Capítulo 5: Misericordia del diavolo.
Tardo en responder y procesar lo que sucede.
Son alrededor de las tres y media de la mañana. Solo dormí unos minutos y Antonio entró en mi habitación exigiendo su postre, su cuerpo aprisionando el mío contra el colchón de mi cama. No puedo responder debido a su mano, por lo que solo permanezco en silencio debajo de él hasta que se da cuenta de ello y la aleja, incorporándose en medio de mi habitación en la completa y absoluta oscuridad.
―¿Dónde está mi postre, sirvienta? ―insiste y esta vez nada me impide responder tras envolverme en mis sábanas, pero ninguna palabra escapa de mí porque no sé qué decir para no enojarlo más.
Su postre ya no existe.
Trago.
No me queda más remedio que mentir.
―Lo dejé en en el refrigerador tras la cena.
Antonio gruñe.
―¿Entonces por qué no estaba en el refrigerador cuando llegué? ―Se acerca para tirar de mi mano y ponerme de pie, lo cual a penas logro hacer sujetando la delgada sábana que cubre mi desnudez. No solo estoy cansada. También tengo resaca y me siento regañada como si fuera una niña cuando posa sus ojos dorados en mí tras acercarse a mi armario. Parpadeo cuando lo veo colocar mi uniforme sobre la cama. Ya no lleva su traje oscuro entero. Se deshizo de la chaqueta y solo conserva esa odiosa camisa de botones de oro Versace―. Vístete ―ordena, dándose la vuelta―. Si permitiste que alguien más se comiera lo que es mío cuando prometiste reservarlo para mí frente a todos, vas a hornear una tarta para mí solo y verás cómo me como hasta el último bocado porque no voy a compartirla. Ni siquiera con mi familia. ―Me mira por encima de su hombro, a lo que me aprieto más contra mi sábana porque temo que me vea a través de ella. Porque siento que me ve a través de ella―. No sé a qué Ferragamo estás acostumbrada a servir o si ya olvidaste que Alessandro no estuvo aquí durante los últimos años, pero si digo que quiero algo lo hago mío, Antonella, y nadie más a parte de mí tiene derecho sobre ello. Solo lo comparto si me da la gana hacerlo y en ningún momento te dije que ese era mi deseo. Ese postre era mío.
Agacho la mirada.
―Lo lamento, Señor.
―Te espero en la cocina y más te vale que esa tarta quede buena o haré que pases de sirvienta convencional a sirvienta de caballos ―dice sonando más enojado que antes, así que alzo la mirada al recordar que siempre debo verlo a los ojos cuando habla.
―Sí, Señor.
Mis manos tiemblan debido a la ira y la impotencia que sus palabras y exigencias, las cuales no puedo rechazar, me generan, pero estas también disparan una corriente de adrenalina en mí que me mantiene despierta. Antonio cierra con fuerza la puerta de mi habitación tras de sí, dejando en evidencia su ira, y es imposible que mi abuelo no haya escuchado, pero el hombre escoge los mejores momentos de mi vida para intervenir, más no los peores, por lo que tras vestirme camino por el pasillo sin esforzarme en ser silenciosa.
Nadie despierta.
Tras subir los escalones que conducen a la cocina de uno en uno empujo la puerta de madera y camino hacia la despensa por los ingredientes de la tarta. Mi especialidad no es la cocina, pero sé preparar lo básico en el dado caso de que el cocinero principal de la mansión amerite mi ayuda o se ausente. Tras tenerlo todo lo dejo caer sobre una mesa metálica, pero todo mi cuerpo se tensa cuando me centro en Antonio, quién está sentado en la misma mesa en la que comí con Alessandro a la espera de su tarta de manzana, y me doy cuenta de que su primo olvidó su promesa de limpiar los platos, por lo que estos se encuentran frente a él.
Es obvio que hubo una pareja devorando su postre aquí esta noche.
Solo yo confío en que un Ferragamo hará labores domésticas.
―Limpiaré esto ―murmuro dejando de lado la preparación de la tarta para ir por los platos y limpiar la superficie de la mesa de migajas, lo que Antonio sigue con sus ojos mientras se mantiene reclinado hacia atrás sobre la silla de madera, en dos patas.
Silencioso.
Expectante.
Impaciente.
Me pregunto por qué el universo no decide ser bueno y hacer que se caiga hacia atrás. Tras terminar de lavar los platos y ponerlos en su lugar reanudo mi labor de cocinera. El diablo analiza tanto todo lo que hago que no me sorprendería que estuviera asegurándose de que no lo envenene. No voy a fingir que no entiendo su miedo. Si no hubiera consecuencias por ello, probablemente lo haría.
Se lo merece y en el fondo de él lo sabe.
Si no es así, si no tiene el más mínimo de consciencia, algo está mal en su cabeza. Su expresión es indiferente, pero veo cómo lucha contra una sonrisa cuando la bolsa de harina que abro explota en mi cara. Tras terminar con la mezcla pongo a precalentar el horno y uso ese espacio para colocarla en un molde mediano. Mientras se cocina preparo la mermelada, pero llega un punto en el que ya no tengo nada más que hacer y no puedo evitar que mi mirada se cruce con la de Antonio. En una de esas ocasiones este ladea su cabeza.
Relame sus labios.
Siento mi abdomen contraerse con anticipación en respuesta.
―Huele bien.
―Gracias, Señor.
Cae sobre las cuatro patas de su silla, dejando de mecerse, y tamborilea sus dedos sobre la superficie de la mesa.
―Espero que sepa aún mejor.
Trago.
―Yo también, Señor.
Las comisuras de sus labios se curvan hacia abajo.
―Pero creo que la estás dejando demasiado tiempo en el horno.
Mis mejillas se sonrojan al inhalar más profundamente y darle la razón. De alguna manera empezó a oler a quemado durante los dos segundos en los que me dirigió la palabra: el diablo haciendo de las suyas con la temperatura. Jadeo cuando me enfrento al horno, saco la tarta con prisa y la veo desecha en los bordes. Mis ojos se llenan de lágrimas, mi pecho se hunde y la impotencia me llena. Del otro lado de la cocina escucho la sonrisa de Antonio en su voz, quién ha alcanzado una botella del vino que se bebió durante la cena de bienvenida de Alessandro y ha empezado a beber de ella.
―Espero que te haya quedado algo de mezcla.
―No, Señor ―digo esperando piedad de su parte.
Pero el diablo no concede piedad a nadie.
―Entonces te tocará empezar de cero, sirvienta, y procura no desconcentrarte tanto esta vez. Sé que es difícil, pero no puedes pretender tenerme aquí sentado toda la noche para tu deleite privado.
―Sí, Señor ―siseo queriendo matarlo con mis propias manos.
Lo escucho reír entre dientes, pero me limito a cocinar con tanta ira que los ingredientes y la mezcla salpican por todos lados porque no puedo contener mis emociones y lo que más temo es que un día eso juegue en mi contra y decida acabar con esto de una vez.
*****
Antonio no solo me hace hornear una tarta para él a las tres de la mañana. También me obliga a acompañarlo mientras cumple su promesa y la devora toda por sí mismo, lo cual le toma casi otra hora más. Cuando termina los botones de su camisa a penas pueden resistir la hinchazón de su estómago, pero la saciedad en su rostro es innegable. Una vez acaba se retira de la cocina sin desearme buenas noches. Yo contemplo su espalda hasta que desaparece.
Para ese entonces ya son las seis y la luz del sol se filtra por las ventanas, calentando mi rostro mientras permanezco sentada frente al plato que dejó Antonio, el cual sorpresivamente no se encuentra sucio porque lo limpió antes de irse, al igual que sus cubiertos.
Ni siquiera espero regresar a mi habitación.
―Me alegra que te hayas levantado temprano ―dice Donato ya listo y arreglado dentro de un traje impecable de mayordomo, entrando en la cocina por la puerta que proviene de la casa y no del acceso de las habitaciones del servicio―. Tu jornada de hoy involucra las tareas que normalmente realizarías a diario más las que no hiciste ayer. ―Se sirve una taza de café sin verme―. Empiezas limpiando las ventanas. Luego vas a encargarte del salón principal y el comedor. Cuando termines con eso serán alrededor de las diez y podrás asear las habitaciones principales. Para tu turno de la tarde te quiero en el ático. Ha llegado la hora de desempolvar esa área de la casa.
Trago.
El ático tiene casi media década sin limpiarse bien.
Lo sé porque yo fui la última en hacerlo durante mi cumpleaños número diecisiete, cuando me castigó por olvidar mi lugar y pasar mucho tiempo junto a los Ferragamo. Cualquier parecido con la realidad actual no es coincidencia, pero al menos no me envió a los establos como Antonio. Sin saber si podré hacer todas esas tareas sin desmayarme en algún momento, afirmo y me pongo de pie.
―Entendido.
Mi abuelo se contempla a verme con su frialdad habitual mientras salgo de la cocina para empezar pronto con la esperanza de acabar antes de la medianoche, pero su voz me detiene antes de que salga.
―Espero no tener que recordarte lo que pasó con tu padre cuando enloqueció y decidió olvidar cuál era su lugar en el mundo.
Cierro mis ojos con fuerza, tomando una profunda inhalación, y mis manos se dirigen a la cadena que cuelga de mi cuello, acariciándola.
Es lo único que me queda de ellos.
Mi cadena y un par de ojos de colores diferentes.
Uno de mamá.
Uno de papá.
―No. No tienes que hacerlo ―susurro saliendo de prisa de la cocina, apresurándome por ir por un limpia vidrios y una cubeta.
*****
El día pasa lentamente. No solo porque siento que agonizo tras cada movimiento que ejecuto debido a mi cansancio y mi falta de descanso, sino también al hecho de que paso cada segundo intentando obtener un vistazo de Alessandro y no lo logro. Cuando limpio su habitación, absteniéndome de revisar sus cosas como una acosadora, me decepciona no hallarlo dentro tan solo para pedirle que salga y tampoco lo veo en otro lugar de la casa, lo que significa que salió de la mansión Ferragamo. A penas le respondo a Catalina cuando voy a su habitación, limitándome a escucharla hablar de cuán feliz está por el regreso de su hijo. Antonio, por otro lado, sigue dormido, así que no entro a su habitación y eso me ahorra un poco de trabajo. Intento apartar mi mirada a penas me percato de que no lleva puesta una camisa, pero por más indeseable que sea no puedo evitar apreciar la manera en la que duerme extendido sobre la cama boca arriba sobre la cama, su cabeza prácticamente colgando.
Es adorable.
Tan vulnerable.
Sin saber muy bien lo que estoy haciendo, cierro la puerta tras de mí y me acerco a él. Como si estuviera manipulando un explosivo y no un ser humano, lo empujo tanto como puedo de regreso a la cama y coloco una almohada por debajo de su cabeza con rapidez.
Huyo antes de saber si lo desperté.
******
Si la Mansión Ferragamo luce como la combinación de un museo de arte renacentista, una villa italiana y una sede del vaticano, solo puedo describir su ático como el escondite de un coleccionista del mercado negro. Hay piezas del Vaticano, de la realeza italiana y de los antepasados de los Ferragamo y los Médeci que estarían mejor en un sitio dónde alguien más pudiera apreciarlas. Borradores de artistas como Donatello, Leonardo Da Vinci y Miguel ángel que nunca fueron apreciados y nadie se tomó la molestia de preservar.
Cuando vine aquí por primera vez, a este paraíso repleto de arte y polvo a penas iluminado por un par de bombillas, sentí ganas de robarme algo, auténticas ganas de cometer un delito que los Ferragamo ni siquiera notarían, pero al mismo tiempo adopté este patrimonio como propio. Los demás podrían tener dinero. Joyas. Autos caros. Yo siempre tendría este museo privado.
Sabría más de arte que ellos.
A pesar del ardor y malestar de mi cuerpo, el cual me ha impedido comer en todo el día, el tiempo comienza a pasar rápido cuando me dedico a pasar un pañuelo y a apreciarlo todo. Es un lindo consuelo.
Es mío.
Esta habitación, esta sensación de sentir que sé exactamente lo que sentían los autores de tales obras al momento de ejecutalas, me pertenece. A nadie más. A nadie más le importa aquí. Solo a mí.
Sin darme cuenta se hacen más de las doce de la noche.
Me acerco a la única ventana, un vitral circular, en la pared. Esta da, al igual que la que está en mi habitación, con las caballerizas. Mi corazón comienza a golpear con fuerza contra mi pecho cuando veo a Alessandro abandonarlas, dejando caer sobre el suelo una solitaria rosa, y presiono la mano contra el vidrio queriendo gritarle que aquí estoy, pero no es así. Vivimos en la misma casa, pero pertenecemos a dos mundos completamente diferentes fuera de esta.
Aún así eso no impide que tenga ganas de salir corriendo.
Pero no puedo enojar más a Donato.
¿Pero hasta cuándo mi vida consistirá en seguir sus pasos?
Cuando finalmente me decido a ir por Alessandro, a dejar de lado mis labores nuevamente, la puerta del ático se abre y mi abuelo y Cesare, uno de los cocineros, aparecen. El más joven de ellos sostiene una bandeja con lo que creo que es mi cena. Me ofrece una sonrisa pequeña y triste, conocedora, mientras la coloca en una mesita junto a varios tomos literarios. Lo que hay sobre ella luce apetitoso, para nada como comida de esclavos, pero no despierta en mí ningún apetito. Solo quiero llorar. Llorar hasta dormir y nunca despertar ya que acabo de dejar plantado al amor de mi vida.
―Buen provecho, Anto. Espero que no te tome mucho acabar. Me quedó tocino de la cena, así que hice tu ensalada favorita.
Me guiña un ojo ya que habla de ensalada César y le sonrío.
Es demasiado dulce y noble para estar bajo el mando de Donato.
Merece más.
Merece estar en los mejores restaurantes de Florencia, no aquí, pero la Mansión Ferragamo es un atrapa sueños de talento. Acapara todo lo hermoso y bello del mundo para sí, negándose a compartirlo con el resto. La evidencia más grande de ello es esta habitación.
Esta habitación y el talento de uno de ellos.
El mundo sería un lugar diferente si lo compartiera.
―Muchas gracias, Cesare.
―De nada. Hasta mañana. ―Se inclina antes de dirigirse a la puerta―. Haré tu desayuno favorito también ya que la forma en la que acabó el de esta mañana me partió el corazón. Sé que no soy el mejor chef pastelero, pero no creo ser tan malo como para que mis platillos sean arrojados directamente en la basura.
Le ofrezco una mirada de disculpa.
―No fue por ti.
Sus ojos verdes se suavizan.
―Sé que no, pero aún así dolió. ―Mira a Donato―. Buenas noches.
―Buenas noches ―gruñe mi abuelo en su dirección, quién ve cómo voy con la limpieza del ático antes de volver a hablar―: Hablé con Adriano esta mañana y le recordé todo lo que hay aquí arriba. Me dijo que seleccionara las mejores obras para su restauración y el resto lo desechara. Lo haré mañana, pero para poder ser objetivo necesito que termines de limpiarlo todo esta noche.
Niego.
―Limpiar esta habitación me tomó cinco días antes. Es imposible que lo haga todo en una misma noche y mucho menos si no he dormido o comido nada desde ayer.
La mandíbula de mi abuelo se aprieta.
Tras unos segundos en los que no dice nada, se acerca a la ventana del vitral y la cierra, privándome de la luz de la luna y de las farolas del jardín. De Alessandro y de mi oportunidad de correr tras él.
Algunos pequeños actos son tan simbólicos.
―Por eso Cesare acaba de traerte la cena ―dice mirándome como si fuera otra más de las chicas de servicio a su cargo y no su nieta―. Y si era tan difícil para ti cumplir con tus labores al día siguiente, no debiste haber aparentado ser alguien que no eres. Alguien sin responsabilidades. ―Sus ojos azules se vuelven más duros―. Esa no es la nieta que quiero. La nieta que quiero es consciente de ellas.
Trago el nudo en mi garganta e intento controlar las lágrimas, pero estoy tan cansada. Cualquier otro día podría soportarlo, pero no hoy.
Separo los labios para decirle que al momento en el que me deje a solas saltaré por la ventana porque prefiero estar muerta a permitir que él y su jefe arruinen una sola de las obras de arte dentro de esa habitación, pero una estridente voz proveniente del pasillo nos sorprende a ambos, lo cual es fuera de lo convencional porque Donato siempre sabe todo lo que pasa en la mansión.
―¡Sirvienta!
Palidezco.
Al ver la expresión en mi rostro las comisuras de los labios de mi abuelo se curvan hacia arriba.
―Por lo menos alguien tiene algo de claridad en esta casa.
―No puedo atenderlo ―murmuro, la idea de limpiar el ático no sonando tan mal. Podría acurrucarme en una esquina y dormir por un par de horas al menos sin que nadie se dé cuenta, pero sé que Antonio me hará trabajar sin despegar sus ojos dorados de mí incluso si eso representa su propio agotamiento―. El ático...
―El ático puede esperar. Los restauradores vendrán en un par de días. Puedes continuar mañana ―dice―. Atiende a tu Señor.
Niego.
―¿Qué hay de mi cena?
Se encoje de hombros.
―Tengo la impresión de que no ibas a comerla.
Está en lo cierto.
A pesar de que todo lo que prepara Cesare es delicioso, mi estómago no admitirá su comida. Tras agachar la mirada desciendo las escaleras al tercer piso de la mansión, dejando a Donato atrás. Allí me encuentro con Antonio usando la misma ropa de esta madrugada, su cabello negro despeinado y una huella de almohada en su mejilla.
―No limpiaste mi habitación esta mañana ―recrimina, sus ojos dorados duros―. ¡Me desperté y estaba hecha un chiquero!
Afirmo.
―Estaba dormido, Señor.
―Debiste esperar a que despertara en la entrada. Ese era tu deber.
Mis ojos se entrecierran.
Estoy tan agotada que sus palabras no me producen nada.
―Sí, Señor ―contesto casi de forma automática―. La limpiaré ahora. No se preocupe. Usaré su jabón especial anti ácaros.
Su barbilla se aprieta. Tras mirar hacia el interior del ático asiente y se da la vuelta. Lo sigo de cerca. Cuando finalmente llegamos a la torre en la que está su alcoba, no me da tiempo para tomar lo que necesito del depósito en el pasillo porque me empuja hacia adentro. No es un empujón con el que salga lastimada, pero sí lo suficientemente fuerte como para que termine en el centro de su habitación y me de cuenta de que todo luce como lo dejé ayer.
Impecable.
Tiemblo cuando mis reflejos fallan y una almohada se estrella contra mí.
―Puedes usar ese lado de la cama. Yo usaré este. Si quieres una sábana propia ya sabes dónde están ―dice el diablo señalando el sitio junto a él y tardo unos segundos en comprender que engañó a Donato para que pudiera dormir, pero no sé por qué―. Por lo que oí mañana será un día duro para ti, así que yo en tu lugar no pensaría en esto demasiado. Podría arrepentirme y regresarte al ático.
Quiera o no tiene razón.
Prácticamente me desmayo y mañana debo continuar con la limpieza del ático, luego con el del resto de su casa y así hasta que vuelva a ensuciarse de nuevo y tenga que repetir el proceso.
Si el infierno hubiera sido diseñado por mí sería este ciclo.
Tampoco tengo fuerzas para preguntarme cuáles son las intenciones de Antonio al ayudarme, así que termino acurrucada en la esquina más alejada de él y cerrando los ojos, sin buscar una sábana.
―Buenas noches ―murmuro, agradecida con su piedad.
Cuando ya me estoy quedando dormida y creo que no va a responder, no es que esperara una respuesta, siento la tela de una gruesa y caliente manta cubrirme de pies a cabeza.
―Buenas noches, sirvienta. Espero que no tengas ácaros.
Sonrío.
El ático estaba lleno de ácaros, pero Antonio no tiene por qué saberlo. Al menos no ahora que estoy tan cómoda en su cama.
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