GRUPO DE FACEBOOK:
De pequeña me han enseñado que la vida sólo existe de dos formas: buena y mala. En donde todo lo bueno es color blanco, y todo lo malo es color negro. Me inculcaron que en la vida no existe los quizás, que es el color gris. No hay quizá, o tal vez en mi vida.
Para una persona en donde cada emoción la siente como un color diferente es imposible vivir, porque automáticamente te conviertes en una persona sin criterio y te dejas llevar por las emociones.
Una persona de colores es mal vista en mi familia. Lo malo de ello, es que a mí me gusta el color gris, y las cosas turbias que conlleva el color.
Mi nombre es Romina. Y si me lo preguntan, no es un nombre tan común en mi ciudad. Una ciudad que me vio nacer, crecer y huir... Bueno, huir no era exactamente lo que hacía.
Mi cabello no era como el de las modelos que salen en los videos musicales en donde su cabello flota una vez que el auto está en marcha; el mío en cuanto bajaba unos centímetros la ventana, se revolvía y parecía un nido de pájaros.
Tampoco conducíamos en una carretera en donde podías ir a una velocidad máxima de 60 kilómetros por hora, y en donde usar el cinturón de seguridad no era preocupación alguna.
Viajaba con mi madre a una nueva ciudad del país por negocios, yo huía de mi pasado. De mi grisáceo secreto que nunca podría contárselo a nadie.
Su trabajo era su todo, desde que se separó de papá. Pero yo digo que ya es algo que debió superar desde hace diez años. Tenía ocho años cuando mis padres se separaron. Realmente no me afectó mucho al momento, pensé que tendría todo lo que quisiera por dos: Dos fiestas, dos regalos, dos recámaras... Después mi padre perdió el contacto con nosotras.
Lo malo de todo esto, es que cada tres meses a mi mamá la mandan a otro lugar en donde no hay ventas, en donde tiene que subir las utilidades de la empresa. Eso era algo malo. Malo para mí, cuando estaba cursando el último año de preparatoria.
Cuando ya tenía terminado un trabajo que me habían pedido para calificación, llegaba mi madre diciendo que teníamos que irnos a otro lado lo antes posible. Ya ni me inmutaba en hacer trabajos que se tenían que entregar para calificación final, ni para los bailes de graduación.
A lo único que tenía que sobrevivir era a una nueva mudanza, a una nueva recámara y por último a una madre el veinte por ciento de su tiempo.
―Créeme, Romi... Te encantará la nueva casa.
―Ya lo creo ―contesté sin ánimos de nada.
Sólo quería dormir. Quería escuchar música para arrullarme, y caer dormida hasta la nueva ciudad. Ojalá se pudiera despertar y tener tu certificado de preparatoria. Sabía que hasta en mis sueños despertarme y ver una vida deseada era demasiado bueno para mí.
Lo único que me emocionaba era el poder inscribirme nuevamente en algún club o deportivo en donde pudiera practicar algún deporte. Tal vez el tennis sea buena opción para alguien descoordinada... No olvídenlo, sería una catástrofe enorme.
―Romi, mi amor... despierta. Romi, ya llegamos ―me despertó la voz de mi madre. Sentía que me movía con lentitud para despabilarme.
―Oh, vamos mamá... ¡Cinco minutos más!
―Despierta, en cinco minutos estaremos aterrizando.
Abrí uno de los ojos, para cerciorarme que seguíamos en el avión. Se escuchaban las turbinas ya cansadas después de un largo viaje. Pasé la mano derecha por la cara y me desperté por fin. Miré a mi mamá, quién terminaba de guardar todas las cosa de su laptop.
―Mamá... ¿Qué te hace pensar que quiero despertarme? Es decir..., yo tengo el cansancio de nacimiento. ¿No dices siempre que tuve que nacer por cesárea porque no quería ni siquiera salir?
Por las bocinas anunciaron que nos abrocháramos los cinturones, que nos tranquilizáramos en caso de cualquier turbulencia. Me aterré. No me gustan los viajes en avión.
Media hora después me encontraba quejándome del mal tiempo y el tránsito que sucumbía a la ciudad. El taxista le daba consejos a mi madre sobre qué calles serían viables para su ruta de trabajo ―aunque ella casi nunca salía de casa, sólo cuando era necesario checar las zonas en donde no se sitiaba un producto―.
Adolorida y cansada, por fin llegamos a la casa que rentaba la empresa para que nos hospedáramos. Era una colonia muy linda, a pesar de todo. Era viernes por la noche, o es decir sábado en la madrugada cuando pisamos una nueva ciudad.
Al día siguiente pedimos comida china para comer mientras desempacábamos nuestras cosas. Nos habíamos desecho de muchas pertenencias, para así no gastar demasiado en mudanzas interminables. A mitad de acomodar todo en su lugar, mi madre recibió una llamada por parte de su trabajo.
