XlX
El viaje de regreso transcurrió en un silencio ofensivo. En otras circunstancias Kanon hubiera dejado que sus emociones se desborden gritándolas todo el camino. Mas Pronto se dio cuenta que no tenía nada que hablar con Poseidon. No necesitaba que se lo dijera, ya lo sabía.
Poseidon lo llevó a ese remoto paraje del infierno para acabar con lo poco que en él quedaba. El Kanon, no, mas bien, El Dragón Marino que regresaba a la ciudad no era el mismo. Una parte de él murió en el bosque, bañado de luna llena.
Una especie de bautizo. Mató a dos hombres. Debía estar feliz. Hizo lo que tenía que hacer. Lo que poseidon quería ver. Lo logró. Ahora era uno de los perros grandes. Oficialmente era un "Marina" de posesión, un integrante de su mafia, La calle lo sabría. Nadie más osaría cruzarse en su camino sabiendo que era uno de los más cercanos al poseidon de los mares.
Nada que ahora le importara, realmente.
Porque lo sabia, todo tiene un precio. Y a estas alturas él no estaba dispuesto a pagarlo. No quería que Sorrento sufriera por su culpa, él no tenia porque pasar por esto. Kanon cerró los ojos por un momento, deseando de verdad que sus sospechas fueran falsas, que verdaderamente nadie se haya dado cuenta que Sorrento era ese "Omega" que según los demás era el que le pertenecía y sobre todo deseaba que esos rumores no hayan llegado hacia los oídos de poseidon. Porque si era asi, estaba acabado.
Era verdad, poseidon sabia que él mostró cierto interés en aquel niño, mas no paso de ahí, él le prometió alejarse de ese omega y no volver a verlo jamas, mas él habia roto esa promesa dos veces, sin contar que ahora lo tenia viviendo en su departamento...
Poseidon lo vio de reojo y Kanon guardó dentro de sí todas aquellas emociones que de pronto estorbaban y las enterró en el fondo de su mente. El dolor de su cuerpo y el cansancio extremo le echaron más tierra encima a aquellas emociones tan molestas.
Poseidon lo dejó bajar en un cruce de calles a pocas cuadras de su departamento. Kanon se alejó sin mirar atrás. Sucio y exhausto, llamaba la atención de la calle, aunque no por su vestimenta.
Nadie lo miraba de frente, nadie se le acercaba. Un par de peatones cruzaron la pista para evitar cruzarse en su camino. ¿Ya todos lo sabían? Se preguntó. ¿Lo de mermaid? Seguramente era noticia vieja.
La puerta de su departamento lo recibió ominosa. Oscuridad y silencio; ni idea de la hora, menos de cuanto tiempo estuvo ausente.
Tenía un teléfono móvil sin batería, dentro de un bolsillo. Lo encontró buscando la llave. Le perdió en interés al móvil y su atención se enfocó en su revólver. Llegó a sus manos antes de que pudiera darse cuenta.
Estaba solo, nadie se atrevería a emboscarlo en su propio espacio. Nadie en su sano juicio. Kanon ignoró ese pensamiento e ingresó sigiloso como un animal salvaje.
No se molestó en encender las luces. Su departamento se iluminó de la calle, los faroles de los autos le dejaron dar un vistazo del desorden que había dentro.
Avanzó un poco más, en penumbras hacia las habitaciones que faltaban. El revólver en la mano. ¿Para qué lo necesitaba? Preguntó una voz en su mente.
La respuesta llegó en un susurro y era la que esperaba. Su mente estaba de acuerdo. Una bala sería para él.
Encontró la puerta de su recámara abierta. Al asomarse se dio de lleno con el caos que desbordaba hasta el corredor. Esa imagen le resultaba tan familiar que lo condujo de la mano a un pasado ya lejano.
De pronto podía sentir la humedad en el ambiente, las habitaciones calientes, el crujir de la madera al recorrer los pasillos de la casita en la que vivió gran parte de su infancia. El desorden, la suciedad trepaba por las paredes. El sonido de música de la radio siempre encendida formaba parte de la atmósfera.
