Capítulo 4: Torta di mele.
Después de la partida de Antonio la cena transcurre tranquilamente entre historias de Alessio sobre sus conquistas y sobre el tiempo fuera de casa de Alessandro. Aunque es divertido escucharlos y experimentar la vida fuera de la mansión Ferragamo a través de sus palabras, lo que más me alegra es el brillo en los ojos azules de Catalina, quién por un par de horas ya no se ve decaída y perdida dentro de su propia mente, sino viva y alegre gracias al regreso de su hijo, quién llegó para traer luz y alegría a la mansión Ferragamo. Con su sola presencia el ambiente pasó de ser frío y oscuro a cálido y luminoso. No sé si lo veo de esa manera porque él es Alessandro y yo soy Antonella, por lo que mis sentimientos hacia él influyen en todos mis pensamientos, pero incluso las obras de arte han cobrado cierto toque de magia y de belleza que se esfumó ante su ausencia.
Es como si el sol brillara a su alrededor, eclipsando todo lo demás.
Pero la cuestión es que no quiero ver todo lo demás.
Ya estoy cansada de todo lo demás.
Solo quiero verlo a él, para siempre si es posible.
―La mansión Ferragamo no era la misma sin Alessandro ―dice Catalina estrechando su mano por encima de la mesa y no puedo estar en desacuerdo―. Todos aquí te extrañamos, príncipe, en especial Antonella. ―Me dedica una sonrisa y mis mejillas se encienden. Agacho la mirada sabiendo que está a punto de decir algo bochornoso, pero un suave apretón a mi mano por parte de Alessandro hace que la alce y que mis ojos den con los suyos―. No olvido la manera en la que siempre preguntaba si habías llamado y si vendrías en festividades durante los primeros meses de tu partida. Todavía lo hacía a veces, pero el brillo en ella estaba muerto hasta hoy. Es una bonita amistad la que tienen, ¿no, Alessio? Pudo pasar desapercibido para Adriano, pero no por una madre.
Trago.
―Hermosa amistad ―dice Alessio, ya ebrio.
Este empieza a comparar nuestra amistad con la suya con el dueño con esposa e hijos de una perfumería en Florencia que conoce desde hace veinte años, la cual todavía visita, pero dejo de prestarle atención cuando Alessandro se aclara la garganta y me hace mirarlo.
―Yo también le preguntaba a mamá por ti.
Intento sonreír, pero las comisuras de mis labios tiemblan, al igual que mis manos, así que me concentro en comer esperando que Alessandro no se percate de ello. Una vez la cena termina nos mudamos al salón principal y continuamos bebiendo vino frente a la enorme chimenea de piedra. Mis ojos se dirigen por un momento a mi abuelo, quién se encarga de encenderla, pero este no me regresa la mirada, lo cual me hace estar cabizbaja hasta que Alessandro vuelve a hacerme sonreír rellenando mi copa. Es la primera vez en mis veintidós años que ingiero alcohol, así que es nuevo cómo todo a mi alrededor cobra vida y mi corazón se siente caliente y eufórico. Es como si las llamas estuvieran ardiendo dentro de mi pecho y no frente a mí. Como si el fuego surgiera en lo más profundo de mi interior y se proyectara hacia el exterior, no al revés.
Para el momento en el que Catalina y Alessio deciden abandonarnos no puedo dejar de sonreír y de reír mirando el rostro de Alessandro, quién se limita a contemplarme en silencio tras recordarme esa navidad en la que no recibí ningún regalo, así que tomó uno de la oficina de su padre, que no eran para su madre, y me lo dio.
Una caja de bombones de Pierre Marcolini.
Fueron los mejores.
No porque estuvieran deliciosos, que lo estaban, sino porque también fue la única vez que Alessandro actuó a las espaldas de Adriano. Antonio adoraba el chocolate, así que lo culpó y su padre le creyó. Siempre era Antonio quién se metía en problemas, quién no pasaba desapercibido y no temía llevarle la contraria a nadie, así que todos le creyeron. A raíz de ello también discutí con Alessandro por cómo castigaron a Antonio, quién no delató a su primo, pero el enojo y la culpa se esfumaron cuando Antonio me recordó quién era.
En eso consistió nuestra juventud.
Peleas.
Reconciliaciones.
Insultos de parte de Antonio cuando este no fingía que no existía.
Amistad y lindos gesto de parte de Alessandro.
Es más que claro cuál debe ser mi Ferragamo favorito.
