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Capítulo 12

El viaje a mi pueblo se me había hecho interminable. Si bien me conocía como la palma de la mano las ciudades y pueblos por los que pasábamos, y esto no mellaba en nada el que disfrutara de la travesía, en las circunstancias en las que viajaba ahora, lo que menos me interesaba era estar pendiente del paisaje. Las horas que distaban de Lima a mi pueblo se vieron triplicadas por las mariposas que recorrían mi estómago, por mi respiración acelerada y por mis manos sudorosas, las cuales no había manera en que se secaran, por muchos pañuelos que usara.

Esa noche llovía acuciosamente. El Perú se caracterizaba por tener microclimas, y si en Lima hacía calor por ser verano en la costa, en la sierra —de donde yo era— era todo lo contrario.

Cuando pasamos cierto tramo del viaje, el frío empezó a colarse por mis piernas. Percibí cómo el vaho de mi respiración chocaba con la ventana y volvía borrosa mi mirada gris que en esta se reflejaba, como cruel metáfora de la angustia que apretaba mi ser. Por inercia, cogí la pequeña manta que tenía guardada en el lado superior para los equipajes y me la coloqué encima. Tenía miedo de que me congelara por completo, y ya no solo por lo gélida de la temperatura. Mi interior se hallaba tan sombrío, que fácil la tristeza desaparecería el poco halo de la vitalidad que me quedaba.

Antes de partir, había llamado a mi mamá para que me confirmara cómo se hallaba mi papá. Y en efecto, estaba fuera de peligro, tal y como me había adelantado Valeria. Los paramédicos habían actuado a tiempo y le habían salvado la vida. Eso sí, todavía debía estar hospitalizado porque tenían que monitorearlo para prever futuras complicaciones. Mas, aunque mi madre había tratado de sonar tranquila por teléfono, no iba a ser hasta que me cerciorara por mis propios ojos de que, en efecto, mi padre se hallaba bien, que el nudo de angustia en mi interior se disiparía.

No supe cómo, pero cuando el bus llegó, actué como un autómata que recogió su equipaje y tomó el primer taxi que se le cruzaba. Por ahí me pareció escuchar al chofer para que le confirmara si era el Hospital Regional al que acudía o al Santa Rosa. Moví mi cabeza un par de veces porque el primero era el único de la ciudad, el segundo era una clínica, y era más que obvio que en esta no hubiera podido ingresar mi papá.

Cuando llegué a la recepción, el lugar me parecía tan sombrío, a pesar de las pequeñas lucecitas de Navidad que brillaban en las paredes junto con el villancico que se percibía que venía del arbolito de la esquina. Las paredes de la misma, tan blancas e incólumes, me parecían tan vacías como todo rastro de alegría que alguna vez pudiera experimentar.

Al preguntarle a la enfermera en qué habitación se hallaba mi padre, ella me miró de reojo. Luego me pidió de mala gana que le deletreara su apellido para buscarlo en la base de datos, porque por mucho que se lo repitiera tres veces, le parecía difícil escribir como correspondía un apellido de solo una sílaba.

Resoplé profundo. Era lo mismo de siempre. El tener un apellido fuera de lo común en mi país, porque mi abuelo había sido un señor estadounidense —que había venido desde lejos buscando aventuras y trabajo en la refinería de la zona, y que luego se había enamorado de mi abuela, dejándola embarazada de mi padre, para nunca más volver— me traía más de un dolor de cabeza. Siempre debía estar al pendiente de que, para trámites varios, las personas escribieran bien mi apellido, Lund, porque si no me traería problemas futuros. Todavía recordaba cuando había estado fastidiando a la dirección de mi colegio para que me emitiera un nuevo certificado de notas, al concluir la secundaria, porque la secretaria había sido tan estúpida al transcribir mi apellido, ni aún porque se lo había escrito en un papel y le había enfatizado cinco veces en que tuviera cuidado con ello.

Luego de armarme con paciencia y cerciorarme de que hiciera la búsqueda como debía —le pedí que volteara el monitor de su computadora para observar que escribiera bien el apellido de mi padre— tomé el ascensor hacia el piso dieciocho. Le habían asignado la habitación 1810, del pasadizo izquierdo, según me indicó la enfermera.

Cuando llegué al piso que buscaba, aceleré mis pasos hacia el cuarto. No me fue difícil, porque todo estaba bien señalizado.

Al llegar a la habitación asignada, toqué la puerta de inmediato. Se me había pasado por la mente llamar a mi madre para que me recogiera en la recepción, pero lo deseché de inmediato. Ella debía permanecer a su lado todo el tiempo posible, y yo podía agenciármelas muy bien sola.

Al volver a tocar con con insistencia, mis ojos se toparon con un pequeño cartel escrito a mano. El nombre de “Rogelio Lund” se veía en un papel blanco que estaba pegado en la puerta, junto con el de otro paciente, con el que seguramente compartiría cuarto.

Cuando mamá me abrió la puerta, sus ojos se ensancharon para luego decir mi nombre de manera desgarrada. Ambas nos abrazamos, en un abrazo tan fuerte que nos abrazaba las penas, el alma y las lágrimas que salían y bañaban nuestros hombros de manera incontrolable… y hubiera sido un abrazo interminable, de no ser porque, en ese instante, alguien más requería de nuestra urgente atención.

—¡Papá! —exclamé con una mezcla de nerviosismo y felicidad, al tiempo que me dirigí hacia él para abrazarlo con cuidado, por los tubos que tenía en los brazos y en su pecho.

—Mi niña —dijo con la voz débil, pero lo suficientemente fuerte como transmitirme todo el amor de padre que le cabía dentro de sí.

Me había dicho durante mi viaje que evitaría mostrarme débil ante él. No quería que me viese así, porque eso podría preocuparlo y, con ello, inquietar su enfermo corazón. Ya suficiente había llorado horas antes ante el desplante de Dash, luego por recibir la noticia de su infarto, y si lo hacía ahora, me iba a convertir en la protagonista ideal de alguna telenovela de moda. Pero, una cosa era esto, otra tratar de hacerme la fuerte cuando tenía a mi padre frente a mí, con su rostro demacrado producto de su quebrantada salud, el tubo de suero que se inyectaba en su antebrazo —causándole que la piel se le amoratara por ello— y extrañar en él la mirada radiante que antes lo caracterizaba, siendo esta reemplazada por una cansada y un gesto de dolor en su bondadoso rostro.

—¿Estás bien? —pregunté cuando lo vi quejarse y respirar con dificultad.

Él asintió.

—Se queja porque le duele el brazo. Le acaban de cambiar el suero —acotó mamá al tiempo que acariciaba mis hombros—. Las enfermeras han padecido para encontrarle la vena para inyectárselo. Él, que siempre me bromeaba porque tenía la piel más blanca y se me veían las venas, llamándome transparente y ahora… —Sonrió con tristeza.

—¿Y có…? ¿Cómo estás? —me dirigí a él—. ¿Ya estás mejor? —hablé con ansiedad al tiempo que sentía que los ojos me volvían a arder al verlo así, con los tubos atravesados y la máquina de sus latidos sonando sin parar.

Me dije que no lloraría frente a él para no preocuparlo, pero Dios, qué difícil me era cumplirlo. Nunca antes había tenido a mi papá así, y este cuadro rompía mi corazón.

Con insistencia, el nudo que se hallaba en mi interior se acrecentó; produjo un remolino incontenible de dolor y de desesperación, provocando que perdiese la batalla por mantenerme firme y serena. Mis ojos se humedecieron tanto, que me era imposible contemplar a mi padre con nitidez, por lo que no pude evitar aferrarme a él con angustia, mientras repetía ‹‹¡Papá!››.

Estaba acostumbrada a siempre verlo sano, con muchos ánimos para despertarse a la luz del alba para recibir los panes de su proveedor, antes de abrir su bodega; con su buen sentido del humor, mientras bromeaba con mi madre e imitaba a algún cliente que le había hecho un desaire y él se lo había tomado de buena gana; con la sabiduría suficiente para aconsejarme que tuviera cuidado de los peligros de la ciudad, y ser bien enfático, sino severo, para regañarme cuando hacía algo malo, como cuando Valeria le había chismeado que había descuidado mis notas durante los parciales del primer bimestre.  Pero ahora, ahora, al lucir con el gesto fruncido, los ojos cerrados y una mueca de dolor —al tiempo que la máquina de sus latidos empezaba a sonar más rápido que antes, mientras la enfermera y el doctor entraban preocupados y nos pedían que saliéramos porque iban a monitorear y a realizar no sé qué pruebas— él distaba mucho de ser aquel hombre sano, fuerte y jovial que alguna vez yo hubiese conocido.

—¿Se va a poner bien? ¿De verdad…? ¿De verdad, mamá, está fuera de peligro? —pregunté con la voz temblorosa, con miedo de que me negara y se sincerara con la verdad.

Quizá me había mentido diciéndome que estaba bien para que no me preocupara y pudiera viajar tranquila. Conociéndola, no era la primera vez que le hubiera oído decir una mentirilla blanca.

Ella asintió al tiempo que me miraba con complacencia.