La habitación del fondo era la más grande. La más sucia, la más olorosa a alcohol barato, a perfume de marca desconocida...
Ella no estaba en la recámara, ni sobre el suelo o la cama; bailando torpe hasta caerse o acostada semidesnuda entre las sabanas.
No, ella estaba en el baño, tan solo cruzando el corredor. Tirada en el suelo, ahogándose en su propio vomito. Trató de llegar al retrete, falló en el camino y ahora yacía casi sin vida, retorciéndose suavemente.
La llamó por su nombre, siempre en el tono neutro que usaba con ella. Reprimiendo su ira, la miró desde el umbral de la puerta. Ella prometió que sería la última vez, pero ambos sabían que no sería la última vez que mentiría.
Pensó en apartarse, en marcharse por donde vino, en sentarse a observar como ella perecía. Le faltó valor para hacerlo. Le faltó valor para detenerla.
La llamó de nuevo y esta vez ella no respondió. El cuerpo trémulo sobre el suelo se apagaba por fin. Fue una lenta agonía. Algo que alguna vez deseó para su propia madre.... Solo que no era ella quien se encontraba frente a él.
No era ella quien acababa por ahogarse como un pez fuera del agua. Kanon se movió más rápido de lo que su mente podía dictar. Maldijo al aire y tomó a Sorrento de los brazos. Hizo que se volteara, lo sacudió para que reaccionara. Le golpeó el estómago, provocando que vomitara violentamente, dejando que pase el aire hacia sus pulmones.
Sorrento respiraba muy lento y dejó de reaccionar. No tenía tiempo que perder. Kanon lo maldijo de nuevo y se puso de pie, arrastrándolo consigo.
Tenía guardada Nalaxona, el fármaco que le suministró durante su última sobredosis. Era costumbre tener ese medicamento en casa. Con una madre y un Hermano adictos, kanon casi se convirtió en un experto en la materia.
Tomó una dosis inyectable y se la aplicó sobre el muslo. Dejó a Sorrento sobre el suelo y buscó su pulso. Al ver que se desvanecía, tomó una medida desesperada. Le limpió el rostro a prisa y empezó a darle respiración boca a boca.
El pecho de Sorrento se inflaba de a pocos, pero su corazón dejó de latir. Kanon se incorporó a su lado y empezó a aplicar presión sobre su tórax para reanimarlo.
Contaba en su mente y tenía que darse el crédito por mantener la calma y el conteo. Dos minutos para la siguiente dosis de Nalaxona, treinta compresiones torácicas, dos respiraciones de rescate.
La droga hizo efecto, Sorrento empezó a respirar luego de la segunda dosis.
Kanon se secó el sudor de la frente y regresó a frotarle los nudillos para terminar de traerlo de vuelta al mundo de los vivos.
Sorrento no se movía. Su pecho se inflaba con lentitud. Kanon revisó sus signos vitales y supo que por el momento, estaba a salvo.
—Más te vale salir de esta —murmuró aun sabiendo que nadie lo escuchaba —No puedes morirte ahora, porque si tengo que arrastrarte desde el mismo infierno, que así sea.
Sin más que decir, se puso de pie y se arrancó la ropa que traía puesta. La amontonó toda en el bote de basura y dejó a Sorrento tirado en el suelo como un despojo más.
Lidiaría con él luego. Tenía que asearse y asuntos que atender. Pero primero, lo primero.
*****
Los pájaros sobre los cables de luz de la calle parecían notas musicales. Los podía observar el día entero. Pero tenía que volver a casa. ¿Qué hora sería? No debía hacer esperar a Baian y Eo. Ellos se preocupaban si no lo veían llegar antes que oscureciera.
Estrechó el violín entre sus brazos. Los pájaros cambiaron la partitura. La tentación era demasiada. Tenía que tocar un ratito más.
Eo se enojaría, pero luego se le pasaba. Un ratito más, pensó y cuando se puso el violín al hombro, se dio cuenta que no tenía el arco.
Los pájaros volaron dejando la partitura vacía. Sorrento los vio alejarse y cierta tristeza lo envolvió. Se sintió igual que esa partitura, como un violín sin arco.
