15 de enero de 1995
—¡Ayudaaa! —Un grito desgarrador surgió de lo más adentro de una niña de apenas cinco años, rompiendo la armonía que la suave música clásica que sonaba en el orfanato creaba.
La monja que estaba de guardia no tardó en acudir al lugar. Lo primero que vio fue a Marcus, con sus tiernos cuatro años y la boca totalmente ensangrentada. No se preocupó ni un segundo por él y miró a la niña que había gritado.
Tenía la muñeca roja y la mano cerrada en un puño agarrando la única pertenencia que había quedado con ella cuando la dieron en adopción, un gato de trapo que habían remendado mil veces. Tenía el fino vestido de tela vieja manchado de sangre, pero no parecía herida, así que rápidamente buscó al niño o la niña de quien brotaba la sangre que había manchado el vestido y llenaba la boca del agresor.
No tardó en encontrar a un niño de unos diez años que adoraba molestar a las niñas más pequeñas. Sangraba del brazo y la mejilla, donde tenía profundas marcas de dientes, incluso se atrevería a decir que faltaba carne.
Llamó a la más joven de las hermanas para que la ayudara mientras se encargaba del niño herido, para llevarlo a la enfermería y que allí atendieran sus heridas. Cuando la niña y Marcus quedaron bajo la supervisión de la más joven de las hermanas el pequeño agresor se relajó, el peligro había pasado.
La monja indicó a la niña que fuese a cambiarse de ropa y que no se preocupara, que todo estaría bien y, una vez la vio desaparecer por el pasillo, se giró hacia el niño.
—Marcus, ¿Acaso te has vuelto loco? Era tu última oportunidad…
—La estaba molestando, le quería quitar el gatito y rompérselo…
—Marcus….
—¿Puedo darme un baño para quitarme la sangre…? —Hasta ese momento no se había fijado en que la sangre le había goteado desde la boca hasta el cuello, metiéndose por debajo de la camiseta y manchándole el cuerpo.
—Ven, te ayudo a limpiarte. —Le ofreció su mano como tantas veces lo había hecho antes y se dirigieron al baño, donde le preparó un baño de agua caliente y lo ayudó a quitarse la sangre.
Era un proceso que habían repetido muchas veces en los cuatro años desde que llegó al orfanato, desde que lo cogió en brazos por primera vez cuando era recién nacido. Ese niño que tantos problemas había dado solo se sentía seguro con la joven castaña de piel clara y ojos azules verdosos.
—¿Por qué si él es el malo me castigáis a mi?
—Marcus... Hemos hablado ya de esto varias veces…
—No es justo, yo estaba defendiéndola. Hermana Clarissa, tiene que hacer algo…
—Llevo haciendo de todo porque te quedes aquí durante años… Desde que llegaste… eres un niño muy inteligente, pero creo que tienes problemas que no podemos tratar aquí…
—¿Va a llamar a aquella mujer que me hizo ese examen raro?
—Yo no... pero la madre superiora ya estará haciéndolo…
—No quiero irme… quiero quedarme aquí contigo…
—No serás el único que se vaya.
—Entonces no me quedaré mucho en el próximo sitio, me llevarán a otro porque haré lo mismo si ese idiota está cerca y hace daño a alguien.
—Tranquilo, él se va a otro sitio diferente. —pasó la esponja por la espalda del pequeño, donde se veía una pequeña cicatriz que le hizo la madre superiora cuando el médico no miraba.
Suspiró al recordar ese “accidente”. Aún recordaba los gritos de pánico del resto de hermanas cuando se corrió el rumor de que, si no le salía ningún tipo de marca, era hijo del diablo. La madre superiora no creía tal cosa, pero el rumor estaba tan afianzado que le hizo una marca al niño con un cuchillo, lo suficientemente profunda como para dejar cicatriz, pero sin pasarse para no herir demasiado al niño. Desde ese día dejó de ser perfecto, y Clarissa estaba segura de que le había creado un pequeño trauma que le hacía desconfiar de casi cualquiera, pero que también había reforzado ese instinto de defensa a los más débiles.
—Te voy a contar un secreto sobre Trevor: cree que sus padres van a volver a por él —Los ojos de Marcus se posaron sobre los de la monja —. Sus padres lo dejaron aquí cuando él tenía la edad que tienes tú ahora, le dieron un beso en la frente, le dijeron que fuese fuerte hasta que volvieran y después se fueron. Pocos días después apareció en las noticias que habían sido encontrados sus cuerpos de una sobredosis… Lo vió en la televisión como todos los que estábamos presentes, pero no quiso admitir que eran sus padres.
—Si nos traen aquí no es para recogernos… Es idiota si cree que que sus padres van a venir, ¡Estén vivos o muertos!
—No grites, es de mala educación. Y sí, debería saberlo ya, pero prefiere engañarse pensar que van a venir a por él y meterse con la gente que sabe que saldrán de aquí con una nueva familia.
—Hermana Clarissa, usted es mi familia.
—Lo siento, pero ya no te podemos tener aquí. —Aunque la voz de la monja sonaba calmada sus mejillas se mojaban por las lágrimas que escapaban de sus ojos.
Cuando el pequeño salió de la bañera la hermana le puso su albornoz para que se secase y ella se ausentó para poder llorar tranquila. Tenía prohibido encariñarse con los niños porque no podía adoptar a ninguno, y lo había llevado bien hasta que Marcus llegó.
Ella no podía tener hijos propios, no podía adoptarlos tampoco por estar metida en esa asociación y no podía irse de la misma para adoptar porque no tenía recurso alguno para mantenerse ella, como para mantener también a un niño.
Había sido la primera en ver a muchos niños y niñas entrar en el orfanato, pero siempre estaban algo crecidos, algo más mayores, no podías crear un lazo de ser su madre desde el primer momento.
Con Marcus, en cambio, fue todo tan diferente que no pudo evitar sentirse su madre. Lo había cogido en brazos cuando aún tenía menos de un día de vida, lo había cuidado todos los días porque era la única que conseguía calmarlo para que no llorase, quién le había enseñado para que fuese tan inteligente como lo era ahora… No le habría importado dárselo a una familia que fuese a cuidarlo, pero no le agradaba la idea de que el gobierno se lo llevase para poder tratar esos problemas de ira en un psiquiátrico.
Intentó pensar en otra posibilidad, tal vez una casa de acogida en vez de un orfanato con varias visitas al psicólogo. Pero aquella doctora lo dejó claro, tenía serios problemas mentales que muy difícilmente no saldrían a la luz. Ese día había llegado. El gobierno llegaría pronto a por el pequeño, ella tenía que hacerse a la idea para que no fuese tan doloroso cuando no pudiese verlo más.
Unas pocas horas más tarde, Marcus estaba con la maleta preparada esperando en las puerta del orfanato a que viniesen a buscarlo. Había visto a muchos niños sentarse en esas mismas escaleras a la espera de su nueva familia, todos tenían siempre una sonrisa en la cara, daba igual la edad que tuviesen. Él, en cambio, estaba triste. Sabía que no iba ni a otro orfanato ni a una casa, lo mejor que podía esperar era una habitación fría en la que tener cosas para hacer, aunque tampoco tenía muchas esperanzas de ello.
Había oído hablar a las hermanas sobre aquel lugar al que lo iban a mandar. Sonaba a paraíso para personas aburridas a las que les gustaba ver secarse la pintura o crecer la hierba. Suelo de baldosas blancas y negras, paredes blancas, gente vestida con batas blancas y muchas medicinas y pruebas aburridas como las que le hicieron cuando vino aquella doctora.
La hermana Clarissa fue corriendo a la puerta en cuanto sonó el timbre, Tenía las mejillas coloradas de haber llorado y los ojos hinchados por la misma razón. Nada más abrió la puerta esbozó una sonrisa cálida y dió la bienvenida al hombre totalmente vestido de negro que había al otro lado del umbral.
Entró despacio hasta colocarse frente al niño que venía a llevarse e intentó sonreír, intentando ser amable, pero la mueca que salió fue de todo menos agradable, e hizo que Marcus tuviese aún menos ganas de ir con él, si es que eso era posible.
La joven monja cogió la maleta de Marcus y lo acompañó hasta el flamante coche con el que había llegado aquel hombre del gobierno. Una vez dejó la maleta dentro del maletero dió un beso en la frente a aquel chico al que seguramente no volvería a ver. Se lo llevaban a otra ciudad, tal vez a otro país, ya que el nombre de la ciudad a donde lo trasladaban no le sonaba a ninguna de las habitantes del convento.
Los pies del pequeño se arrastraban por el suelo hasta que llegó a la puerta del vehículo y se subió, sin mirar por última vez a la monja que había estado cuidándolo siempre, incapaz de seguir aguantando las ganas de llorar en caso de mirarla.
El coche arrancó y se alejó entre las callejuelas del pequeño pueblo hasta salir del mismo y dirigirse hacia otra ciudad, una ciudad en la que solo vivían científicos del gobierno, una ciudad en la que el único edificio que había que no fuese una vivienda, era un laboratorio.
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