Historia y despedida.
Para : Azucena F.
Su nombre era Azucena, yo le llamaba Azu.
Nos enamoramos, quizá muy jóvenes para entenderlo, pero aún así, perdimos la cuenta de las veces en donde el cielo fue nuestra bandera en el centímetro cuarenta de un pequeña cuarto y una cama siempre destendida.
Me volví adicto a su risa, a esas veces donde se echaba a correr de la nada hasta que la atrapara, cuando bailaba sólo porque estaba contenta o cuando entre la madrugada se acurrucaba en mi pecho cuando se sentía lejos.
Y la amé, seguramente más allá de lo cotidiano, de lo humanamente posible, y sin duda, más allá de dónde la poesía apenas raspa los callejones oscuros al candil de una Luna en tres cuartos.
Fuimos nuestros, en aquellas peleas de inmaduros, en aquellos besos eternos, en esos pocos bares que conocieron la danza de nuestras risas, en esas calles que aprendieron que las pistas de baile se dan donde sea mientras que dos amantes se tarareen al oído alguna canción desafinada.
Pero no entendimos, que a veces la distancia no la dan los kilómetros sino los miedos que la dejan aparecer, y los corazones se enfrían, con tanta excusa y con ese jodido pensar en dejarlo todo para luego, incluso lo que enciende el alma.
Nos perdimos, nos soltamos y nos despedimos, porque mi profesión de amarla como un loco sin remedio había caducado, y la de ella, el querer cuidarme hasta de mí mismo ahora la practicaba en otros brazos.
Un día me contaron que ahora baila en las bodas y ya no la dejan sentada, que ha vuelto a las andadas, a las flores de mayo y las lluvias de otoño,
y no quedó nada,
no quede nada,
no quedamos nada,
aunque de aquellos besos y mis manos rodeando su cintura, seguirán hablando hojas en blanco y un par de limonadas.
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