Ya a solas Alessandro y yo recobramos la confianza que teníamos el uno con el otro antes de que partiera a Inglaterra, aunque mi poca sobriedad y la suya tienen que ver, por lo que estoy recostada sobre uno de los sofás de terciopelo con mi cabeza sobre sus piernas, contemplándolo tanto a él como a los ángeles que decoran el techo.
Su rostro está inclinado hacia abajo para verme.
Mechones de cabello dorado lo enmarcan.
Me hacen tener ganas de tener agallas para extender mis manos y acariciarlos, pero no las tengo, así que me limito a contemplarlo.
Él me llama ángel, pero es él quién parece un querubín.
―Háblame más de tu tiempo fuera de casa ―pido sintiéndome cómoda y en paz a su lado―. Háblame de la libertad, Alessandro.
Afirma y relame sus labios antes de hablar.
No puedo evitar seguir el movimiento de su lengua con mis ojos.
―Londres es una ciudad hermosa ―relata―. Vivía en el penthouse de un edificio con vista hacia el Big Ben. Me levantaba todas las mañanas para correr y en un par de ocasiones me topé con la reina. La saludé, pero no me devolvió el saludo. ―Sonrío, pero mi ceño se frunce porque no le creo del todo. No cuando las lujosas telas de los Ferragamo visten a la realeza de todos los continentes. Alessandro pasa sus dedos por la arruga de mi frente para deshacerse de ella, tocándome con tanta delicadeza y suavidad que a penas siento el roce amable de sus dedos―. Lo que más amaba de Londres era pasar desapercibido. Muchos no tenían idea de quién era. Me gustaba ser nadie y vivir mi vida como quisiera, levantarme cuando quisiera y comer lo que quisiera. La libertad era absoluta, pero no podía quedarme. Soy un Ferragamo. ―Me mira fijamente―. Lo entiendes, ¿no, Antonella? Mi hogar y mi legado es este. No hay nada que no haría por mi familia, incluyendo a Antonio ―recita como si eso fuera algo que se hubiese repetido cientos de veces a sí mismo. Siento que de alguna forma necesita saber que lo entiendo, así que afirmo y sus hombros se relajan―. Sabía que lo entenderías ―murmura―. Tú siempre me comprendes, ángel.
Parpadeo.
Su rostro está tan cerca del mío que solo tendría que alzar un poco mi cabeza para besarlo. Lo habría hecho años atrás, antes de que se fuera, pero ya no soy la joven que dejó en la mansión. Ya la adolescencia y las hormonas no son una excusa para no ver las consecuencias que tendrían nuestras acciones. Tras incorporarme sobre uno de mis brazos, trayendo decepción a su rostro que no sé si imagino fruto de mi amor por él o si es real, le sugiero algo con una pequeña sonrisa para aligerar la tensión y darle la bienvenida a casa.
―¿No tienes hambre?
Sus labios también se curvan con malicia al oírme.
Se levanta y me tiende su mano, la cual tomo.
―Pensé que era el único queriendo una rebanada más de esa tarta.
Tras reír acepto que tire de mí hacia él. Esto hace que por un momento me quede sin respiración debido a la manera en la que mi torso choca contra el suyo y nuestros ojos se conectan, los suyos brillando con una especie de intensidad silenciosa, pero luego me encuentro corriendo tras él con nuestros dedos entrelazados en dirección a la cocina. Ambos nos detenemos abruptamente en el umbral de esta al ver a mi abuelo guardando los restos de la cena en compartimientos ya que Antonio no es el único Ferragamo que suele levantarse por las noches por un bocado. Alessio, su padre, también baja de su habitación por algo que comer durante la noche a veces.
Alessandro tira de mí hacia el pasillo antes de que Donato me vea.
Él es su patrón, así que nos escondemos por mí y para que que él no se ensañe conmigo después. No por Alessandro, quién puede hacer lo que quiera ya que esta es su casa y nosotros le servimos. Los dedos de mis pies se aprietan dentro de los zapatos de Catalina cuando siento a mi abuelo acercarse y Alessandro lleva su mano a mi boca para que no haga ruido, apretándome contra su cuerpo.
Apretándome tanto que cada centímetro posterior de mi cuerpo es consciente de cada centímetro delantero del suyo.
―Silencio ―murmura en mi oído, haciéndome estremecer.
Obedezco.
