Capítulo 33
«Mocosa, ¿puedes venir?».
Era el enésimo mensaje que recibía de Dash esa mañana. Durante todo el día me había estado escribiendo para que le respondiera, pero no le había hecho mayor caso. Agradecía que el WhatsApp abriera una ventanita de notificación en el preview de mi teléfono, para que no fuera tan evidente que lo estaba dejando en «Visto».
Aunque había cumplido con su encargo de comprar los lapiceros y cuadernos el día anterior, no se los había entregado.
Ni bien había escuchado lo que entre él y La Turri había ocurrido, fui corriendo a mi cuarto. Al entrar di un portazo, tan fuerte que retumbaron las paredes de mi habitación, como si con ello pudiera acallar los sonidos que mi corazón producía al romperse en pedazos... pero fue en vano.
Me eché en mi cama y hundí mi rostro sobre mis almohadas. Con un grito mudo y desgarrador, dejé salir de mi interior toda la amargura que sentía dentro de mí, ya que este me hervía a tal punto de que quería explotar de rabia, de pena, de tristeza y frustración, pero no era suficiente. Cuando menos me di cuenta, había lanzado ambas al suelo junto con las sábanas que pulcramente había ordenado horas antes.
No sé por cuántos minutos lloré, pero no fueron muchos... o quizá sí... o quizá no... ¿o sí? ¡Dios santo! ¡La verdad era que no sabía nada!
Nunca antes me había enamorado de verdad... y esta inexperiencia era la que me mataba.
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En la escuela nadie me había interesado de manera romántica. Mientras todas mis compañeras siempre hablaban sobre los chicos que les gustaban, a tal punto que, sin querer, más de una vez me enteré en los baños de cómo fulana quería comerse a besos con sutano en la fiesta de turno, yo simplemente nunca entendía por qué tanto se alborotaban.
A veces me preguntaban sobre qué puntaje le pondría a Carlos Carrillo, el tipo más solicitado por muchas, pero yo no sabía qué responder. Si bien su gran altura lo hacía destacar sobre el resto y tenía ojos claros, que volvía a más de una loca, a mí era que me daba igual. Si lo comparaba con los ojos castaños de Dash, que para entonces ya me tenía totalmente enamorada, su puntaje sería de tres versus los veinte que le ponía a mi amorcito.
Más de una alguna compañera me decía que rara. Incluso, una vez me preguntaron si no era lesbiana, a lo que les recordaba mi amor incondicional por los One Direction para callarles sus malhabladas bocas.
Los chicos de mi secundaria estaban buenos, sí, pero era lo que podría describirlos como normalitos. Ninguno, durante mis cuatro años de estudios, antes de mudarme a Lima, me habían interesado en lo más mínimo. Y ya en la capital había sucedido lo mismo.
Si bien podía encontrarme con un chico en la calle que pudiese considerar físicamente guapo, no era que me llamase la atención. Al más mínimo detalle, siempre me venía a la mente Dash.
Si conocía a algún chico alto, lo comparaba con los vídeos o el poster de tamaño real que tenía de Dash en mi habitación. Si tenía la nariz respingada, la de Dash más hermosa. Si tenía ojos claros que te podrían derretir al mirarte, los de Dash me parecía mucho mejor. Si tenía una sonrisa irresistible, a tal punto de considerarla sexy, la de él era muchísimo más sensual.
Él siempre había sido mi punto de referencia, para bien o para mal.
Ya en la universidad, pues simplemente enamorarme no era algo en lo que pensase. Mis compañeros, el que menos, pues habían tenido en la mira a alguien, claro está. En especial, era común escuchar a Mafer, mi amiga más cercana, derretirse por Juan Carlos Sotomayor, el chico del salón de al lado. Decía que le encontraba un aire irresistible a Henry Cavil de joven.
Si lo contemplaba bien, pues sí, no era feo. Tenía locas a varias de la facultad, a tal punto de que, tal cual fangirls, iban a verlo jugar a fútbol con varios de mis compañeros.
Por otra parte, teníamos como amigo casual —tal y como lo llamábamos porque no siempre andaba con nosotras, sino con otro grupo de puros chicos— a Aldo, un tipo bajito que siempre estaba pasándola difícil en las clases de Matemáticas. A Mafer se le daba bien los números y tenía unos apuntes más o menos ordenados, por lo que siempre se nos juntaba en algunos cursos y los descansos... aunque, algo me decía que quizá se nos juntaba por algo más.
En ocasiones había visto cómo la miraba cuando ella no se daba cuenta. En especial, era notable su nerviosismo cuando Mafer lo abrazaba de atrás por el cuello, cuando se hallaba sentado, como solía hacerlo siempre con sus otros patas. El pobre sudaba frío, incluso tartamudeaba, pero mi amiga nunca se dio cuenta, yo sí.
Más de una vez me había preguntado si tenía que delatarlo, o a lo mucho preguntarle si le gustaba mi amiga, pero lo había dejado pasar. Si él no se había atrevido a ir más allá, menos había recurrido en mi ayuda para hacerle el bajo con ella, ¿quién era yo para apresurar las cosas? Pero, una vez había notado una expresión en él que me había dejado preocupada.
Una tarde en el término de nuestro primer semestre, en la que teníamos que hacer cola para recoger los carnés universitarios en la oficina central, Mafer había coincidido con el Henry Cavil de sus sueños. Como ese día, después de semanas de demora, por fin habían anunciado que nos entregarían los benditos carnés —cuyos beneficios entre otras cosas, era que teníamos medio pasaje en los buses— pues la cola de espera daba la vuelta y llegaba hasta la Facultad de Arte. Precavida como era, yo había salido antes de tiempo de Historia Universal para hacer la cola; eso sí, con las indicaciones necesarias para que ella copiase bien la clase y luego me prestara su cuaderno para sacarle fotocopias.
Llegado el momento, y muy orgullosa por mi intuición, Mafer, Aldo y yo estábamos en un lugar privilegiado de la cola, mientras decenas de universitarios nos miraban a lo lejos con envidia. Algunos, haciendo muestra de su picardía peruana, buscaban colarse entre los demás, por lo que tenías que estar atenta para no perder tu lugar. Pero, transcurrida más de una hora, en la que la cola se había estancado y el sol se despedía, con el consiguiente término del horario de atención de la oficina, parecía que la espera de esa tarde sería en vano.
Preocupada como yo estaba, salí un rato de mi sitio para mirar por qué la cola no avanzaba. Y no sé en qué momento pasó, pero cuando regresé, el Henry Cavil peruano se hallaba a nuestro lado.
Intenté decirle con señas a Mafer «¿Y este qué hace aquí?», pero fue en vano. Idiotizada como estaba por el susodicho, le hacía el habla por cualquier tontería para capturar su atención. Él ponía una cara de sorpresa cuando le escuchó decir «¿Qué marca de champú usas para mantener el pelo tan sedoso?», siendo que lo tenía casi rapado. Ella, al contrario, necesitaba con urgencia un babero.
Aburrida como estaba de contemplar esa escena que no hacía menos llevadera la espera interminable por los carnés, volteé para hablar con Aldo. Total, si algo caracterizaba a mi buen amigo eran sus ocurrencias para soltarte una broma en situaciones así. Solía tener el ingenio adecuado para que te pudieras relajar antes de un examen final, así que busqué a mi showman para que me entretuviera. pero no fue así.
El pobre de Aldo, literal, tenía una carita de cordero degollado cuando miraba cómo Mafer, a cada rato, no perdía oportunidad de acariciar el brazo de Cavil. El buen semblante que siempre lo caracterizaba había dado paso a unos ojos compungidos, una frente ceñida y unos labios secos y tensos.
Ganas no me faltaban de preguntarle «¿Te gusta Mafer, verdad?», pero no lo vi prudente. Total, ¿qué podría hacer? ¿Preguntarle a ella si le interesaba siquiera un 0,001% Aldo? En lo absoluto. Y todo fue peor...
A raíz de lo sucedido esa tarde, ella no perdía ocasión en, ni bien terminaba una clase, jalarme de la mano para que la acompañara a los pasillos que daban al T-1, el salón de Cavil, para tener la oportunidad de solamente decirle «Hola». La ingenua, con tan poco se contentaba; mientras que, el pobre de Aldo cada día se alejaba más de nosotras. Cuando llegó el segundo semestre, nuestra interacción con él fue casi nula... hasta ahora.
Por todo lo sucedido, más de una vez me pregunté en qué consistía enamorarse de verdad. Contemplar a lo lejos y conformarte con que un tipo, para el que eres una extraña, te devuelva el saludo. O contemplar a lo lejos, y con tristeza, alguien que sabes que te es un imposible, porque te enamoraste de esa persona al conocerla y convivir tu día a día, como le había sucedido a Aldo con Mafer. Solo el tiempo me dio la respuesta... y de una manera muy cruel.
Estar enamorado era doloroso. Lo había visto en Aldo y ahora lo veía en mí, cuando mis ojos dejaban ver en el espejo el triste estado en el que me hallaba por enamorarme de quien no me correspondía. Mis lágrimas, que caían de mis ojos para conjugarse con la pantalla, y volver borroso el enésimo mensaje de Dash, me daban una lección que nunca iba a olvidar.
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