Capítulo 20
Me quedé estática. No supe qué decir o hacer ante lo que acababa de decir. ¿Dash disculpándose? ¿Era en serio?
—Cuando acabes de comer, búscame a mi habitación—me dijo, sin dirigirme la mirada—. Debemos hablar.
Al principio lo dudé. Pero, fue por breves segundos. ¿Se estaba disculpando? Dash se estaba disculpando, ¡sí!
En un primer momento, mi orgullo me impidió obedecerlo. Mas, me duró por breves segundos. Comí apurada mi almuerzo. Y, en menos de un segundo, ya mis pies me habían llevado hacia su dormitorio.
—Pasa. —Oí que dijo cuando toqué la puerta—. Lo siento, mocosa —continuó con sus disculpas de antes, dejándome anonadada.
Tanto debió de ser mi asombro, que él me miró inquisitivo. Cuando menos me di cuenta, se había acercado hacia mí, de manera muy peligrosa.
Me perdí en sus ojos castaños. Aunque era obvio que con aquellos me pedía respuestas, había algo que empecé a notar en él a partir de ese día, a diferencia de antes.
Tenían un brillo especial... quizá de amabilidad... quizá de ¿preocupación? Ni idea, pero me di cuenta de que me empezaba a gustar, de manera distinta a cuando estaba loquita por él. Podías sumergirte en aquellos por segundos, por minutos, por horas incluso, y percibir una calidez sin igual, que te tranquilizaba, te calmaba, te abrazaba.
Y hubiera continuado así, de no ser porque un olor nauseabundo se coló por mi nariz, rompiendo la magia de aquel momento.
—¡Argh! —dije con un gesto de asco. Me tapé la nariz y me alejé de él, retrocediendo hacia la esquina izquierda—. ¿Hace cuánto que no te bañas?
Hizo un gesto de incomodidad.
—¿Vas a empezar de nuevo? —preguntó con lo que parecía ser una mueca de ¿vergüenza?, para luego volver a ser el hombre huraño de siempre—. Encima que me disculpo y ¿ahora me insultas, mocosa?
—Es en serio —continué hablando con la voz gangosa, producto de seguir cubriéndome la nariz—. Si vas a trabajar solo, me importa un comino lo que hagas con tu vida. Pero, si cada vez que yo tenga que entrar para una reunión de trabajo, tu cuarto va a oler a axila, me será insoportable trabajar así contigo, ¿entendiste?
Me contempló con un gesto adusto.
—Es verano, hace calor —añadí—; en esta época se suda más...
—Uhm —dijo, poco convencido, aunque su rostro ya estaba comenzando a relajarse.
—Apestas, ¿entiendes?
Busqué con la vista en toda la habitación para ver si había un aromatizador, sin éxito alguno. Pero, si solo era el mal olor lo que me incomodaba, estaba equivocada.
El cuarto de Dash era un desastre total. Una bandeja con varias tazas y platos con restos de comida, de lo que parecía haber sido servido días atrás, se asomaba sobre la mesita de noche. Había un par de moscas volando a su alrededor. Rollos de papel doblados por todos sitios, fuera de la papelera. Ropa sucia, arrugada como sea, en todos los rincones. Revistas viejas, algunas con las páginas cortadas, estaban desperdigadas por todos sitios, fuera de los estantes. Libros entreabiertos, algunos con las páginas resaltadas, colocados en varios sitios. Solo pocos de ellos, junto con algunas revistas, estaban ordenados en un viejo librero, pero si este le hubiera dado cierto orden al ambiente, estaba equivocada. Por encima se le veía que estaba lleno de polvo y pelusas, y estaba siendo carcomido por las polillas. ¡Dios santo!
Y ni hablar de su escritorio. Una vieja laptop de color negra, con las teclas sucias, algunas con las letras desaparecidas, se apreciaba a lo lejos. Aquella era rodeada por varios papeles desperdigados con anotaciones varias. Algunos ficheros, otros cuadernos, colocados en distintas posiciones. Dos bolígrafos, carcomidos por la parte inferior, de lo que parecía ser un tic nervioso de Dash —cosa que a mí también me pasaba— estaban al costado del mouse. Este tenía una forma curiosa, de un carro rojo, que en antaño brillaba de nuevo, ahora estaba cubierto de grasa. Una silla que antaño parecía haber tenido rueditas, y ahora solo era un fantasma de lo que había sido, con el cuero del respaldar roto, terminaba de ser el cuadro de aquel desastre.
¿Cómo podía vivir, peor todavía, trabajar Dash en un ambiente tan sucio y desordenado? ¡Madre santa!
Cuando comencé en la escritura, y había tenido que repasar mi manuscrito varias veces, antes de ser publicado, Valeria me había dado varios consejos que me ayudaron en mi trabajo. Y aquí fue que aprendí que el orden, para todo escritor, era crucial si quería ser productivo.
En un principio, cuando por primera vez me lo envió, mi escritorio era un desastre. No llegaba al nivel de suciedad que el de Dash, pero tampoco era que brillara por ser pulcro. Tenía todos mis apuntes del colegio aquí y allá, sin un orden establecido. Mi cartuchera, llena con diferentes lapiceros de portaminas de dibujos, era mi perdición. Revistas de One Direction tenían un lugar privilegiado encima de mi librería. Y mis más preciados libros, como los de la Saga de After y demás de literatura juvenil y romántica, estaban colocados de manera estratégica sobre los primeros estantes de mi librería, no pudiendo decir los mismos de mi colegio. Aquellos estaban sobre una silla, o sobre mi cama, o dentro de mi mochila sin abrir, o sobre mi comedor, ¡o incluso una vez encontré uno encima del wáter de mi casa! (no fui yo quien lo puso ahí, ¡lo juro!). Pero, si comparaba mi habitación de entonces con la de Dash, yo era la reina de la pulcritud, aunque esto no bastó para convencer a Valeria.
Cuando quedó preocupada por la primera corrección que le hice a mi manuscrito, y luego decidió venir a mi casa para ayudarme en mi mudanza, se empeñó en que quería revisar mi cuarto sí o sí. Yo al principio me negué, pero, debido a su testarudez —y que iba a ser mi tutora legal, así que no me podía negar—, le hice caso. Y cuando vio aquella, creo que terminó tan espantada como yo ahora con Dash.
Ya cuando me mudé a Lima, Valeria se empeñó en que debía ser ordenada en casa, sobre todo con mi lugar de trabajo para que me tomara mi profesión de escritora en serio.
‹‹Si yo en la editorial tengo mi oficina como tú tienes tu cuarto, me despiden, no lo dudes››.
‹‹¡A quién le importa! Una cosa es cómo vives en la privacidad de tu casa y otra en el trabajo, ¿no? ››
‹‹Te equivocas››.
‹‹¿Eh? ››
¿La escritura es una profesión o no? ››
‹‹Pues claro››.
‹‹¿Y en dónde escribes o corriges tus escritos?››
‹‹Desde mi casa››.
‹‹Pues si vas a trabajar desde casa, tu escritorio es tu oficina y debes mantenerlo como tal. El orden motiva a la creatividad y productividad››.
Y así fue. Aprendí que el orden en mi espacio de trabajo motivaba mucho mi escritura.
Si me había tardado varios meses en enviarle el primer manuscrito corregido —de manera fatal, recordarlo—, la segunda versión había estado lista en solo dos semanas. E incluso, tiempo después, aprendí que, aplicando el orden no solo a mi escritura, sino también a mis estudios, los resultados se me darían mejor.
Mis notas del primer semestre de la universidad fueron regulares, no como los esperaba. Intentando mejorar, me inscribí a un taller de técnicas de estudio. Y los resultados saltaron a la vista. Entre otras cosas, me enseñaron a ser más ordenada con mis apuntes, con los horarios en los que debía comer, dormir y estudiar en la biblioteca.
Mis notas y promedio final del segundo semestre, que había acabado hacía poco, fueron mucho mejor de lo esperado.
Definitivamente, el orden influenciaba mucho en un mejor trabajo... sea la escritura o no. O por lo menos eso creía.
Si los últimos escritos por encargo de Dash eran tan faltos de emoción como me había dicho Valeria —los cuales todavía no había leído, mea culpa— no sé a qué se deberían, pero de algo estaba segura. Los restos de chicle que se veían que colgaban de debajo de su escritorio, una oscura foto a lo lejos de lo que parecía ser él con su familia —junto con él y doña Daría, había otras dos personas, un hombre y una mujer, pero no se les veía bien el rostro porque estaban cubiertos con ¿moho?—, las cortinas todas grises y sucias, de lo que antaño habían sido blancas, todas cerradas, junto a las ventanas, aún cuando era verano, con todo lo demás que había descrito, me dejaron ver que quizá ahí podía estar el problema.
Sin mediar palabra, me acerqué a Dash, muy decidida y le hablé:
—Apestas —insistí—. Báñate, ¡ahora!
—¿Acaso me vas tú a ordenar? —dijo con ese gesto de fastidio tan característico.
Asentí, muy segura.
—¿Te olvidas acaso de que soy tu jefe, mocosa?