Con mis manos alrededor de sus brazos, los cuales aprieto cada vez que mi abuelo se acerca al pasillo donde estamos, esperamos a que las luces se apaguen y llegue el sonido de sus pisadas yendo hacia el acceso directo de las habitaciones de servicio a la cocina. Cuando oímos cómo la puerta se cierra tras de sí, Alessandro me libera y le dedico una mirada mientras tomo una honda bocanada de aire y entramos a la cocina. Él solo se encoje mientras enciende la luz.
―Por la manera en la que actuó más temprano deduje que no querrías tener que enfrentarte a él si te descubría viniendo a la cocina a las dos de la madrugada con tu patrón. ―Abre la puerta de uno de los modernos refrigeradores, examina el contenido de este con la frente arrugada con concentración y luego se asoma para verme―. Tu abuelo sigue siendo tan amable y clasista como recuerdo.
Niego, tomando dos platos y dos juegos de cubiertos.
―Créeme, se hace peor con los años.
Antes de llegar a la pequeña mesa para cuatro en una esquina en la que suelo comer, sin embargo, Alessandro se atraviesa en mi camino y los toma de mis manos, desaprobación en sus ojos dorados.
―Tu horas de servicio terminan a las once, Antonella. En este momento eres una invitada. Mi invitada. ―Coloca él mismo los platos sobre la mesa, al igual que los cubiertos, e intento que no me infarte la manera equivocada en la que los pone sobre la mesa, violando todas las leyes de etiqueta que debería conocer, pero fallo e intento arreglarlo. Alessandro detiene mi mano cuando me extiendo―. Déjame servirte a ti por una maldita vez, ángel ―susurra cuando llevo mis ojos a los suyos―. Quizás no signifique tanto para ti, pero es importante para mí. ―Regreso mi brazo a su lugar en mi costado, sin preguntar por qué. De todas maneras él me lo dice mientras saca la bandeja con la tarta de manzana que quedó del postre. Habla mientras corta dos grandes trozos―. En mi tiempo fuera aprendí a valerme por mí mismo en más de un sentido. Ya no me siento tan cómodo permitiendo que otras personas lo hagan todo por mí como antes. ―Coloco mi mano sobre su muñeca mientras me sirve, lo cual hace que me mire fijamente―. ¿Sí?
―Si hay personas haciendo cosas por ti es porque ese es su trabajo y porque te mantienes ocupado en otras tareas que te proveen de los medios para mantenernos. Este es el siglo XXI, Alessandro. Incluso la lealtad de mi abuelo sería cuestionada si dejaras de pagarle.
Su frente se arruga, pero asiente.
―Depender económicamente de nosotros no es excusa para hacer sentir a las personas a nuestro cargo como si valieran menos que nosotros. Tu abuelo debería hacerte sentir valiosa y amada más que ninguna otra persona, pero en su lugar sus palabras y acciones no hacen más que recordarte constantemente que le es fiel a mi familia antes que a ti, su propia sangre. ―Me sirve una taza con leche tibia que calienta en el microondas. Fue divertido ver cómo examinaba cada cajón para encontrarlas, negándose a sí mismo a pedir ayuda, hasta que finalmente lo hizo. Una vez rellena su taza toma asiento frente a mí y me sonríe de forma amable y dulce, formando esos hoyuelos en sus mejillas que tanto amo―. Buen provecho.
―Buen provecho ―susurro antes de obtener un bocado de tarta.
Esta es la primera vez en mucho tiempo que alguien sirve algo para mí, así que no puedo evitar saborear la comida de una manera diferente. Más dulce. Más placentera. Es más divertido comer cuando no estás exhausta de servir a otros para que lo hagan o hastiada por el olor de la cocina. Aunque trato de obtener pequeños mordiscos y de lucir fina y recatada, como en la cena, mi estómago ruge deseando más y Alessandro me alienta a devorarlo de la misma manera en la que él lo hace. Cuando termino con mi porción quedo deseando más aunque siento que el vestido de su madre ya no me queda. Él lo ve en mi rostro y acabamos dividiendo la pequeña porción de Antonio en dos. Aunque parte de mí siente temor, este no ha regresado de su reunión con el CEO de Balenciaga.
No creo que lo haga.
Su cama permanecerá fría esta noche y el infierno arderá en la recámara de alguna de sus amantes en Florencia, lo cual es un alivio ya que no tendré mucho trabajo que hacer en su habitación cuando amanezca aunque, conociéndolo, encontrará cómo hacerme la vida imposible de todos modos, en especial ahora que ha vuelto su primo.