En lo que mi madre era atareada con cosas de su trabajo, yo decidí investigar un poco del lugar en donde estaría los próximos tres meses, o tal vez más, si mi madre no llegara a subir las utilidades de la empresa en donde trabajaba.
Realmente no había nada cerca de la casa, ni un parque, ni un deportivo... ¡Incluso la preparatoria estaba lejos! ¿Cómo sobreviviría estos meses levantándome temprano y apreciando el tiempo para que no se me hiciera tarde?
Podría platicar con los vecinos..., si hubieran venido siquiera a presentarse para saber que existen. Esto no era la vida americana. No vendrían con un pie en la mano deseándonos la bienvenida. Aquí, cada quién se ocupaba de sus asuntos.
Cuando vi a mi mamá más tranquila, fue cuando decidí soltar la bomba.
― ¿Podemos ir a ver algún club deportivo?
―Romina ―se bajó los lentes de aumento para que lograra ver bien sus ojos color marrón―, estoy trabajando. No sé si nos de tiempo de averiguar en donde se encuentra alguno. Hoy vienen a instalarnos el cable, la línea telefónica y tu preciado internet.
―Sabía que amabas tu trabajo. Pero nunca pensé que lo amaras más que estar con tu hija.
A pesar de que la hiciera sentir mal con comentarios innecesarios sobre pasar tiempo conmigo, ella seguía metida en ganar dinero.
Era lunes por la mañana, y ya todo en la casa estaba en su lugar. Hoy mi madre me acompañaría a la preparatoria en donde me inscribiría, para así poder pagar el transporte escolar. El sedán color rojo se quedó en el estacionamiento para estudiantes, en lo que nosotras hacíamos los trámites correspondientes.
Nos llevaron por un exhaustivo recorrido para conocer las instalaciones. Vimos los salones, en donde chicos de mi edad estaban tranquilos, estudiando. Que farsa... Nadie en esta edad es tan aplicado cuando están en clases.
Llegamos a las canchas, donde según la guía, se practicaba el soccer, basquetbol, voleibol y tennis. Ahora mismo había un par de chicos jugando tenis. Dejaron de jugar para ver quién se uniría a su escuela. Uno de ellos me saludó de lejos, fruncí la boca, devolví el saludo y me fui de ahí.
Pronto estábamos de vuelta en la oficina del director, firmando papeles, dejando documentos oficiales, y dándome un horario de mis clases. Al subirnos nuevamente al auto escuché el chirrido de la campana anunciando el receso, o tal vez cambio de clases.
―Te encantara este nuevo ambiente. Se ve que los chicos son más maduros que los de la preparatoria pasada.
Vi a varios chicos con uniformes salir a despejarse de las clases ―realmente odiaría usar uniforme―.
―Ahora ponte el cinturón de seguridad. No toleraría una nueva multa.
Si no podría ir a algún deportivo, estaba muy obvio que tomaría clases extracurriculares para practicar algún deporte. Aún sigo con la idea del tennis, pero realmente no sé ni cómo agarrar la raqueta... Espero que te enseñen como a cualquier novato.
Eran las cuatro de la tarde, y apenas terminaban de instalar el internet. Hubiera querido leer en ese tiempo muerto que había tenido, pero realmente no me apetecía. No me apetecía nada. Comí a regañadientes. Tenía la impresión de me empezaba a deprimir, y no sabía el porqué. ¿Se puede estar deprimida simplemente porque se quiere? No, no se puede.
Me dormí después de lavarme la cara y los dientes. No quería que se me hiciera tarde en la mañana, pero era yo, así que era posible que todo saliera mal.
Desperté con el sonido de la alarma del celular. La pospondría, pero el transporte escolar estaría afuera de la casa en veinte minutos. Todavía con sueño, y un ojo cerrado, me empecé a cambiar. Primero la camisa blanca, después la la falda azul marino. Las calcetas blancas que llegaban hasta las pantorrillas y por último el suéter.
En cinco minutos llegará el transporte. Comía el cereal con rapidez. Afuera se vio una luz naranja, era el autobús. Hubiera deseado que mi madre me dijera que tendría suerte en mi primer día, pero en este momento ella dormía tras haberse desvelado. Subí al autobús color amarillo, sólo había dos personas más.
Tomé uno de los asientos de en medio, el que quedaba junto a la ventana. Coloqué mis audífonos y me dispuse a dejarme llevar por todo, menos por la realidad obsoleta en la que vivía. Cerré los ojos por un par de canciones, y cuando los volví a abrir, me vi envuelta en un caos de adolescentes aventándose bolas de papel, platicando y gritando cosas sin sentido.
Me quité los audífonos, quería escuchar cuando estuviéramos cerca para ser la primera en bajar.
