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Mi primer día en el hospital Cosme Argerich tres semanas después de la sentencia, resultó atípico y difícil de explicar.

Por empezar, el destrato al que fui sometida fue inmediato: las empleadas de mesa de entradas respondieron con recelo a mi aparición. Acompañada por mi abogado, nos presentamos a primera hora de aquel lunes, dispuestos a conocer qué tipo de tareas podía desempeñar.

─Y...para serte sincera, tenemos agujeros que cubrir por todas partes ─Margarita Ramírez confesó desde su ancha silla color verde musgo. Ajada por el uso y algo desvencijada daba un molesto chillido cuando ella se movía.

─Somos conscientes de que en un sitio como este cualquier ayuda es bienvenida, pero le sugiero que se priorice que ella es una joven profesional, sumamente capaz y proveniente de una familia de buena posición al momento de asignarle una labor. No son detalles menores ─sonando innecesariamente elitista, mi abogado me dejó boquiabierta. Llevé mi mano con disimulo hacia mi frente.

La subdirectora del nosocomio emitió una sonrisa socarrona desde el fondo de su nariz.

─Carolina forma parte de una familia reconocida, sin carencias monetarias y en la cual...bueno, no está acostumbrada a hacer ciertas... ¿cómo decir?... ─con un manejo impropio y desubicado de términos, sumaba incómodos ademanes con su mano, dejándome como una niña tonta y ricachona ante la mujer.

Sin embargo, con la única pizca de amor propio y orgullo personal que yo tenía, le cerré su boca de profesional sin tacto:

─Estoy dispuesta a hacer lo que el hospital necesite ─mi postura fue determinante; mi espalda se rigidizó. Aferrándome al escritorio de la mujer, tomé ventaja por sobre el cuerpo almidonado de mi defensor, con la intención que mi interferencia sea notoria y eficaz ─. Si necesitan gente para limpiar los baños, lavar platos o secar pisos, allí estaré. Al pie del cañón. Sé que debo purgar una pena y quiero que se haga efectiva ciento por ciento ─la culpa se manifestó en palabras contundentes. Mi abogado me miró extrañado, con un exagerado frunce en su ceño.

─P...pero Caro...este es un hospital público ─carraspeó ocultando sus dichos tras su mano, hacia mi oído.

─Por supuesto que lo es, Julio. No estoy en un shopping, ni en una oficina de Puerto Madero; estoy acá para ser de ayuda, para efectivizar una condena cuyo objetivo es el de vincularme con la sociedad y sus problemas. Estoy aquí para ser de utilidad, no para estorbar o pintarme las uñas ─soné convincente.

Margarita Ramírez subió su ceja derecha y crujió sus dedos gruesos y llenos de anillos con brillantes, sin categoría de joya preciosa. Sesentona, de aburrido y parco traje gris similar al de una preceptora de instituto de pupilaje, se echó hacia atrás, haciendo rechinar nuevamente a su silla.

─Soy una esponja. Aprenderé lo que sea necesario ─resumí.

─Me alegra tu predisposición, es un buen comienzo. Ya veremos entonces qué te podemos dar para que hagas sin ultrajar tu moral ─mordaz, miró a mi abogado.

Julio roló sus ojos, retomando la negociación.

─Martes y jueves, de 17hs. á 20hs. ─confirmó él. La mujer asintió sin inconvenientes.

Yo hice lo propio pensando en el colectivo pasando frente a mi casa.

─¿Quisieras empezar mañana? ─consultó Margarita, afable.

─Cuando usted lo disponga ─suspiré encomendada, otra vez, al destino que me tocaba vivir.

Con la mirada vidriada bajé mis ojos hacia el piso, replanteándome el hecho de que mi colaboración respondía a cumplir una condena y no, por ejemplo, que había nacido desde el fondo de mi corazón.


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Al día siguiente me presenté en la recepción obteniendo la misma reacción indiferente del lunes. Estando en manos de Mirtha González, segunda en cargo después de Margarita, caminé por varios minutos recorriendo los pasillos laberínticos de aquel lugar con tantas historias convulsionadas.

Con las paredes minadas por cartelería de campañas de concientización de transmisión de enfermedades, la gente se apoyaba sobre ellas para agolparse en las puertas de los diversos consultorios pidiendo por atención; el personal de limpieza esquivaba a los presentes estoicamente para trapear con algo similar a la lavandina.

Inspiré profundo con el olor a desinfectante impregnado en mi nariz. Mi vida acomodada, regia y sin preocupaciones reales, acababa de girar 180 grados de golpe; la realidad misma, me enseñaba que debía mirar más hacia los costados y no únicamente hacia el frente.

Los niños lloriqueaban, muchos de los cuales se revolcaban en el piso, fastidiosos. Chicas adolescentes con panzas de avanzado embarazo respiraban hondo al borde del parto. Tragando en cámara lenta, el bullicio colmó mis oídos para dejar de registrar las palabras de la señora de unos sesenta años, de tono estricto y adoctrinador.

Señalándome las diferentes áreas, ella iba dos pasos por delante de mí. Yo sujeté una carpeta con mi currículum contra el pecho, acomodando mi pelo asiduamente.

─A juzgar por lo que me dijo Margarita con respecto a tus estudios universitarios supongo que tendrás buen manejo de la PC ─aportó abriendo una angosta puerta de madera y vidrio, con una cortina gris sucia del lado de adentro.

─Sí, por supuesto ─confirmé con timidez.

─Entonces por ahora te vas a quedar en esta oficina, con las chicas.

Dejándome frente a tres mujeres que oscilaban los cuarenta años, mi día pareció comenzar.

─Hola chicas ─ella saludó a las tres mujeres de mirada penetrante y quienes súbitamente quedaron en silencio ─. Ella es Carolina y está acá para colaborar con ustedes por un tiempo.

La más rubia de las tres elevó la cabeza por sobre el monitor de su computadora, viejo y de cubierta amarillenta. La segunda mujer, de pelo teñido color caoba, mascaba chicle mientras sellaba unos papeles en tanto que la tercera, de rulos gruesos, se puso de pie para darme un beso.

─Hola ─saludé remilgada.

─Bienvenida. Somos Leticia, Verónica y Yanina ─enumeró, señalándose en primer lugar y marcando a sus compañeras.

─Vero, dale algo para hacer. Yo tengo que seguir con lo mío ─indicó Mirtha, quien de pronto se retiró.

El silencio atrapó el momento hasta que la tan famosa Vero se puso de pie a desgano, dejando los sellos con el escudo nacional de lado.

─Sentáte ahí ─liberó una silla atestada de lo que parecían expedientes ─, aunque no sé si estas sillas son de tu agrado pero es lo que hay acá ─enarcó una ceja mirando mi aspecto de arriba hacia abajo.

Yo sólo asentí con la cabeza, sumisa.

─Mirá, yo folio expedientes que van al archivo. Leti y la Yani se encargan de subir datos en la red de la gente que pide la libreta sanitaria. Las chicas que viste en el escritorio de adelante juntan los papeles y acá se las registra para hacer el pedido oficial. No es gran cosa, pero te podés mantener entretenida con eso buena parte del día.

─Es eso, o cebarnos mate ─la carcajada grosera de Yanina, la más joven de las tres, me dio a entender que estaban al tanto de mi situación. No conforme con dejarme en desventaja, Leticia fue por más:

─¿Qué va a cebar mate ésta? ¡Debe tomar ese café de cápsulas que cuestan un huevo! ─ante su comentario, sonreí para no responder groseramente.

Inesperadamente, daban en el clavo.

Tomando asiento, limpié mi garganta de una molesta carraspera. Dejé mis papeles en la esquina de un escritorio con una gran pila de hojas encima.

─¿Cuánto tiempo tenés que cumplir acá dentro? ─dejando la hostilidad de lado, Leticia fue la más agradable del trío.

─Un año.

─Uh, mucho ¿no? ─resopló ─. ¿Tenés sentencia firme?

─Sí, desde hace una semana. Y a mi juicio fue poco lo que recibí a comparación de lo que hice ─miré mis manos. Percibí las miradas de las tres empleadas clavadas en mi espalda.

No hacía falta tener estudios universitarios para intuir que mi presencia no era grata en ese lugar.

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Al primer día le siguió un segundo, un tercero, un cuarto y otros más. Dos meses de aprender a convivir con tres empleadas de pocas pulgas y que solían hacerme bromas bastante molestas.

Cargando datos pasaba mis horas; peleando con la conexión a internet, llamando a menudo a los chicos de mantenimiento informático para solucionar el problema, los días no se hacía tan extensos.

─Lo hacés muy rápido, deberías tardar un poco más porque si no te vas a aburrir fácil y rápido ─Yanina se pintaba las uñas con un esmalte rojo, dejando un espantoso olor a acetona en esta oficina de dudosa ventilación: con la persiana rota, el aire que entraba a ese sucucho sólo lo hacía por las hendijas. Agradecí que este fin de primavera milagrosamente no fuese tan caluroso.

Como siempre, asentí sin emitir sonido.

Yo llegaba, saludaba amablemente y hacía mi trabajo hasta las ocho de la noche en punto. Leticia Paiva era la única con la que podía hablar con un poco más de seriedad.

Un jueves como tantos otros que ya habían pasado, tomé mis pertenencias y me despedí de Yanina Menighetti, la única que hacía doble turno para cobrar horas extras.

Caminando hacia la salida del hospital bajé las escaleras hasta quedar en la mitad: una extraña sensación me detuvo. La necesidad por retomar el pasillo de la planta que acababa de abandonar con el mismo olor a mufa de siempre me atrapó sin razón alguna.

Subiendo una segunda escalera ingresé al área de neonatología donde la vida se expresaba en su punto máximo.

Las cunas de acrílico ubicadas una al lado de la otra, estaban ocupadas por niños sin maldad, criaturas sin prejuicios y con la capacidad de asombro intactas. Berreando sin parar, la mayoría ponía a prueba la potencia de sus pulmones.

Una joven con una estructura física parecida a la mía le daba la mamadera a uno de los pequeños. La pureza y la inocencia golpearon mi pecho en esta suerte de descubrimiento de mis miserias.

¿Cómo sería yo como madre? ¿Sería capaz de ser responsable con un bebé? 

Mil preguntas que no supe responder pero que, con su simple formulación, me llevaron a un sollozo agrio.

─¿Te sentís bien? ─Laura, una de las enfermeras que solía hablar con Leticia se me acercó al verme endeble.

─Sí, sí...soy una maricona ─rebusqué un pañuelo descartable en mi bolso, repleto de cosas innecesarias.

─¿Vos sos Carolina, no? La que trabaja con las chicas de admisión.

─Sí.

─Soy Laura. Creo que Leti nos presentó una vez.

Me dio un beso; reaccioné extrañada pero agradecida de que al menos alguien no me mirase con asco.

─¿Qué hacés acá?¿Te perdiste? ─preguntó transcribiendo el nombre de una medicación en una de sus planillas.

─No, estaba por irme a casa y no sé...necesitaba ver otra cosa que no fueran papeles amarillentos ni el protector de pantalla de mi computadora.

─¿Tenés ganas de pasear un rato?

─¿Pasear? ─retraje mi rostro.

─No te voy a llevar al Parque de la Costa pero quizás te renueva la energía. Vení ─a un metro de distancia de mí, me invitó a seguirla.

Caminando hacia otra escalera me mantuve a tres pasos por detrás de Laura hasta recalar en otro piso, muy iluminado y sumamente silencioso. Allí se encontraban los pacientes de terapia intermedia.

De pie frente a una ventana de cristal, miré a través de él. La luz de la sala era cálida, tenue y para nada invasiva. Cuatro camas, cuatro personas. Cuatro personas que habían rozado la muerte se encontraban envueltos en aquel aire de esperanza.

Acariciando mi cuello tenso, mis arterias lo recorrían duras.

─¿Cómo es que llegaron acá? ─quizás por desconocimiento o porque poco le importaba mi vida privada como para averiguar sobre ella, me condujo hasta allí.

─Cada uno tiene su propia historia ─giró el picaporte de ingreso a la sala y con un leve movimiento de cabeza me permitió entrar junto a ella.

Presionando un aparato cuadrado de plástico amurado a la pared, extrajo alcohol en gel. Repetí su conducta, no sin antes dejar mis cosas sobre una silla desocupada.

─Gracias a Dios ya han salido de su estado de gravedad. Estamos a la espera de una recuperación más notoria antes de que pasen a una habitación común.

Laura tomó nota de los valores arrojados por un monitor próximo a un paciente de alrededor de ochenta años. Yo me ubiqué a sus pies al corroborar su temperatura.

─Él se llama José. Hace un par de días se le incendió la casa y quedó con quemaduras de tercer y cuarto grado a lo largo de todo el cuerpo. Una señora muy mayor viene día tras día, le da un beso en la frente ─el hombre permanecía casi totalmente vendado ─ y sus tres hijas vienen por la tarde. Supongo que el amor de su familia es lo que lo ha mantenido vivo.