Cuando mi acompañante termina de limpiar la comisura de sus labios con una servilleta se levanta e inclina su cabeza hacia el acceso directo a las habitaciones de la servidumbre, deteniéndome nuevamente de limpiar el desastre en la cocina.
―¿Me permites escoltarte a tu habitación?
Niego.
―Si dejamos todo aquí arriba así mi abuelo...
―Lo limpiaré de regreso ―promete―. Vamos. Te ves cansada.
Mis hombros se hunden con resignación ante su insistencia.
Mi instinto me dice que proteste, pero se siente bien ser cuidada.
Demasiado bien como para rechazarlo.
―Bien.
Tras abrir la puerta por la que Donato desapareció más temprano Alessandro entrelaza su brazo con el mío y me ayuda a bajar los escalones que conducen al sótano en el que se halla mi habitación. Esta está al final del pasillo, con vista directa hacia los establos desde una ventanilla en la parte superior ya que todo lo demás está bajo tierra, y junto a la de Donato. Una vez llego a a puerta, me giro hacia Alessandro para despedirme. Tenía razón. Estoy exhausta. Trabajé todo el día en mis labores cotidianos y toda la tarde en la habitación de Antonio. Ahora que la euforia de verlo y el efecto del alcohol ha pasado empiezo a sentir mis extremidades desfallecer.
―El segundo plan de la noche era cabalgar hasta el amanecer, pero no sé si lo soportarías ―murmura, lo que hace que suelte una risita mientras niego ya que el Alessandro que se fue a veces no era consciente de sus palabras, de todos los sentidos que mi mente podría hallarle, y parece que eso sigue igual―. ¿De qué te ríes?
Me apoyo en el umbral de la puerta, sonriéndole con mis sandalias en mano ya que tuve que quitármelas para no hacer ruido al andar con ellas por el pasillo. No tengo que verme en un espejo para saber que no queda nada de la imagen que ofrecí más temprano al bajar por las escaleras. La expresión de Alessandro permanece seria y atenta a cada uno de mis movimientos mientras espera una respuesta.
―De nada ―murmuro con un tono de voz igual de bajo―. Podemos posponerlo para algún otro momento, ¿no es así? Ahora que has vuelto a casa tendremos tiempo y oportunidades.
Por unos segundos sus facciones se aprietan y generan pequeñas arrugas alrededor de sus ojos que noto por primera vez en la noche, pero rápidamente vuelve a sonreír en su actitud serena y asiente.
―¿Qué te parece mañana?
Mi nariz se arruga.
―¿Mañana no es muy apresurado?
Niega.
―Mañana después de que termines con el servicio. Llevaré dos caballos a la salida de la mansión y podemos cabalgar a Florencia. ―Sus labios se curvan―. Cenaremos en la ciudad, ¿está bien?
El plan suena maravilloso, por lo que termino asintiendo a pesar de que todo dentro de mí me grita que esto traerá problemas.
―Sí.
―Bien ―dice, sonriendo satisfecho, antes de tomar mis mejillas entre sus manos y presionar sus labios contra mi frente, a lo que mis manos instintivamente se dirigen a sus muñecas. Sus ojos son suaves y cálidos cuando me observan―. Descansa, ángel.
―Lo haré ―susurro echándome hacia atrás para entrar de a poco a mi habitación―. Bienvenido a la Mansión Ferragamo, Alessandro.
Sonríe antes de darse la vuelta.
―Gracias.
Una vez Alessandro sube las escaleras en dirección a la cocina termino de entrar en mi habitación y cierro la puerta. Mis labores empiezan a las seis de la mañana, por lo que suelo levantarme a las cinco y ya casi son las tres, lo cual me deja solo con dos horas de sueño, pero el sacrificio valió la pena. La pasé estupendamente en la cena. Ya dentro de mi cuarto arrojo las sandalias al piso, me quito el vestido y me adentro entre mis sábanas usando nada más que un tanga con etiqueta de compra que hallé en el armario de Catalina.
Estoy dormida, en un abismo de negro, cuando una presión sobre mí me impide respirar, despertándome abruptamente, y una mano sobre mi boca me impide gritar. Me congelo cuando siento el aliento con olor a alcohol de mi agresor impactar contra la sensible y vulnerable unión de mi cuello y mi oído, haciéndome temblar hasta que una oscura voz hace eco en cada pared de mi habitación y al menos sé que no estoy ante un violador o un asesino en serie.
―¿Dónde está mi postre, sirvienta?
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