—Los doctores ya le han hecho varios estudios a su corazón. —Sonrió para luego acariciar mi mejilla derecha y limpiar las lágrimas que caían sin parar—. Está estable. Rogelio logró ser salvado a tiempo, felizmente. —Arrugó la frente y su mirada se quebró. Sus ojos estaban rojos, seguro que no quería volver a llorar, para hacerse la fuerte ante mí—. No sé qué me animó a despertarme temprano esta mañana. Como nunca antes, no tenía sueño, así que decidí ayudarlo en las labores. Cuando bajé… —Su respiración estaba entrecortada—. Cuando bajé... —Emitió un chillido para luego taparse la boca con la mano—. Lo encontré tirado, al pobre, en la escalera, con la boca entreabierta, mientras que, con sus ojos, desesperados, me rogaba por ayuda y…

Volvió a emitir un chillido para luego taparse la boca con la mano, pero esta vez fue en vano. Las lágrimas, que había estado conteniendo, salieron a montones, conjugándose con las mías en nuestro abrazo familiar, del alma, del dolor, la pena y el consuelo mutuo.

Lloramos por no sé cuánto tiempo. Si bien ya antes lo había hecho, el hallarme en los brazos de mi madre, con el conocido aroma a lavanda que usaba como perfume, mezclados por la suavidad de su tacto sobre mi piel al acunarme, menguaba en algo el dolor que atravesaba mi sufrido corazón.

No sé en dónde había escuchado que, cuando el dolor se compartía, era más llevadero, y en este caso era cierto. Al lado de mi madre, la soledad de la desesperanza, la melancolía, la impotencia y la frustración que habían sido ensanchadas por la distancia, ahora eran acortadas, sino desaparecidas, por la cercanía y la sabiduría, que sabía que solo mi madre me entregaría.

Luego de que me calmara un poco, volví a insistirle si, en verdad mi padre estaba a salvo. No me había gustado para nada que la máquina que monitoreaba su corazón sonase con tanta insistencia, despertando la alerta del doctor y de la enfermera que lo asistían.

Ella, con mucha paciencia, respondió afirmativamente a todas mis preguntas. Ya los doctores le habían hecho un electrocardiograma y otros exámenes más, cuyos nombres se me hacían difíciles de repetir, y le habían asegurado que papá estaba fuera de peligro. Eso sí, le habían ordenado, sin excepción alguna, que procurase que no tuviera emociones fuertes; por lo que intuía que, al verme ahí, llorando desconsolada, se había preocupado y esto había agitado su pobre corazón. Esto se vio confirmado cuando el doctor salió de la habitación, mi madre lo atajó para preguntarle cómo se hallaba y este le dijo que bien, pero que necesitaba descansar. Ahora se hallaba dormido, por lo que nos aconsejó que no lo molestáramos y nos fuéramos a casa a descansar.

En ese instante, me dije a mí misma que procuraría ponerme fuerte. Había venido de tan lejos para acompañar a mi padre para que estuviera mejor, no para que empeorara la situación.

La enfermera nos aconsejó que nos vayamos a casa para descansar, porque ya era muy tarde, pero me negué rotundamente. Quería estar al lado de mi papá, aunque no pudiera verlo en ese instante y asegurarme, por mis propios ojos, de que, en efecto, estaba fuera de peligro. Ansiaba mirarlo a sus ojos, encontrarme con aquel halo de vitalidad que lo caracterizaba, con su amable y generosa sonrisa, y su cálida voz que me dijera ‹‹Estoy bien››. Necesitaba ser acurrucada por él, calmada por él, abrazada por él, aunque sea a la distancia…

Mi madre sugirió en que nos fuéramos a la casa, ya que por mi viaje debía de estar muy cansada y hacía mucho frío a esa hora de la madrugada, pero volví a negarme. El frío en el ambiente en nada se comparaba al que envolvía a mi sufrido corazón. Además, tenía conmigo la manta que había llevado en el bus, por lo que fácil podía acomodarme en la sala de espera y aguardar hasta que amaneciese y la enfermera nos confirmase cuándo podíamos volver a verlo. Y aunque volvió a insistirme en que debíamos irnos, le dije que no; necesitaba de más tiempo…. Tiempo para procesar… Tiempo para asimilar… Tiempo para llorar… y luego de desahogar, que ya no quedase ningún resquicio de la Eli que lloraba, sino la Eli que era capaz de afrontar lo que se venía y tener la fuerza necesaria para cumplir mi promesa de que no me quebraría, por lo menos, no delante de él.

****

A esas horas de la madrugada, éramos pocos los seres humanos que nos hallábamos despiertos en el hospital. El sonido de una pequeña televisión, que se hallaba empotrada en un rack en lo alto del techo, se escuchaba a lo lejos. Estaban transmitiendo una película antigua, de esas de blanco y negro, pero no le prestaba mayor atención. Me hallaba totalmente sumida en mis pensamientos de inquietud, de dolor y de angustia; solo el sonido de las miles de hormigas que acuciaban mi interior eran perceptibles, al tiempo que se sincronizaban de manera dolorosa con los latidos de mi corazón, en un eco ensordecedor que laceraba mis oídos sin tregua alguna.

—¿Has comido algo? —me preguntó mamá, luego de acomodarme la cobija debajo de mi nariz—. Has tenido un viaje de largas horas, debes estar con hambre, ¿no?

Me encogí de hombros, indiferente a qué contestar.

—Iré a la cafetería a comprarte algo. Con el frío que hace, te hará bien beber algo caliente. ¿Te apetece un café o un chocolate?

Solté un bufido para luego volver a encogerme de hombros.

Ella me sonrió amable y después se retiró. La vi irse detrás del pasadizo para luego toparse mis ojos con mi reflejo en el gran ventanal que se hallaba al lado derecho de la sala de espera. Mi imagen era tan acuosa, formada por la tormenta que arreciaba afuera, pero que en nada se comparaba con el gran cúmulo de sensaciones negativas que me embargaban.

Por inercia, o quizá por hallarme sola momentáneamente, volví a llorar, pero ahora de manera más calmada. Con resignación me limpié mis lágrimas con mis manos para después acurrucarme con la cobija. Cerré los ojos y traté de pensar en cosas alegres para ya no volver a quebrarme… en que mi padre se sanaría… en que él a casa volvería… en que él como antes me regañaría… en que él, como siempre, me acompañaría…

*******

Cuando menos me di cuenta, percibí un ardor en mis ojos. Eran los rayos del sol que se colaban en todo su esplendor por el ventanal de la sala. Estiré mis piernas y mis brazos para luego soltar un bostezo, y percatarme de qué era lo que pasaba.

¡Me había quedado dormida! ¿Qué hora sería? ¿Ya la enfermera nos habría dado permiso para estar con mi papá? Ni idea. Mas, cuando volteé y me percaté de que mi madre se hallaba profundamente dormida a mi costado, supuse que todavía no nos habría dicho nada.

Retiré la cobija que me cubría y me dirigí a donde había puesto una de mis mochilas. Quería revisar mi celular para ver qué hora era. Si era una prudencial y todavía la enfermera no nos había informado nada, iría yo misma a buscarla.

Cuando digité la tecla de encendido, las notificaciones que vi en mi pantalla me descolocaron por sorpresa. Tenía varios mensajes de llamadas perdidas, entre ellas, de Valeria, de amigos de la universidad, pero sobre todo de un número desconocido.

¿Quién sería? Decidí no darle importancia.

Me encogí de hombros y me dispuse a buscar a una enfermera. El reloj de mi celular marcaba las 07:02 am, por lo que me parecía una hora prudencial para que me confirmaran si podía volver a visitar a mi papá. No obstante, cuando busqué por varios lados y no atisbé a ver a nadie, decidí seguir por mi cuenta.

Con sigilo, me dirigí a la habitación de mi padre. Sin tocar, para no despertarlo, menos sobresaltarlo, abrí la puerta con cuidado.

Al entrar, el cuadro que tuve ante mí era uno distinto al que había visto anoche. Él dormitaba, aunque todavía tenía los tubos conectados a él. La máquina que controlaba sus latidos sonaba sin novedad, a diferencia de la noche anterior. Se le veía tan calmado, respirando con tranquilidad que, de no ser porque tenía puesta la bata y estaba conectado a varios aparatos, nadie creería que había sufrido un infarto y se encontraba en observación.

Cuando sobre su cara se reflejaron los rayos de sol que se colaban por la ventana, provocándole que despertara, todo cambió. Me dedicó una gran sonrisa al verme ahí, de pie, a pocos metros de él, transmitiéndome una calidez sin igual, al tiempo que con su brazo derecho me invitaba a que pasara.

No lo dudé ni un segundo. De inmediato, me abalancé sobre él, con mucho cuidado, eso sí. Quería abrazarlo en mis brazos y cerciorarme de que, estaría junto a mi lado muchos años más.

En ese momento, producto de mi algarabía conjugada por la afectuosidad, la emotividad y la tranquilidad en la que se mezclaban nuestros abrazos, caricias y palabras con mi padre, no me percaté de que acababa de recibir un par de mensajes esa mañana. Estos, que leería más tarde, en pocas palabras, pero que transmitían tanto, fueron la guinda perfecta a una nueva etapa en mi vida que comenzaba a afrontar con esperanza e ilusión:

‹‹Le pedí a Valeria tu número para llamarte, pero no me contestabas, es por eso que te escribo… ¿Cómo está tu papá? Espero que muy bien. Mucho ánimo. Pónme al tanto de la situación cuando puedas, Dash››.

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