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Capítulo 11

—Creí que faltarías hoy —dije. Tampoco logré ocultar el arrepentimiento en mi voz al decirlo. Sin importar lo que pudiese estar sintiendo por ti, mi comentario anterior no fue algo que hubiese querido que escucharas bajo ninguna circunstancia.

—Así era, pero como ya no te veré antes de tu viaje, quería traerte algo —respondiste. No supe si el tono que utilizaste era de coraje o tristeza. Supuse que había una mezcla de ambos.

—Los dejaré a solas para que puedan hablar más cómodos —agregó Sebastián antes de caminar junto a mí, ponerme una mano en el hombro y acercarse para susurrarme—: La auditoría termina en quince minutos y la directora querrá verte. Por favor, piensa en frío lo que vas a hacer.

Sebastián siguió caminando hasta salir de la habitación. Me di la vuelta y seguí su andar con la mirada hasta que desapareció tras dar la vuelta a la derecha en el pasillo. Desvíe mis ojos hacia ti. Tenías la cabeza agachada y una capucha cubriéndola, escondía tu rostro. Cuando me extendiste la cajita azul que llevabas en las manos mi corazón se hizo trizas. No quería tomarla después de lo que dije, no era digno de recibir un obsequio tuyo, pero pensé que rechazarla podía empeorarlo todo.

La sujeté con delicadeza y quité la tapa. Era una cajita musical con forma de piano, estaba hecha a mano y olía a nuevo. La acaricié con los dedos, maravillado por los detalles que poseía pero sin atreverme a hacerla sonar. Dijiste que la habías comprando el martes en un puesto cercano a la secundaria y pensaste en dármela cuando nos viéramos, así cuando estuviera triste su melodía me haría sentir mejor. Debí abrirla en ese instante, me sentía la peor basura del mundo.

Levanté la cabeza para agradecerte y al hacerlo, noté que hacías un gesto con la mano sobre tu frente, como si intentaras esconder algo. Me incliné hacia abajo, descubriendo lo que era: traías puestos lentes de sol y debajo de ellos algo de piel ennegrecida se asomaba. Pensé en la razón principal para que la gente utilice lentes oscuros cuando no los necesita.

Me agaché más para estar a tu altura y con un movimiento rápido de mi mano te quité los lentes del rostro y vi lo que estabas escondiendo. No solo tu ojo derecho estaba amoratado e inflamado, sino también tu mejilla hacia el labio. El golpe en tu ojo se extendía por el puente de la nariz hacia el otro lado, y más de una cortada sobresalía a lo largo de tu cara, desde la cuenca hasta el labio superior. Era obvio que recibiste varios golpes consecutivos.

—¿¡Qué te pasó!? —Me atreví a preguntarte apenas el shock inicial terminó. Creo que mi voz sonó aguda y temblorosa, pero no lo recuerdo muy bien.

Él regresó —respondiste con debilidad. Sin añadir nada más, te diste la media vuelta y avanzaste hacia la puerta de salida, donde te detuviste un momento para añadir—: Los rumores se dispersan rápido, ¿sabes? Salen de la escuela.

Lucías tan frágil, vulnerable y solitario, una criaturita indefensa que es agredida por la intolerancia y el odio de quienes no logran ver más allá de su propia nariz, que mi deseo de protegerte se volvió más fuerte que todo lo demás. Corrí detrás de ti con un grotesco malestar oprimiendo mi pecho; sabía que no podía ignorar algo así, que dejarte solo en esos momentos era lo peor que podía hacer.

Te detuve sujetándote el brazo con firmeza pero procurando no hacerte más daño. Al principio desviaste la mirada para no verme, yo entendía que no quisieras, mas era mi responsabilidad portarme como el adulto que soy en una situación como esa. Me acerqué un poco más a ti en silencio y, tras colocarte mi otra mano sobre la mejilla izquierda, deslicé tu cabeza para robarme tu atención. Las lágrimas que nacieron de tus ojos partieron mi alma.

—Entiendo que estés molesto conmigo —te dije con la voz más dulce que poseo, tratando de sonar amistoso y comprensivo para ti—, pero no puedo dejarte ir hasta no saber qué está pasando. Hablemos, por favor.

—No —respondiste conteniendo un sollozo—. Quiero ir a casa.

Al escucharte asentí con la cabeza y deslicé mis dedos un poco más hacia abajo siguiendo el camino de tu brazo para tomarte la mano.

—Si quieres yo te llevo, pero habla conmigo antes, ¿sí?

No respondiste por un largo rato, sin embargo apenas accediste, caminé contigo a mi lado a la dirección. Adriana y yo teníamos asuntos pendientes que yo necesitaba frenar de una vez, evitar que creciera. Durante el trayecto el silencio fue interrumpido por múltiples sollozos tuyos, lo que aumentó mi seguridad respecto a mi decisión.

—Espérame aquí —te dije una vez que nos encontramos afuera de la dirección. Por el ruido que provenía del interior supe que la auditoría aún no terminaba. No me importó—. Disculpe la interrupción, maestra, pero me dijeron que necesitaba hablar conmigo.

—Ahora no, Christian —respondió ella con firmeza y un aire de rabia contenida—. Hablaré con usted más tarde.

—Me temo que no será posible. Si me regala un minuto de su tiempo y me acompaña al pasillo le daré una buena razón.

Estoy seguro de que la vi apretar la mandíbula previo a sonreír forzadamente, dirigirse al auditor y ofrecerle una disculpa antes de levantarse de la silla detrás del escritorio, caminar hasta mí crucificándome con la mirada y salir de la habitación. Una vez afuera se cruzó de brazos con pose amenazante.

—Más te vale, por tu empleo, que sea de verdad importante.

Seguro de mi actuar volví a tomar tu mano sin importarme que eso alimentara lo que de por sí ya se creía de mí, te acerqué a Adriana y con delicadeza, te pedí levantar la cabeza de modo que ella pudiese ver las heridas que tenías. El rostro de Adriana se descompuso al hacerlo. Te miró con impresión que no tardó en volverse angustia.

—¿Esto le parece suficientemente importante? —señalé. No negaré que había algo de altanería involuntaria en mi voz.

—¿Qué te pasó? —preguntó Adriana ignorando mi comentario e inclinándose para apreciar con más claridad los golpes.

Tú, lejos de responder su cuestionamiento, te acercaste a mí y escondiste la cara en mi costado. Supe por la sensación húmeda en mi playera que tu llanto había incrementado. Me tomé la libertad de pasarte un brazo por la espalda y abrazarte contra mí a modo de protección.

—Eso es justo lo que quiero averiguar —me entrometí. Adriana me miró un segundo antes de regresar su atención hacia ti—. Estoy enterado del tipo de rumores que se están esparciendo, y de verdad entiendo las complicaciones que eso puede traer no solo a nosotros dos sino a toda la red universitaria, pero anteponer un rumor a un alumno que padece de violencia es mucho peor. Espero que usted me disculpe, pero la situación de mi madre y la de Stephen son mi prioridad ahora y no tengo tiempo para preocuparme por chismes de corredor.

—Sí, entiendo —me respondió ella tras unos segundos de mudez. Leí en su expresión facial una mezcla de sorpresa y aprobación—. Si necesitas algo, puedes acudir conmigo, Stephen. Estoy para ayudarte en lo que necesites, ¿de acuerdo? —te dijo antes de darte una caricia en el cabello.

Tú asentiste sin mirarla, yo le agradecí. Te acaricié la espalda con ternura mientras decía que era tiempo de irnos y volvía a disculparme con Adriana por interrumpir la auditoría. Sin embargo, en lugar de regañarme por hacerlo como antes, me agradeció que tomara las riendas de la situación y decidiera actuar.

—Ayúdalo a evitar que se repita —murmuró Adriana, luego volvió a encerrarse en su oficina.

Quise sonreír victorioso, no sé si lo hice bien. Ya ni siquiera entendía qué emoción me dominaba más; si la ira por los rumores sobre nosotros, la culpa por mi comentario insensato, la preocupación por lo que te estuviese ocurriendo, o el miedo de seguir involucrándome contigo aun cuando se volvía cada vez más evidente lo mucho que podíamos perder.

Nos estábamos alejando de la dirección cuando te detuviste en seco, alzaste la cabeza y con los ojos brillando por las lágrimas que los cubrían, me suplicaste que no te llevara a tu casa. Querías estar donde fuese, cualquier parte de la ciudad, menos ahí. No quisiste decirme el motivo, pero acepté sin hacer más preguntas.

Pensé que llevarte a mi casa no sería correcto, en especial si los rumores de verdad iban más allá de las paredes de la escuela, así que pensé en ir a la terraza para hablar ahí. Era una estancia bastante privada designada para que los maestros pudiéramos espabilarnos un momento en días agotadores, sobre todo quienes tienen más de tres clases por día, como yo.

El jardín que reposa en esa terraza fue puesto por los mismos maestros. Cada uno de nosotros, durante nuestro trayecto en la escuela, hemos donado una planta para mantenerlo vivo, cómodo, lo más abrazador posible. Los alumnos no tienen permitido entrar y la puerta está recubierta por un vidrio blanco que impide la vista hacia el interior. Me pareció ideal para que estuviéramos a solas un momento.

Apenas llegamos al lugar te pedí que me esperaras sentado en el sofá café que estaba en el interior, yo necesitaba conseguir hielo y desinflamatorios para ayudarte con las heridas. No demoré más de cinco minutos en ir a la tienda de autoservicio de enfrente y regresar, pero aun así me tomó por sorpresa cuando abrí la puerta y te vi de pie junto al sillón.

Cerré la puerta detrás de mí y me acerqué con paso tranquilo, parsimonioso. Vi en tus ojos que las lágrimas ya se han secado, pero la tristeza se rehusaba, el dolor que dominaba tu corazón se negaba a esfumarse. Era comprensible. Con delicadeza abrí la bolsa de hielos que compré para tomar algunos, y con un trapo limpio que tenía guardado en el anfiteatro, los envolví antes de acercarme para colocártelos en el ojo inflamado, sin embargo antes de poder hacerlo, diste un paso hacia atrás para alejarte de mí.

—No voy a hacerte daño —susurré amigable. Cuando di otro paso hacia ti, volviste a alejarte, así que decidí detenerme—. ¿Prefieres hacerlo tú mismo? —pregunté. Negaste con la cabeza—. Stephen, entiendo cómo debes estar sintiéndote ahora, pero necesito ponerte hielo en la herida para que desinflame.

—Es que... —murmuraste con un hilo de voz temblorosa y frágil—. Es que no es la única —soltaste por fin luego de varios segundos.

Al principio no entendí a qué te referías, pero al ver que sujetabas tu camiseta con manos temblorosas y empezabas a levantarla poco a poco formando una expresión de dolor, mi interior se congeló. Por esa razón no te sentaste cuando fui a la tienda. Tuve un fuerte deseo de llorar.

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