Era hora de regresar, se dijo a sí mismo, pero no sabía cómo. Recién lo notaba. Todo ese tiempo estuvo en un espacio en blanco, observando a esos pájaros.
¿Qué podía hacer? No tenía un arco. No tenía más que una partitura vacía.
Cerró los ojos para evitar sentirse tan solo. Cuando volvió a abrirlos se encontró de nuevo en la ciudad.
Llovía.
Levantó los ojos al cielo y era de noche. Podía sentir las gotas de lluvia cantando para él una melodía muy triste. Se estaba mojando y tal vez era lluvia sobre su rostro la que empapaba todo su cuerpo.
Gritó todo el dolor que sentía dentro. Su cuerpo se contrajo abrazándose a sí mismo. Abrió los ojos de nuevo y ya no estaba en la calle bajo la lluvia.
Una tina de baño. Agua cayendo sobre su cabeza y su rostro. Recibió un chorro dentro de su boca y tosió para no ahogarse. El pánico lo envolvió al darse cuenta de que no podía escapar de donde estaba.
Alguien lo sujetaba del cabello para que no pudiera evitar el chorro de agua. Sorrento se retorció con la fuerza que le quedaba y sus esfuerzos fueron inútiles.
Con los ojos cerrados esperó lo siguiente. Escuchaba una respiración pesada mezclada con el ruido del agua. Alcanzó a sentir el olor a jabón y luego el de limpiador mezclándose en el ambiente. Pero las manos que manipulaban su cuerpo olían a cloro.
Ese olor le provocó arcadas.
De un momento a otro estaba fuera de la tina. Se encontró de rodillas y con el rostro hundido en el inodoro. Las arcadas no se detuvieron, pero su estómago se encontraba tan vacío que nada más saldría de este.
Sorrento tosió hasta perder el aliento. Sus manos trataban de sujetarse de la loza del retrete, para evitar hundirse dentro. Desnudo, dolorido y a punto de ahogarse dentro de un inodoro, rompió en llanto.
No sabía el motivo de sus propias lágrimas. El dolor en todo su cuerpo, sobre todo sobre su pecho, era razón de peso para llorar. Tal vez tenía miedo, pensó mientras se abrazaba a sí mismo. Se contrajo todo lo que pudo, intentando ordenar sus ideas.
Hasta ese momento no podía saber si seguía inmerso en una pesadilla o había salido de esta, para entrar en otra. Abrió los ojos, temeroso de lo que encontraría al hacerlo.
Levantó la cabeza al reconocer a quien estaba presente. El nombre, por alguna razón le era esquivo. Se veía muy mal, el Alfa ese, como si hubiera regresado de un ring de box.
¿Dónde estaba? Esa pregunta pasó por su mente, pero la dejó ir, porque en esas circunstancias era lo de menos. ¿Qué importaba? Estaba desnudo, mojado, dolorido, asustado... Aquel Alfa tenía un brillo extraño en los ojos.
Alcanzó a ver su ropa, toda metida en un bote de basura.
Temblaba, sus labios vibraban, sus dientes castañeteándole hacían que le doliera la mandíbula. Sorrento se contrajo miserable, sin saber que hacer.
Observó a ese alfa moverse en el cuarto de baño. Lo vio destapar la tina y luego verter un chorro de cloro sobre la losa. Con una escobilla se dispuso a restregar el espacio que ocupó minutos antes.
Sorrento no se movía, parecía hipnotizado, sobreviviendo a las arcadas y al dolor del cuerpo. La memoria le regresó rauda, justo antes del segundo enjuague a la tina.
Kanom se llamaba y parecía ignorarlo adrede. Sorrento quiso decir algo, pero ¿cómo podría? Optó por el silencio agónico en el que kanon lo tenía sumido.
El malestar lo volvería loco antes de que Kanon lo hiciera. Sentado sobre el suelo frío, Sorrento no se atrevía a arrastrarse fuera de la presencia de Kanon. Esperó sin paciencia que terminara el aseo y pusiera la escobilla y el frasco de cloro en su sitio.
