba a solas con el muchacho enigmático.

Sonreí, agradeciendo el favor que nos hacía a él y a mí.

Dejándonos solo con la luz del tablero de la cama del morocho encendida, me acomodé. Busqué nuestro libro predilecto entre mis cosas y quité el marca páginas donde habíamos dejado la lectura.

─¿Estás listo? Ya vamos por el capítulo 7 ─pregunté con la estúpida esperanza que me respondiese con un sí rotundo.

Pero...¿y si acaso lo hacía?¿Si una noche despertaba?¿Qué le diría yo? La fantasía era recurrente; era evidente que necesitaba dormir más.

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja ─reproduje con exactitud, sin dejar de emocionarme por la claridad del sentimiento de Cortázar.

Mordiendo mi labio, cerré el libro. Estaba sensible.

Me serví una copa con agua fría, gentileza de Laura cada vez que me quedaba; ella sabía que después de leer se me resecaba mucho la boca.

De pie, di dos tragos para suavizar mi garganta y ralentizar mis latidos: a medida que transcurrían mis palabras, me figuré esa escena siendo protagonizada por mí y por ese hombre misterioso del que nadie sabía nada.

Mordisqueando mi uña me senté un tanto avergonzada por semejantes pensamientos. No era digno de una chica con muchos domingos de misa encima tener esa clase de ideas sensuales con un absoluto desconocido.

Deseé optimizar los poquísimos minutos que me quedaban allí, no sin antes entrelazar mis dedos entre los suyos, inertes, tibios.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua ─ exhalé, dando fin a aquel capítulo.

Sin perder contacto, cerré con la mano derecha el libro.

─El martes próximo seguimos, ¿te parece? ─le sonreí como niña, para cuando besé sus nudillos y apoyé su mano en la cama, al lado de su cuerpo, como siempre.

Mirándolo como el cíclope de Cortázar, le acomodé un mechón de cabello sobre su frente.

─Chau Fénix, como siempre, ha sido un gusto verte ─giré para cuando su roce me detuvo.

Incapaz de reaccionar, regresé mi vista hacia la cama.

¿Estaba loca? Las mil preocupaciones de mi cabeza atentaron contra mi juicio.

El joven se mantenía igual de rígido que siempre, entonces: ¿qué había sido lo que sentí? Me acerqué a su mascarilla; su respiración continuaba suave y sin altibajos, tal como indicaba el monitor colocado a su lado.

Su torso, cubierto por la sábana blanca, subía y bajaba al compás de su oxigenación.

Refregué mis sienes. Decididamente, necesitaba descansar más.


**Próxima actualización 20 de Julio

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