Enarqué los ojos, fastidiada.
—Mira, yo no estoy aquí por placer, ¿ok? El cuarto apesta, tú apestas...
Me pareció que tragó saliva, pero el gesto adusto en su rostro se relajó. ¿Sería que estaba dando su brazo a torcer?
—¡Está todo cerrado! —añadí—. Huele a humedad. Hace calor y es...
Miré a todos los rincones, buscando una palabra que pudiera describir todo aquello.
—¿Tétrico? ¿Sucio? —Resoplé profundo—. ¡¿Cómo puedes escribir en un ambiente así?! —alcé la voz.
Todavía recordaba la de San Quintín que me había armado Valeria en mi casa cuando vio mi cuarto. Si ahora estuviera conmigo junto a Dash, seguro que se moriría.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, todavía con su gesto envalentonado.
No obstante, ladeó la cabeza, en lo que me pareció que se le veía pensativo. ¿Estaría tomando en cuenta lo que le estaba diciendo?
—¿Nunca te enseñaron que el orden y limpieza son necesarios para nuestra creatividad y productividad? ¿Para escribir mejor?
—¿De qué me hablas, mocosa? No te metas en mi trabajo, ¿quieres? Yo sé perfectamente en dónde está todo.
Me dio la espalda. Se sentó en su silla y empezó a digitar sobre su laptop.
—Ayer escribí diez mil palabras y solo en un día —continuó.
Giró su laptop, muy orgulloso, para que la contemplara. Debajo del documento de Word podía verse la cantidad de palabras a las que se refería: 10, 109.
—¿Esa es la novela en la que te tengo que ayudar?
—Sí —dijo muy horondo—, aunque solo es un capítulo. Y sé perfectamente cómo debo trabajar para que me vaya mejor. Este es justo el capítulo que le antecede a la escena del reencuentro de...
Se detuvo de inmediato.
Sin mediar palabra alguna, se levantó de su silla con brusquedad.
—¿En dónde está mi escaleta? —se preguntó, desesperado, al tiempo que se agachaba y empezó a buscar en los cajones del escritorio, sin éxito alguno. Su rostro se puso pálido—. ¿DÓNDE MIERDA ESTÁ MI ESCALETA? —habló mientras se agachaba para husmear en el suelo.
Levantó su laptop, varios de los papeles, de las libretas y demás cosas de su escritorio, con varios movimientos bruscos, sin éxito alguno. El ruido que provocaba al tirar las cosas al suelo me escarapelaba el cuerpo.
Empezó a buscar en la papelera, sacando varios desechos de la basura hacia atrás. Tuve que saltar más de una vez para impedir que una cáscara de plátano o un envase de yogurt me dieran en el rostro. ¡Qué asco!
Se dirigió al librero. Retiró con brusquedad lo que ahí había, provocando más desorden, si todavía cabía, en la habitación. Hizo lo propio con la ropa, revistas y demás cosas que estaban desperdigadas.
Luego de varios minutos, en los que no pudo dar con la bendita escaleta, lo siguiente que me dijo me estremeció:
—¿Ves lo que provocas? —preguntó de mala gana, acercándose furioso hacia mí.
En sus ojos había una rabia indecible. Pero esto no me detuvo. Al contrario.
¿Me echaba la culpa de su desorden? ¿Era en serio? ¡Que no joda!
—¿C-Ó-M-O? —hablé, indignada.
—Vienes aquí y me distraes con tus charlas de pacotilla, mocosa. Solo me haces perder el tiempo. Y ahora... ahora... ¡No puede ser! —Me dio la espalda.
Ah, no. ¡Esto ya era demasiado? ¿Echarme la culpa de que no encontrara su escaleta? ¿Yo? ¿Yo?
¡Que no me viniera con culpas de excusas ni ocho cuartos! Él era el maldito culpable de que su vida y su trabajo estuvieran patas arriba, y así se lo iba a hacer saber.
Cuando me acerqué envalentonada hacia él, para estar frente a frente y responderle como se merecía, un detalle me paralizó.
—¿DÓNDE ESTÁ MI ESCALETA, MOCOSA? —habló con verdadero terror, más que reproche.
Dash se cubría las orejas con las manos, haciendo mucha presión. Su cara estaba llena de un sudor, que no parecía ser producto del calor. Su piel era blanca como el papel, de verdadero espanto y terror. Pero, lo más sorprendente, fue lo que a continuación me mostró:
—¿Dónde está mi escaleta, mocosa? —me suplicó con terror—. ¿Dónde? Dímelo, por favor —continuó mientras una pequeña lágrima bajaba por su mejilla izquierda.
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