Cuando Kanon volvió por él, las lágrimas ya se habían secado. Esquivó su mirada, pero notó que la camiseta sin mangas que el mayor portaba dejaba ver sobre sus brazos tatuados, una serie de marcas y hematomas.
Sorrento sintió genuina curiosidad. ¿Qué pasó con él? ¿Cómo terminó tan mal? El rostro de Kanon se veía hinchado y ensombrecido. Notó cierta cojera al verlo caminar. Sin duda estaba tan dolorido como él. Así que seguro entendería como se sentía. Entonces, seguramente lo dejaría tomar uno más de los calmantes que encontró en las gavetas y que tanto necesitaba.
La idea le dio cierto alivio a su mente perturbada. Kanon lo observaba y de pronto no pudo descifrar su mirada.
—¿Puedes levantarte?
El tono de su voz le resultó extraño. Carente de emoción, casi maquinal. Sorrento no quiso responder. Asustado trató de ponerse de pie, aunque el temblor de sus piernas se opusiera a ello.
Cayó de rodillas a los pocos segundos de estar de pie. Parecía un penitente. Tal vez lo era.
Kanon lo ayudó a levantarse y lo llevó hacia la recámara. Dejó que cayera sobre la cama y se apartó de su lado.
Recordaba esa habitación y el desastre que hizo con ella. Ahora todo se encontraba en perfecto orden. La cama estaba tendida y la frazada tenía un fresco aroma a detergente.
Todo el lugar olía y se veía muy limpio. Salvo las paredes que lo delataron. Sorrento se contrajo asustado. Kanon miraba fijamente las partituras que ahora decoraban la recámara.
—¿Tienes algo que decir?
¿Qué clase de pregunta era esa? Sorrento apretó los labios ¿Qué quería que le dijera? ¿Bienvenido a casa? Te estuve esperando con ansias y mientras esperaba vino alguien a buscarte e hizo mierda el departamento. Ah sí, también mientras estaba drogado con todos esos calmantes te pinte las paredes.
Kanon se dio la vuelta y le lanzó un frasco pequeño que sacó del bolsillo del pantalón. Sorrento lo atrapó apenas cayó sobre el colchón. Lo abrió a prisa y tragó la píldora solitaria que contenía.
—Eres un jodido adicto —la voz de kanon recuperó emoción —Ni si quiera sabes que te di.
Sus palabras, lejos de intimidarlo, hicieron que la rabia crezca más. Sorrento se recostó sobre la cama a esperar lo que viniera. Si era la muerte, no importaba. Con tal de dejar de sentir el dolor y angustia, tomaría lo que fuera.
Tal vez debía hacérselo saber, pero no tenía más energía. Se quedaría ahí, abandonado a su suerte.
Kanon hizo una mueca breve, algo que parecía una sonrisa. Sorrento debió perder el sentido por un momento, porque al siguiente kanon estaba encima suyo.
No le dio tiempo de reaccionar, de pronto lo tenía atrapado contra el colchón. Sorrento abrió mucho los ojos al sentir el sonido de un arma de fuego, preparándose para disparar. El cañón le golpeó la barbilla, forzándolo a levantar el rostro.
Sorrento se quedó en un silencio pasmado. En otro momento de su vida, seguro se mojaba del miedo. Tanto cambió en su vida y tan rápido, que no se dio cuenta.
—No voy a matarte, no quiero limpiar otro mierdero como el que dejaste en mi maldito baño.
El cañón se hundió un poco más y si seguía le abriría un agujero en la cara, antes de descargar el revólver. Sorrento hizo un gesto de dolor,
—Pude dejar que te ahogues en tu propio vomito, pero salvé tu trasero flacuchento. Ahora tu vida me pertenece quieras o no.
Ante tales palabras, Sorrento respondió con un gruñido. Por impulso, apretó la mano que sostenía el cañón contra su carne, no para disuadirlo, si no lo contrario. Buscó el gatillo enredado entre los dedos de kanon, para presionarlo y que una bala lo saque del mundo.