En silencio, él siguió con sus ojos grandes y celestes cada movimiento de Laura.

Le sonreí con mi mirada vidriosa, a lo que José parpadeó entrecerrando sus ojos, simpático.

Pasando a la segunda cama, fui testigo de un nuevo relato.

─Ricardo recuperó el habla hace unos días. Tenía dos heridas de bala en el pecho. Zafó de milagro ─le cambió el suero y continuamos adelante. El olor a desinfectante era penetrante; rasqué mi nariz con disimulo pero la enfermera me pilló ─. Es cuestión de costumbre ─llegamos a la tercera cama, ocupada por otro hombre ─. A Miguel se le rompió la cabeza del fémur y al caer al piso, se fisuró la cadera por completo. Fue una intervención compleja dada su avanzada edad y su alergia a ciertos medicamentos, pero acá está. Aun sin tranquilizantes duerme como un tronco ─esta no era la excepción ya que el señor roncaba tenuemente con la boca entreabierta.

Esquivando una mesa alta con algunos cilindros acrílicos de algodón y paquetes con gasa, nos aproximamos a la cuarta cama, ocupada por el más joven de los cuatro hombres de la sala.

El muchacho estaba inmóvil; respiraba tan bajito que pensé que estaba muerto y nadie lo notaba.

─Dejé la frutilla de la torta para lo último ─presionando la tecla de una luz secundaria le abrió los ojos y vio sus pupilas, sin obtener reacción alguna de parte de él.

Con unos cortes ya cicatrizados en sus brazos y unos pequeñísimos rasguños en su frente, mantenía sus vías respiratorias conectadas a un tubo de oxígeno y su brazo derecho, inyectado a una bolsa con líquido medicamentoso.

─Lo llamamos "El morocho" ─bromeó con ironía ─. Supongo que a simple vista te podés dar cuenta el por qué ─señaló con la cabeza al paciente en cuestión. De cabello renegrido y tez trigueña, ese muchacho era tan largo como la cama.

─¿No tiene nombre propio? ─indagué, curiosa.

─No. Llegó acá casi muerto, todo magullado, con las dos costillas flotantes fisuradas y el apéndice comprometido. Se le drenó líquido de los pulmones y su rodilla estaba fuera de lugar ─llevé las manos a mi cara, descreída del detalle de sus lesiones ─. ¿Viste? Parece un milagro que se haya repuesto y ahora sólo tenga un par de tajitos nomás.

─¿Pero por qué llegó así?

─No sé. No tenía documentos encima y nadie reclamó por él. Lo encontró un chico que revolvía basura en La Boca, cerca del Riachuelo; estaba ensangrentado y con la cara completamente hinchada. Irreconocible. Recién después de cuarenta días se vieron sus rasgos reales.

Con la bilis atravesada en mi garganta me pregunté qué clase de bestia era capaz de dejar abandonada a una persona malherida.

Mi consciencia me arrojó un nombre en un santiamén: el mío.

─Este hombre es un misterio. Al día de hoy con las chicas imaginamos cuál es su nombre, su profesión...─inspiró profundo, apagando la luz ─. Lo que sí sospechamos es que no era ningún ciruja: su equipo de gimnasia era Nike original y una de sus zapatillas también. Estaba casi nueva a juzgar por su suela poco gastada. ¡Ah! ¡Y cómo olvidar su slip Calvin Klein! ─la miré con la boca abierta.

Acababa de graduarme de pacata total.

─De no ser porque tengo cuatro chicos, dos perros y un marido que atender, me lo envolvería para regalo para llevarlo a casa ─dió una sonrisa estruendosa que me contagió ─. Carolina, es muy difícil no abstraerse de la vida de cada uno de ellos, pero tenemos que hacerlo. Al principio es duro verlos heridos, a sus familiares padeciendo y muchas veces partiendo...pero haciendo esta clase de fabulaciones, aligeramos la pesada carga.

Debiendo aprender del temperamento de estas mujeres, hundí la mirada en el cuerpo de ese desconocido con perfume a enigma.

─¿Lo visita alguien?

─Eso es lo llamativo también: ninguna persona vino preguntando por él. Evidentemente no tiene a nadie.

─¿Nadie? Eso es lamentable... ─parpadeé consternada.