―Lamento todo este ruido ―hablaron a mi lado.
Estaba tan despistada que nunca me di cuenta que se habían sentado a mi lado. Vi al chico que me había hablado. Tenía unas gemas color ámbar por ojos, y unas pecas que adornaban parte de sus mejillas.
―Soy Gabriel ―se presentó, alargando una mano para estrecharla con él.
―Romina.
Quite mi mano de la suya. Empezaba a sudar por los nervios. Decidí mirar por la ventana, evitando seguir con una charla que se había tornado incómoda.
―Eres nueva, ¿cierto? ―volví la mirada a él. Se estaba rascando la nuca― .Es decir, no te había visto nunca en el autobús, y por la escuela tampoco...
―Me acabo de mudar ―contesté, hundiéndome de hombros.
― ¡Oh, espera! ¿Eres tú la chica a la que saludé ayer? ―lo miré confundida. Tal vez se equivocaba― .Sí, eras tú ―sonrió― .No podría olvidar nunca unos ojos tan despampanantes como los tuyos ¿son color azul o verde?
Ahora sabía quién me había saludado ayer en la cancha de tennis. Podría preguntarle sobre los requisitos para entrar a las actividades extracurriculares, pero no parecía ser un buen momento.
―Azul petróleo, a lo que he investigado. Es muy raro, pero ha de ser por la mezcla de colores en la genética de mi familia ―lo vi con una sonrisa en su cara. Estaba hablando demasiado rápido, y de cosas que claramente no le interesarían saber ni a él ni a nadie de mi edad― Te estoy aburriendo, ¿verdad? Sí, definitivamente te estoy aburriendo.
―No, nada de eso. Sólo me divierte ver la forma en la que platicas cosas.
El autobús se detuvo en frente de la escuela. Todos empezaban a salir amontonándose en el estrecho pasillo del autobús. Ya cuando no había tanto ajetreo, Gabriel se paró y me dejó salir. Salimos del autobús.
Camino a clases, observó mi horario para saber si estábamos juntos en alguna clase. No teníamos ninguna clase juntos, ni siquiera deportes. Sonó la campana, y todos los pasillos de plantel de se llenaron de adolescentes yendo y saliendo de donde quiera para poder llegar a tiempo a sus clases.
―Tal vez te vea durante el receso. Te presentaré a todos mis amigos.
Tal vez. Esa palabra que todos usaban y en mi vida no estaba.
―Sí, seguro.
Las clases eran entretenidas cuando no tenías a nadie al lado para platicar de tus ocurrencias. Todos me miraban esperando a que me presentara con cada uno de ellos. Sólo hasta que pasaron lista, fue que la maestra preguntó quién era, a lo que tuve que decir que era nueva.
Unas chicas con las que me había tocado en la segunda clase, se animaron a decirme todo lo que debía saber sobre esta preparatoria. Con algo más y esfuerzos, podría hablarles más y ser parte de ellas. Me dijeron que me verían en el receso, esta vez sin mencionar un tal vez o quizá en su oraciones.
El repique de la campana para el descanso nos hizo salir de Administración. Los pasillos estaban repletos de colores: Personas color rojo del enojo, personas color amarillo de alegría, personas color azul de tristeza, y personas morado de frustración.
Todos eran un color distinto, que necesitaba ser combinado con otro.
Vi que dos cabelleras castañas, una más oscura que la otra, se acercaban a mí. En verdad cumplieron su palabra.
―Realmente pensé que pasaría el receso en solitario.
― ¡Qué va! Te dijimos que te veíamos por tu salón ―contestó con amabilidad una de las dos, con una sonrisa.
No era buena recordando nombres. No sabía si en verdad una de ellas se llamaba Amanda, y la otra Carolina. En realidad no sabía si esos eran sus nombres o me los había inventado.
―Será mejor que vayamos con los demás. Nadie puede empezar el receso si no está el grupo completo.
Nos dirigimos a un lado de las canchas, en las bancas que había por ahí. En una de ellas habían demasiados chicos. Fuese como si todos ellos escucharan el repicotear de los zapatos de Amanda y Carolina. Voltearon y les sonrieron. Todos hicieron el círculo que formaban más grande para que cupiéramos las tres. En cuanto llegué, noté que Gabriel estaba entre todos ellos.
―Hola ―dijo en cuanto llegamos con ellos.
―Hola ―repliqué, con las mejillas coloradas.
―Te dije que te vería en el descanso ―rápidamente se volteó con sus amigos―. Chicos, ella es Romina.
Se presentaron conmigo. De un momento a otro me vi envuelta en una charla que no comprendía.
En ese momento, si alguien me preguntara que color veía en todos ellos, respondería que el negro. Todos ellos eran negros, con secretos ocultos y pasados raros. Y a pesar de que fueran color negro, dejaría todos mis colores para volverme como ellos.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro