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Capítulo 27

—Tenemos que turnarnos quién cocinará. El resto de mes lo tengo ocupado.

Era el primer viernes de febrero. Nacho estaba retirando los tallarines rojos que había cocinado.

Según lo que habían acordado, antes de que yo me mudara, ese mes le tocaba a él encargarse del almuerzo y de la cena durante los fines de semana. Pero, puesto que un amigo les había prestado a su novio y a él de un departamento a las afueras de Lima, no se podría hacer cargo de sus tareas, por lo que había dado una alternativa. 

Cambiaría conmigo o con la Turri la limpieza de la casa, durante las siguientes dos semanas, con la condición de que lo reemplazáramos en hacer la comida. ¡El problema era que yo no sabía cocinar!

La Turri tampoco daba alternativas. Puesto que, el ciclo de verano de la universidad acababa la siguiente semana, quería disfrutar de sus vacaciones al máximo durante lo que quedaba de febrero. Esto implicaría desentenderse de las labores de la casa.

—Yo me iré a Cajamarca para el carnaval —no dudó en acotar—. Ya tengo los pasajes reservados. Lo siento.

—Bueno, eso nos deja a...

Ambos se me quedaron observando con atención, esperando una respuesta. ¡Dios santo!

De inmediato, me pregunté si era la única solución que buscar.

Si bien doña Daría se encargaba de la comida de lunes a viernes, porque todavía quería sentirse útil, a pesar de su enfermedad, los fines de semana se iba donde su hermana a una casa a las afueras de Lima, para respirar aire puro. Su fibrosis no daba tregua y debía procurar, en lo posible, de vivir en un ambiente tranquilo y relajado. Y aunque lo ideal sería que se mudase con aquella, tal y como le había aconsejado el doctor, la señora no quería irse del todo.

Después de lo sucedido en el almacén con Dash, no se quería despegar de su lado. Aún a pesar de que el susodicho se negaba a que le llevara la comida, le lavara su ropa y demás, ella quería seguir atendiéndolo. Afirmaba que quería sentirse útil y colaborar en el gran cambio que su hijo había dado. 

Y era que llevaba razón. Él había dado un giro radical, y para bien.

Desde ese día, era como si otro hubiera nacido. Si bien no se bañaba tan seguido como yo esperaba —cada dos días, a pesar del calor que hacía ese verano—, el cambio que había dado era brutal.

Su ropa sucia la ponía en el cesto correspondiente. La basura la botaba en la papelera, que estaba en una esquina en su cuarto. Sus cuadernos, papeles y libretas, luego de su jornada de trabajo, me pedía que se los ordenase, según unas pautas de archivo que me había explicado. Su biblioteca y estantes, a pesar de que no eran impolutos, distaban mucho de aquellos mugrientos y desordenados que recordaba. Y esto no era todo.

Si bien todavía solía desvelarse, ya no se quedaba hasta las cuatro o cinco de la mañana como antes. Esto me di cuenta más de una vez porque yo, que solía bajar para beber agua antes de dormir —aproximadamente a las dos de mañana— cuando pasaba por su cuarto, la luz de este se hallaba apagada.

A su vez, sus horarios de comida empezaban a ser regulares. Desayunaba a sus horas, almorzaba a sus horas, cenaba a sus horas. Y lo más sorprendente: de vez en cuando bajaba para hacerlo con nosotros, haciendo caso a mis consejos.

Días atrás, cuando me encargó que, por favor, le limpiara el cuarto después de trabajar, lo que incluía arreglarle la cama, me di cuenta de que había restos de migajas sobre aquella. Al preguntarle cómo habían dado a parar estas, me informó que suponía que debían ser los restos de su bocadillo de atún, que había comido durante su cena.

Desde ahí yo había sido tajante: en la cama no se comía, nunca. Si eso, podía hacerlo sobre su escritorio, pero lo recomendable era que lo hiciera en el comedor.

En un acto que me causó estupor, me dijo que tenía razón. Desde entonces, pues era común que, por lo menos. una vez al día bajase a comer con nosotros.

Y ahí se hallaba en esos momentos. Dash acababa de entrar a la cocina, revisando la correspondencia que acababa de llegar. Estaba muy pendiente de que viniera la respuesta del youtuber, que le había encargado su libro a la editorial, sobre lo que opinaba del avance que él les había enviado.

Normalmente sería por email, de no ser porque Valeria decía que el susodicho, por la alineación de los planetas de esos días, creía que era de mala suerte comunicarse vía electrónica. ¡Tonterías varias!

—Buenos días —contestó Dash, observándome de reojo, para luego centrar su atención a los sobres que tenía en las manos.

—¡Buenas! —contesté.

—¿Qué dices, Eli? ¿Te encargarás de la cocina? —preguntó Nacho.

—¿Ha venido algo para mí? —Se acercó la Turri hacia Dash.

Se le notaba muy ansiosa. ¿Estaría esperando alguna correspondencia?

Como era muy bajita, hizo un esfuerzo de empinarse, para estar a la altura de él. Dash, a pesar de la evolución que había tenido, había algo en lo que no cambiaba: su mal genio.

—¿Quieres dejar de espiarme? —Alzó la voz al tiempo que le dio la espalda—. Pareces una barriobajera.

—Puede llegarme correspondencia.

—Sí, seguro.

—No eres el único que vives aquí, ¿sabes?

—Para mi mala suerte...

Tuve que hacer un esfuerzo por no reírme.

A pesar de que tenía más que sabido que él era así, grosero y mal hablado, de alguna manera me hacía gracia cuando se comportaba de esa manera. Parecía solo un niño pequeño, malcriado y engreído, al que había que domar, nada más.

—¿Puedes decirme si ha llegado algo para mí? —insistió con ansiedad la Turri.

—¿Qué esperas? —Sonrió con ironía Dash—. ¿Carta de tu enamorado?

Se quedó helada.

—¡Eres un imbécil! —Frunció el ceño, alejándose de él.

¡Esperen! ¿La Turri tenía enamorado?

—Eli, ¿qué dices? —volvió a insistir Nacho—. ¿Te harás cargo de la comida los fines de semanas o qué? —Oí que decía, pero no le prestaba atención.

Mis ojos habían seguido a la Turri.

Se había colocado en un rincón de la cocina. Tenía el semblante triste, la cara cabizbaja, con los brazos cruzados, como cerrándose a que alguien pudiera entrar en su inexpugnable interior. ¿Qué le pasaba?

No era que supiera mucho de su vida. De todos los inquilinos de la casa, quitando doña Daría, que era muy locuaz al contarme sobre su juventud, sus amores y cómo había conocido a su difunto esposo, y a Nacho, que cada día me contaba los pormenores con su novio —sus peleas y reconciliaciones— el resto eran una caja de sorpresas. Pero no tuve mucho tiempo para indagar.

 En ese instante, la puerta de la cocina se abría de par en par. Doña Daría era seguida por Yon, el mayor de los hermanos venezolanos.

—¿Mamá? —Dash enarcó los ojos.

—Doñita, ¿todavía sigue aquí? —exclamó Nacho.

—Tengo unos asuntos que resolver antes de irme —contestó la susodicha para luego voltear a contemplar a Yon.

—Sé que es mucho lo que le pido, pero... —Yon, mirándola suplicante, la cogió de sus manos—, esto me ha surgido en último momento. Le prometo que no le vamos a causar inconvenientes ni mayores gastos los tres.

—Un momento—alzó la voz la Turri—. ¡¿Dijiste tres?!

—Va a ser como si solo dos estuviéramos viviendo arriba. ¡Se lo juro! —habló Yon al mismo tiempo que la Turri.

—¡¿No me digas que está de vuelta?! —gritó emocionado Nacho.

—Como si no bastaran dos, ahora tres no me van a dejar dormir por los ruidos que hagan en la azotea —dijo de mala gana Dash.

—¿De qué hablan? —pregunté, curiosa porque no me enteraba de nada de lo que estaba pasando.

Miré a todos esperando respuesta.

En ese momento, me pareció que la Turri estaba pálida. ¿Qué le ocurría?

—De mi hermano —respondió Yon—. Estuvo en Chile trabajando, pero la cosa se ha puesto difícil para los inmigrantes allá. Piden papeles para todo. Y al estar de ilegal y sin trabajo, se viene de vuelta para Perú, pero no tiene en dónde quedarse.

—Ya veo.

Me quedé pensativa al reflexionar sobre la diáspora venezolana que se había dado en toda América Latina.

—¿Qué dice, doñita? —insistió Yon—. ¿Acepta que se mude? Es mi hermano. No puedo darle la espalda.

—¿Cuándo te he dicho que no, hijo? —habló la susodicha.

Dash la miró de reojo. Parecía ser que no le gustaba para nada que la señora le dijera ‹‹hijo›› o ‹‹hija›› a todos los inquilinos de la casa.

—¡Muchas gracias! —Yon la abrazó con efusividad.

—Te subiré el alquiler según el incremento de los servicios que haya aquí —acotó.

—Por supuesto.

—Y eso sí, por favor, pónganse entre ustedes de acuerdo para repartirse las labores de la casa. Yo ya no estoy tan joven ni fuerte como antes.

—Lo sé. Claro que lo sé. —Yon le besó las manos con cariño.

—¿Tu hermano sabe cocinar? —señalé, recordando la petición de Nacho.

—Sí, ¿por qué?

—Necesitamos alguien que reemplace a Nacho en lo que queda febrero.

—Él se ofrecerá, encantado. De hecho, cuando no salía a vender conmigo, cuando vivíamos solo los dos, siempre le daba una mano a doña Daría.

—Oh, qué bueno. ¿Y cómo se llama tu hermano? —pregunté.

—Alexis.

‹‹¿Alexis?››, pensé.

Bonito nombre. Por lo menos, de los tres hermanos, era el único que tenía un nombre más normal. Siempre me pareció que Yon y Christo eran algo estrambóticos para mi gusto.

—Aquí hay un sobre para Alex Basombrío. —Dash habló en voz alta y colocó aquel encima de la mesa—. ¿Conocen a alguien que se llame así? Qué mal gusto de nombre y apellido.

—¿Alex Basombrío? ¿Es una carta para tu hermano? —le pregunté a Yon.

Él negó con la cabeza.

—¡Idiota! —espetó la Turri para luego coger el sobre e irse por la puerta.

—El primer nombre de ella es Alex, aunque a todo el mundo le dice que se llama Helena, su segundo nombre —me contestó Nacho.

¿Alex? ¿Qué clase de nombre era para una mujer?

—Supongo que la carta de Alexis para ella llegó tarde —pensó Yon en voz alta, mientras veía cómo la puerta de la cocina se movía.

¿Alex? ¿Alexis?

¿Qué pasaba aquí? 

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