Una breve lucha se desató entre ambos, una en la que nunca tuvo posibilidades de salir victorioso. Kanon se zafó de inmediato y atrapó sus manos, clavándolas sobre el colchón.
Sorrento entró en pánico. No podía escapar. Se sacudió desesperado sintiendo que las muñecas se le iban a quebrar del esfuerzo. Desnudo, atrapado. Su cuerpo tenía memoria y reaccionaba ante el peligro mejor que su mente. Cerró los ojos. Si los mantenía cerrados no tenía que estar presente cuando sucediera.
Quiso gritar, pero su voz no pudo abrirse camino.
Kanon lo miraba furioso. Seguro pensaba destrozarlo con sus propias manos. Pero no decía nada. No gritaba ningún insulto, ninguna grosería. Sólo lo observaba con ira, como si tuviera entre sus manos algo que odiaba.
Fue así, como sin decir una palabra, kanon lo abandonó sobre su cama. Tal vez sí pretendía matarlo, pero de otro modo. Quizá la píldora que le dio a tomar era veneno. Esas eran buenas noticias, pensó Sorrento. Sin embargo, en seguida las descartó. Kanon se quedó de pie, a su lado. No había terminado con él.
De inmediato se incorporó sobre el colchón y se contrajo lo más lejos que podía. Si Kanon lo atacaba, no tenía como defenderse. Para empeorar las cosas, sintió nauseas de nuevo. Su estomago y el resto del cuerpo confabulaban en su contra.
Kanon tomó su revólver y se lo colocó en la espalda. Tomó una camiseta de un cajón y se la lanzó al rostro.
—Pones un pie fuera y te disparo —anunció con más serenidad de la que su rostro podía trasmitir.
Sorrento solo agachó el rostro; se sintió incapaz de responder.
—Y no intentes nada estúpido. Porque seré yo quien te mate, ¿entendiste?
Una vez más, se negó a darle una respuesta. Tal vez temiendo que, si abría la boca, vomitaría sus entrañas sobre el suelo.
Kanon lo abandonó a su suerte. Cerró la puerta y no tenía que ponerle llave. No iría a ningún lado. Su propia existencia dolía demasiado. Seguro Kanon lo sabía, por eso se marchaba. Por eso le dio esa píldora. Para dejarlo morir a solas.
****
Respiraba agitado y su cuerpo se cubrió de sudor frío. El dolor de su cuerpo se transformó en un tormento. Sorrento rodó por la cama hasta caerse de ella. No podía más, necesitaba hacer algo para aliviarse. Encontró la puerta y la abrió con sigilo. Cada paso le provocaba un gemido de desesperación.
Tambaleándose se aventuró en busca de alivio. La luz de la sala estaba encendida, pero había mucho silencio. Tanto que percibió la respiración de kanon, allá afuera, sobre el sillón. Se acercó nervioso, con el rostro humedecido por el sudor y las lágrimas.
Kanon dormía y Sorrento se preguntó si tenía más de esas píldoras consigo. Su mente gritaba que las encuentre a prisa. No podría resistir más en ese estado. Las pastillas o el revólver, lo que apareciera primero.
Ni se molestó en vestirse. Sorrento sentía que las plantas de sus pies se pegaban al suelo mientras que avanzaba hacia el cuerpo de kanon. Se mordía los labios para no gritar, pero no iba a poder contenerse más. Con torpeza se arodilló al lado del sillón, temblando estiró una mano colandola entre la camiseta y la piel de quien dormía.
El vientre de Kanon era duro como una pared, pero su piel increíblemente suave. Los dedos de Sorrento vibraron al deslizarse sobre la pretina del pantalón de mezclilla. Encontró el revólver, reposando sobre la cadera huesuda y cubierta de tatuajes.
Apenas alcanzó a rosar la empuñadura de madera con la punta de sus dedos. Su mente trastornada le dijo que siguiera, pero su cuerpo se detuvo por el dolor que nació sobre su cabeza.
Gritó al sentir los dedos de Kanon incrustarse entre su cabello mojado de sudor, arañándole el cráneo. Del tirón que le aplicó, Sorrento sintió que su cabeza se desprendería y saldría volando hacia algún confín de la sala.