─Hay mucha gente sola en el mundo; quizás su familia vive en otra provincia. O simplemente está peleado con todos ellos ─elevó sus hombros para continuar ─. Existen ciertos procedimientos para dar con extraviados, no es la primera vez que lidiamos con alguien sin documentos. Pero de este muchacho ¡nada! Es un NN total.

─Y cuando despierta, ¿no pregunta por nadie?

─¿Despertar? ─Laura frunció el ceño ─. Él no ha despertado desde que entró acá. Las secuelas neurológicas quizás son más graves de lo que las tomografías arrojan. Hasta que no abra los ojos y hable, no tenemos real dimensión de los daños. Puede estar así un par de días más, semanas o incluso, años.

─¡Eso es terrible!

─Sólo Dios puede saber qué será de él ─una puntada de extraño dolor presionó mi pecho.

Laura rodeó la cama, quedando detrás de mí. Era mucho más alta que yo, aunque más de la mitad de la población de Buenos Aires lo era. Me dio calor con sus manos al frotarlas contra mis brazos.

─No quiero estar en tus zapatos, Carolina. Pero la vida, lamentablemente, está repleta de sinsabores. No se trata de viajes a Punta Cana, ni ir de shopping cada fin de semana y mucho menos cambiar de coche cada seis meses. La frase de que el dinero no compra la felicidad, es ciento por ciento verdadera ─su murmullo, a poco de mi oído, me estremeció.

Cruda y sincera, daba en el blanco.

─¿Puedo quedarme un poquito más? ─susurré, con la voz quebrada. Ella asintió con la cabeza y se apartó de mí.

─Sí pero no más de diez minutos, ¿eh? Si la nochera te ve sola acá dentro nos mata ─elevó su dedo, próxima a la puerta de salida.

Aceptando que no quería más disgustos, coloqué silenciosamente una silla a lado de la cama de ese hombre de menos de cuarenta años, con ojeras, de labios carnosos y pelo muy oscuro. Distinguí algunos moretones en su huesudo pómulo y una cicatriz en su labio superior.

Lucía débil, abatido...pero la vida, por algún desconocido motivo, todavía lo mantenía de este lado. Miré hacia mi alrededor; todos dormían. Excepto por Laura, nadie rondaba esa sala.

Me quité la campera y busqué en mi bolso el libro de Cortázar de la que tan fanática me había vuelto ese último año de reclusión autoimpuesta en mi casa. Perderme entre sus versos, sus poesías, en ese mundillo paralelo de sentimientos nobles y reales, me convencía que el amor era la única cura para los males del planeta.

Cuando lo cerraba, nuevamente me hallaba envuelta en la oscuridad de mi departamento, el diluido ruido de la avenida y en mi avaricia física.

Inspiré profundo antes de comenzar, aclaré mi voz y erguí mi espalda, como si tuviera que pasar al frente de la clase para dar una lección de literatura.

Lecciones de las que salía más que airosa y por la que me felicitaban mis profesores y odiaban mis compañeras, tildándome de nerd.

¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua ─comencé leyendo de un tirón, obviando los agradecimientos del autor ─.Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico ─miles de momentos me imaginé siendo la Maga con el puro objetivo de ser esperada, acariciada, descrita por alguien con semejante pasión ─. Preferíamos encontrarnos en el puente, en la terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato en cualquier patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos ─levanté la vista, inspiré profundo y delineé bajo la penumbra los rasgos de aquel desconocido hombre al que le comencé a leer y quien no tenía nadie que lo visitara.

No sé por qué imaginé a un chico de cabello azabache andando en triciclo en el jardín trasero de una casa con un extenso manto verde. A juzgar porque los pies le llegaban casi al borde del colchón, le calculé poco más de metro ochenta.

Sus dedos eran largos, ligeramente más gruesos en sus nudillos. Aposté que el color de sus ojos era tan oscuro como la misma noche.

¿Porque lo habrían golpeado tan salvajemente?

Contraje mi entrecejo, con mil preguntas más atascadas en mi boca. Meneé la cabeza, escapándole a mis conclusiones para seguir enamorada de las líneas de Cortázar y sus costumbres argentinas.

A poco de retomar, mi recitado se vio truncado por el chistido de Laura, quien agitando su mano me indicó que mi aventura por el día de hoy terminaba.

─Prometo volver mañana. Esperáme acá, ¿dale? ─sonreí con la gracia perdida de tantos meses.

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Próxima actualización:  6 de julio 

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