De un movimiento violento, Kanon lo apartó haciéndolo caer a un lado del sillón. Siempre estuvo despierto, ¿no? Era demasiado tarde para retroceder. Tendría que conseguir que lo suelte y intentarlo de nuevo.
—Dddddd... ddddu....leeeee, —gritó con toda su fuerza para que lo suelte, aunque sabía bien que su pedido caía en saco roto.
Lejos de liberarlo, kanon lo sacudió con más violencia. Golpeó su cabeza contra un lado del sofá. Bajó las piernas y sin perder un momento, kanon se acuclilló a su lado.
—Te dije que no salieras.
Sorrento respondió con un grito gutural. Quería decir que lo sentía, pero no era cierto. La necesidad era más grande que el dolor que lo envolvía. Una vez tomara una de las pastillas, todo padecimiento sería un recuerdo imposible de evocar. Así que se aferró a las piernas de Kanon, abrazándose de estas.
Hizo que perdiera el equilibrio y cayeron al suelo. Sorrento perdió la razón y lo sabía. Aprovechó que kanon se encontraba a su alcance y se trepó sobre su cuerpo. De un momento a otro se encontró sentado sobre su entrepierna. Vaciló un momento y al siguiente regresó al suelo de un golpe.
Aturdido, le costó trabajo volver a la carga. Kanon se puso de pie e interpuso cierta distancia entre ambos. Sorrento no se contuvo, empezó a balbucear su pedido.
—Pppp...ppp... —por favor, gritaba su mente enloquecida de angustia. Una sóla píldora, solo una. Una más. Haría lo que fuera, lo que quisiera.
Sabía que kanon no entendía nada de lo que decía, pero no importaba. Se arrastrò a los pies de quien lo miraba con asco. Una vez más se prendió de una de las piernas y sus manos buscaron acariciarlo, aunque fuera un poco. Tenía que funcionar, hacerle entender que estaba dispuesto a todo.
El mensaje fue claro y directo. Llegó sin demora.
—Eres patético —sentenció Kanon apartándolo sin cuidado —Si ahora mismo te suelto a la calle, estarías dando mamadas al primero que se te cruce, por una maldita pastilla. Ya te lo había dicho, no quiero que te ofrezcas como un maldito pedazo de carne...
Sorrento gimió dándole la razón. Era patético, entre otras muchas cosas.
—Y te puedes ir yendo a la mierda. No quedan más, te las tragaste todas.
Pues las malas noticias le cayeron peor de lo que imaginaba. Una ola de ira se desató al oir esas palabras. ¿Dónde podía conseguir más? No tenía ni un centavo donde caerse muerto, para empezar. Desolado, Sorrento se quiso poner de pie. Kanon mentía, tenía más de esas pildoras escondidas en algún sitio.
No pensaba en lo que hacía ni le importaban las consecuencias. Arremetió contra kanon en busca de cierta venganza. Lo golpeó con los puños en el pecho y el vientre. Pero su adversario ni se inmutó ante su ataque.
—Nnnnn... no...nnn... noooo— Ese fue un grito desde lo profundo de su alma. Necesito más, dame más, quería decirle.
Tenía que conseguirlas, encontrarlas. Con esa idea en mente, abandonó la lidia. Tambaleándose se abalanzó contra el repostero de la cocina. Abrió las gavetas de par en par y arrancó su contenido arrojandolo todo al suelo. Tazas, platos y vasos se hicieron trizas entre sus pies descalzos. Kanon llegó a detenerlo justo cuando tomó entre sus manos un cuchillo de cocina.
—¡Deja esa mierda! —le ordenó, pero Sorrento no estaba escuchando a nadie más que aquella voz en su mente que gritaba sin control.
No tuvo posibilidad de intentar nada. Kanon lo abofeteó con tanta fuerza que no sólo soltó el cuchillo, si no que se estrelló contra la superficie del repostero. Más aturdido que antes, sólo atinó a quedarse quieto, sosteniendose apenas para no caer en medio de los trozos de la vajilla que poblaba el piso.
Kanon llegó a su rescate. Lo levantó sobre su hombro sin cuidado ni dificultad. Sorrento quiso protestar, pero sólo gruñidos lastimeros brotaban de su boca.
Regresaron a la recámara. Sorrento cayó como sin vida, sobre el colchón que olía a su propio sudor. Kanon se quedó de pie y fue cuando aprovechó para descolgarse de la cama. El dolor en su cuerpo era tanto que tenía que quitarselo del modo que fuera.
La ventana estaba a su lado y corrió hacia ella. La encontró cerrada y decidió abrirla usando su frente. Kanon lo detuvo apretándolo contra su cuerpo. Lo maldijo entonces, porque estuvo muy cerca de dejar de sentir. Con las últimas de sus fuerzas consiguió soltarse, solo para ir a estrellarse contra la pared màs cercana.
—¡Qué mierda! —gritó kanon antes de alcanzarlo y recibir el cuerpo inerte de Sorrento en sus brazos.
Enloqueció. No cabía otra explicación para su accionar. El chico acabó por cocinarse el cerebro con tanta pastilla que se metía, pensó. Kanon lo sujetó contra su pecho y al notar que el temblor no cesaba, lo dejó sobre el lecho.
Estuvo a punto de abrirse la frente por el impacto. Sólo tendría un moretón cuando despertara. Kanon se encontró entonces lleno de ira. Tanta que las ganas de apretarle la garganta Que le ganarían la partida si se descuidaba.
Le salvó la vida, ¿y ahora quería matarlo? Se preguntó en silencio.
Claro que sí, se respondió. Me pertenece, ahora es mío. Ese jodido enano de mierda, es mío y no voy a dejar que se mate él sólo, eso es algo que me corresponde a mí, a nadie más.
Lo dijo en voz alta, aunque nadie lo escuchara. Se maldijo a sí mismo, porque ya iba a empezar a hablar sólo como un jodido orate, pensó.
—Ese enano ni siquiera se puso la ropa que le dí —murmuró sin remedio —Es un maldito adicto, no puede cuidar de sí mismo. Si le quito los ojos de encima, no va a durar ni tres segundos en la calle. ¡Mierda!
La ira que sintió hacia apenas un momento, se ocultó bajo aquel nuevo auto control que empezaba a desarrollar. Reprimirse al punto de dejar de sentir, era algo digno de aplicar.
Sacudió la cabeza para de algún modo dejar que sus pensamientos tomen forma. Sería una larga jornada. Cuando Sorrento despertara intentaría conseguir una dosis a toda costa. Incluso atreverse a tocarlo con tanta libertad aprovechando que dormía.
Ese torpe pensó que podía sorprenderlo. Lo escuchó acercándose en la penumbra y por un momento pensó que no se atrevería.
Le quedó muy claro, desde la vez anterior, que ese chico se acercaba peligrosamente a sus propios límites. Sorrento lo logró, perdió todo tipo de recelo. Estaba dispuesto entregaría lo que fuera con tal de aliviar su adicción.
—Lo que fuera —se asomó de sus labios la idea de tener a Sorrento bajo su cuerpo, acariciándolo como lo hizo hacia un rato...
Tuvo que detener el tren desbocado de sus pensamientos . Por supuesto que no. Se negó a creerlo.
Dejó a Sorrento sobre su cama, figurándose si debía atarlo para que no intente nada estúpido como lanzarse por la ventana o ir a buscarlo para montárselo encima.
El tiradero de la cocina esperaba ser recogido. Limpiar era la catarsis que necesitaba.
Tomó su teléfono móvil. Poseidon no se había comunicado con él. No podía estar seguro de que era algo bueno o malo, pero tampoco tenía cabeza para pensar en ese momento.
Sorrento despertaría en agonía muy merecida a su juicio personal. La desintoxicación era un proceso doloroso y sería un buen escarmiento.
Tenía que tener mucho cuidado en adelante. La vida de Sorrento era era su propiedad y una vez poseidon se enterara de ello, no podía dar un paso en falso
No iba a perderlo otra vez.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro