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NEGRO (Versión de Amazon)

LOS SIGUIENTES TRES CAPÍTULOS SON DE LA NUEVA VERSIÓN QUE ESTÁ A LA VENTA EN AMAZON

De pequeña me enseñaron que la vida sólo es de dos formas: buena y mala; en donde todo lo bueno es color blanco, y todo lo malo es color negro. Me inculcaron que en la vida no existen los quizás, que es ejemplificado por el color gris. No hay quizá, o tal vez en mi vida, ni nada que no corresponda a alguno de los bandos antes mencionados. Para una persona en donde cada emoción la siente como un color diferente es imposible vivir, porque automáticamente te conviertes en una persona sin criterio y te dejas llevar por las emociones.

Una persona de colores es mal vista en mi familia. Lo malo de ello es que me considero un arcoíris a la vista de todos, solo para ocultar que en verdad me gusta el color gris, y las cosas turbias que conlleva eso.

Mi nombre es Romina. Y si me lo preguntan, no es un nombre tan común en mi ciudad. Una ciudad que me vio nacer, crecer y huir... Bueno, huir no era exactamente lo que hacía. Trataba de alejar esos vagos pensamientos que me trajeron al pecado, en las cosas que me hacían feliz pero para mi desgracia eran un tanto complicadas de expresar en una sociedad.

Mi cabello no era como el de las modelos que salen en los vídeos musicales en donde su cabello flota una vez que el auto está en marcha; el mío en cuanto bajaba unos centímetros la ventana se revolvía y parecía como un nido de pájaros. Tampoco conducíamos en una carretera en donde podías ir a una velocidad mínima de 60 kilómetros por hora, y en donde usar el cinturón de seguridad no era preocupación alguna.

Viajaba con mi madre a una nueva ciudad del país por negocios, yo en sí rehuía de mi pasado. De mi grisáceo secreto que nunca podría contárselo a nadie. Por otra parte, para Miranda su trabajo era su todo desde que se separó de papá. Pero yo digo que ya es algo que debió superar desde hace diez años. Tenía ocho años cuando mis padres se separaron. Realmente no me afecto mucho al momento, pensé que tendría todo lo que quisiera por dos: Dos fiestas, dos regalos, dos recamaras... Después mi padre perdió el contacto con nosotras.

Lo malo de todo esto, es que cada tres meses a mi mamá la mandan a otro lugar en donde no hay ventas, en donde tiene que subir las utilidades de la empresa. Eso era algo malo. Malo para mí cuando estaba cursando el último año de preparatoria. Cuando ya tenía terminado un trabajo que me habían pedido para calificación final, llegaba mi madre diciendo que teníamos que irnos a otro lado lo antes posible. Ya ni me inmutaba en hacer tareas que se tenían que entregar para calificación final, ni para los bailes de graduación.

A lo único que tenía que sobrevivir una y mil veces, era a una nueva mudanza, una nueva recámara y por último a una madre el veinte por ciento de su tiempo.

―Créeme, Romi... Te encantará la nueva casa.

―Ya lo creo ―contesté, sin ánimos de nada    

Miré por la ventanilla del avión, y aprecié las luces de la ciudad que abandonaba. De milagro estamos viajando en avión y no en carro como la mayoría delas veces. Sólo quería dormir, escuchar música para arrullarme y caer dormida hasta el nuevo destino. Veía a las nubes evaporarse al contacto con las alas del avión. Que daría porque mis secretos, mi persona y todo pudiera evaporarse con el tacto de mi mano. Todo me recordaba al trágico final que había tenido hacía unos días. Un final indigno de mencionar.

Trataba con todas mis fuerzas que los gritos, los susurros y miradas oprobiosas se alejaran y se enterraran en lo más recóndito de mi memoria, para que nunca salieran de ahí. Entonces, pensé en lo maravilloso que sería que se pudiera despertar y tener el certificado de preparatoria. Sabía que hasta en mis sueños despertarme y ver una vida deseada era demasiado bueno para mí. Pobre y desdichada Romina, siempre rodeada de desgracias.

Lo único que me emocionaba era poder inscribirme en algún club deportivo o cualquier sitio en el que pudiera desarrollar todas esas facetas de artista que me llegaban de vez en cuando. Hacía ya más de un año en el que empecé a hacer deporte. Cada vez que me mudaba cambiaba de actividad —bádminton, voleibol, soccer...—. Esta vez quería aprender a jugar tenis, y esperaba que con algo de suerte fuera una buena opción para alguien descoordinada... No, olvídenlo, sería una catástrofe enorme. Incluso desde pequeña me gustaba la fotografía, es una pena que mi madre diga que me moriré de hambre si la tomo como profesión.

―Romi, mi amor... despierta. ¡Romi ya llegamos! ―me despertó la voz de mi madre. Sentía que me movía lentamente para despabilarme. 

―Oh, vamos mamá... ¡Cinco minutos más!

―Despierta, en esos cinco minutos estaremos aterrizando.

Abrí uno de los ojos, para cerciorarme que seguíamos en el avión. Se escuchaban las turbinas ya cansadas después de un largo viaje. Pasé la mano derecha por la cara en un gesto para despabilarme hasta que por fin me desperté. Miré a mi mamá, quién terminaba de guardar todas las cosas de su laptop en una pequeña maleta. Se veía desganada, con las arrugas invadiéndole poco a poco la cara; se podía notar las canas que estaban apareciéndole después de meses desde que se tiñó de color marrón el cabello, aunque eso lo hacía desde que nací.

―Mamá... ¿Qué te hace pensar que quiero despertarme? Es decir..., yo tengo el cansancio de nacimiento. ¿No dices siempre que tuve que nacer por cesárea porque no quería salir de tu vientre?

Por las bocinas anunciaron que nos abrocháramos los cinturones, que nos tranquilizáramos en caso de cualquier turbulencia. Me aterré. No me gustan los viajes en avión, al igual que mi padre.

Media hora después me encontraba quejándome del mal tiempo y el tránsito que sucumbía a la ciudad. La lluvia causaba un tráfico de los mil demonios y el frío me aturdía hasta los pensamientos en esos momentos. Mientras tanto, el taxista le daba consejos a mi madre sobre que calles serían viables para su ruta de trabajo

―aunque ella casi nunca salía de casa, a excepciones de cuando era necesario checar las zonas en donde no se sitiaba un producto―.

Adoloridas y cansadas por fin llegamos a la casa que rentaba la empresa para que nos hospedáramos. Era una colonia muy linda a pesar de todo, pero no se podía apreciar por los charcos que había dejado la tormenta. Era viernes por la noche, o es decir sábado en la madrugada cuando por fin pisamos una nueva ciudad.

Al día siguiente pedimos comida china para comer mientras desempacábamos nuestras cosas. Nos habíamos desecho de muchas pertenencias, para así no tener que gastar demasiado en mudanzas interminables. A mitad de acomodar todo en su lugar mi madre recibió una llamada por parte de su trabajo. En lo que Miranda era atareada con cosas de su trabajo, yo decidí investigar un poco del lugar en donde estaría los próximos tres meses, como mínimo, si ella no llegaba a subir las utilidades de la nueva zona en donde trabajaba.

Realmente no había nada cerca de la casa, ni un parque, ni un deportivo... Incluso la preparatoria estaba lejos. ¿Cómo sobreviviría esos meses levantándome temprano y apreciando el tiempo para que no se me hiciera tarde? Pero, ¿qué esperaba? Estaba en la ciudad y todo era más urbanizado, casi no existían zonas verdes y todo quedaba lejos por culpa del tránsito vehicular.

Podría platicar con los vecinos..., si hubieran venido siquiera a presentarse para saber que existen. Esto no era la vida americana. No vendrían con un pay en la mano deseándonos la bienvenida. Aquí, cada quién se ocupaba de sus asuntos. Fortuna la mía, que no tendría que mentir tan seguido cuando me preguntaran de mis aventuras pasadas.

Cuando vi a mi mamá más tranquila, fue cuando decidí soltar la bomba. Era una chica a la que le gustaba interactuar y hacer amigos, pero nada más porque tenía el suficiente tiempo libre y no sabía en qué otra cosa podía gastarlo que con chicos de su edad. No me gustaba en lo absoluto el tener que ayudar a mi madre a hacer análisis de datos, o ejecutar varias fórmulas sin sentido para que tuviera un resultado concreto de cuántas piezas del producto tenía que colocar sus compañeros de ventas y en qué áreas se tenían que ubicar.

―¿Podemos ir a ver algún club deportivo?

―Romina ―Se bajó los lentes de aumento para que lograra ver bien sus ojos color marrón―, estoy trabajando. No sé si nos dé tiempo de averiguar en donde se encuentra alguno. Hoy vienen a instalarnos el cable, la línea telefónica y tu preciado internet.

―Sabía que adorabas tu trabajo. ¡Pero nunca pensé que lo quisieras más que estar con tu hija!

Lo sé, había sido muy cruel con Miranda, pero creo que ella lo había sido conmigo de una forma peor al hacerme saber que no le importa cuántas malas palabras le diga o pensara de su persona. A pesar de que la hiciera sentir mal con comentarios innecesarios sobre pasar tiempo conmigo, seguía metida en ganar dinero y no la culpaba del todo. Sabía que era distante conmigo por el simple hecho de que le recordaba a mi padre en cuanto me miraba a los ojos. Pero algunas veces yo necesitaba de su afecto, y no que me recordara que era una copia de mi padre cuando tenía mi edad, a excepción del sexo.

En todo el día no vinieron a instalarnos nada, y Miranda sólo se limitaba a decirme que no había mucho tiempo para que saliéramos a indagar en qué parte de la ciudad estábamos. La mitad de la tarde me la pasé viendo a través de la ventana la ciudad, que ahora era mía también. Me sentía diferente, fría y distante. Diría que extrañaría mi otra escuela, a mis compañeros y demás; pero la verdad era que no los extrañaría por el mal que nos hicimos mutuamente. Esperaba que esta vez pudiera comenzar con el pie derecho, del bando correcto de la vida. Quería empezar a purificarme y ser una persona sin color, lo cual era mucho esfuerzo para una persona color blanco. Tal y como debías de ser desde un principio, desdichada Romina.

La ciudad era una extraña combinación de colores que no me dejaba identificar de qué tono se suponía que debía ser yo. Pero acabas de decir que querías ser blanco... ¿Quién te entiende Romina? Hay tantas tonalidades que me es imposible identificarme en una sola.

Esa misma tarde en la que había estado encerrada en mi nueva habitación, en huelga de hambre hasta que Miranda accediera a inscribirme en alguna actividad deportiva, no vinieron a instalar nada... Ni el internet. Así que el fin de semana me la pasé acostada, leyendo o poniendo películas en el viejo DVD que teníamos.

El lunes por la mañana ya todo estaba en su lugar en la casa. Mi madre me acompañó a la preparatoria en donde me inscribiría, para así poder pagar el transporte escolar —y de una manera indirecta no tener que pasar mucho tiempo conmigo—. El sedán rojo se quedó en el estacionamiento para estudiantes en lo que nosotras hacíamos los trámites correspondientes.

Nos llevaron por un exhaustivo recorrido para conocer las instalaciones. Vimos los salones, en donde chicos de mi edad estaban tranquilos, estudiando. Que farsa... Nadie en esta edad es tan aplicado cuando están en clases. Los profesores parecían decentes y ancianos, y no había nada de distracciones para mi desarrollo estudiantil. Muy bien, que siga todo así por favor. No me hagan volverme gris...

Llegamos a las canchas, donde según la guía, se practicaba el soccer, basquetbol, voleibol y —ahora gracias a una junta de padres— tenis. Ahora mismo había un par de chicos jugando el último deporte mencionado. Tenían sus raquetas impecables, parecían nuevas. Dejaron de jugar para ver quién se uniría a su escuela. Uno de ellos me saludó de lejos, fruncí la boca, devolví el saludo y me fui de ahí sin más. No estaba acostumbrada a que personas que no conociera me saludaran. No estaba acostumbrada a ningún tipo de afecto correspondido. ¡Oh Romina, eres una comedia trágica!

Pronto estábamos de vuelta en la oficina del director firmando papeles, dejando documentos oficiales y dándome un horario de mis clases. Al subirnos otra vez al auto escuché el chirrido de la campana anunciando el receso, o tal vez cambio de clases.

―Te encantará este nuevo ambiente. ¡Se ve que los chicos son más maduros que los de la preparatoria pasada!

Vi cómo varios chicos con uniformes salían a despejarse de las clases ―realmente odiaría usar uniforme―. Por otra parte, muy en el fondo de mi mente, me alegraba el uso de ellos, ya que me hacían igual a todos. Me hacían sentir que no tenía pasado, que no era diferente ni anormal.

―Ahora ponte el cinturón de seguridad. ¡No toleraré una nueva multa de tránsito!

Le hice caso a mi madre. Una vez que arrancó el auto veía por el espejo lateral del copiloto como se alejaban las nuevas esperanzas de ser una nueva yo, una Romina sencilla y amante de los colores en las personas.

Recuerdo vagamente que cuando le decía a mi madre que podía ver la música, o saborear los colores. Me había llevado al doctor. Creían que padecía de sinestesia, pero la verdad es que había descubierto de qué iba esa enfermedad y me había gustado la forma de vida que tenían aquellos que en realidad la padecían. Después alejé esa idea de la mente, pero no del todo; me quedé con la creencia de que podía seguir ejemplificando mi vida con colores, dividir a las personas con el mismo sistema colorido...

Al saber que habría manera de practicar un deporte en la escuela sin causarle algún otro gasto a mi madre me apunté mentalmente que tenía que inscribirme mañana a primera hora. Aún seguía con la idea del tenis, pero realmente no sabía ni cómo agarrar la raqueta... Esperaba que te enseñaran como a todo novato, sino sería mi perdición.

Ese mismo día a las cuatro de la tarde por fin habían instalado el internet, justo cuando habíamos llegado a la casa, después de ir a comprar los uniformes. Hubiera querido leer en ese tiempo muerto que tuve, pero realmente no me apetecía. No me apetecía nada. Comí a regañadientes. Lavé los platos del mismo modo. Tenía la impresión de me empezaba a deprimir, y no sabía el porqué. ¿Se puede estar deprimida simplemente porque se quiere? No, no se puede, niña tonta.

Me dormí después de lavarme la cara y los dientes. No quería que se me hiciera tarde al siguiente día y llegara oliendo a los mil rayos en mi primer día en una diferente preparatoria, pero era yo, así que era posible que en la mañana todo saliera así, de manera que me previne.

Desperté con el sonido de la alarma del celular. La pospondría, pero el transporte escolar estaría afuera de la casa en veinte minutos. Todavía con sueño, y un ojo cerrado, me empecé a cambiar. Primero la camisa blanca, después la falda azul marino; las calcetas blancas que llegaban hasta las pantorrillas y por último el suéter.

En cinco minutos llegará el transporte, pensaba al ver el reloj de pared que habíamos puesto en la sala. Comía el cereal con rapidez. Afuera se vio una luz intermitente anaranjada, era el autobús. Hubiera deseado que mi madre me dijera que tendría suerte en mi primer día, pero en este momento dormía tras haberse desvelado.

Subí al autobús color amarillo, sólo había dos personas más. Tomé uno de los asientos de en medio, el que quedaba junto a la ventana. Coloqué mis audífonos y me dispuse a dejarme llevar por todo, menos por la realidad inédita en la que vivía. Ese día se veía triste, las personas caminando como si fuera obligatorio, con las sonrisas más falsas que hubiera visto jamás en mi vida. Eran humanos que eran infelices, y hacían cosas que no les apetecían en lo más mínimo. Para mí eran de color negro.

Cerré los ojos por un par de canciones, y cuando los volví a abrir me vi envuelta en un caos de adolescentes aventándose bolas de papel, platicando y gritando cosas sin sentido. Me quité los audífonos, quería escuchar cuando estuviéramos cerca para ser la primera en bajar.

―Lamento todo este ruido ―habló una voz grave a mi lado.

Estaba tan despistada que nunca me di cuenta que se habían sentado a mi lado. Miré a la izquierda, y me topé con un cabello tan negro como la noche y una piel caucásica que se podía comparar con la leche misma. Pero lo que más contrastaba con todo su rostro eran sus ojos color miel que ayudaban con sutileza a que las pecas que adornaban su fino rostro, no fueran olvidadas.

―Soy Gabriel ―se presentó, alargando una mano para que la estrechara con él.

―Romina —Quité mi mano de la suya. Empezaba a sudar por los nervios. Decidí mirar por la ventana, evitando seguir con una charla que se había tornado incómoda.

―Eres nueva, ¿cierto? ―Volví la mirada a él. Se estaba rascando la nuca con nerviosismo―. Es decir, no te había visto nunca en el autobús, ¡y por la escuela tampoco!

―Me acabo de mudar ―contesté, hundiéndome de hombros.

No era buena hablando con desconocidos, y la verdad no me atraía la idea de romper esa costumbre en ese momento. ¿Entonces cómo es que haces amigos con facilidad? Pienso que es por ello, me ven cohibida, llena de oscuros secretos e intentan descifrarlos, y con el tiempo se convierten en algo cotidiano, algo que llamo amigos.

―¡Oh, espera!, ¿eres tú la chica a la que saludé ayer? ―Lo miré confundida, estaba convencida de que se equivocaba―. ¡Sí, eras tú! Nunca podría olvidarme de esos ojos tan bonitos. Lamentó si te desconcerté al hacerlo, pero me gusta que los posibles nuevos alumnos sientan que todos son tan amigables como yo —Sonrió, haciendo que me sonrojara—. ¿Son realmente azules? Me refiero a tus ojos. Porque no es una tonalidad de azul muy vista en ellos.

Ahora sabía quién me había saludado ayer en la cancha de deportes. Podría preguntarle sobre los requisitos para entrar al equipo de tenis, pero no parecía ser un buen momento. Nunca parecía ser un buen momento para nada...

―Azul petróleo —contesté a su pregunta, olvidándome de decirle las mías—. A lo que he investigado, es muy raro; pero ha de ser por la mezcla de colores en la genética de mi familia ―El chico estaba sonriendo aún más que unos segundos atrás—. ¡De pequeña me decían que parecía una paleta payaso!, y me molestaban a cada rato con eso, pero mi mamá decía que era por envidia —Estaba hablando demasiado rápido, y de cosas que claramente no le interesarían saber ni a él, ni a nadie de mi edad―. Te estoy aburriendo, ¿verdad? Sí, en definitiva, te estoy aburriendo.

―¡No, nada de eso! Sólo me divierte ver la forma en la que platicas las cosas. Con esos ademanes, y la velocidad que tomas al redactar algo. ¿Lo haces a menudo?

El autobús se detuvo en frente de la escuela, todos empezaron amontonarse en el estrecho pasillo que dividía las hileras de asientos. Fue una buena oportunidad para no contestar esa pregunta. Ya cuando no había tanto ajetreo, Gabriel se paró y me dejó pararme, entonces salimos juntos del vehículo.

Camino a clases él checó mi horario para saber si estábamos juntos en alguna clase. No teníamos ni una clase en común, ¡ni siquiera deportes..! Sonó la campana, y todos los pasillos del plantel se llenaron de adolescentes yendo y viniendo de donde quiera para poder llegar a tiempo a su primera clase del día.

―Tal vez te vea durante el receso, ¡y te presentaré a todos mis amigos!

Tal vez. Esa palabra que todos usaban y en mi vida no estaba. Sonreí por educación. No me gustaba que me dejaran con la duda de saber si me verían o no. Era un o un no lo que tenía que contestar.

―Sí, seguro.

Las clases eran entretenidas cuando no tenías a nadie al lado para platicar de tus ocurrencias. Todos me miraban esperando a que me presentara con cada uno de ellos, sin embargo no lo hice y me quedé sentada en mi banca mirando al pizarrón, esperando a que el profesor de la materia entrara y me salvara de ese suplicio.

Sólo hasta que pasaron lista, fue que la maestra preguntó quién era, a lo que tuve que decir que era una nueva alumna, que me tendría que soportar lo que restaban de los tres meses que estaría viviendo en la ciudad. Bueno, claro que lo último no se lo dije.

Unas chicas de mi primera clase se animaron a decirme todo lo que debía saber sobre esta preparatoria. Con algo más y esfuerzos les hablaría y con el tiempo pudiera convertirme en una de ellas.

—Es un lindo nombre el que tienes... Casi no se escucha. ¿O tú que piensas Amanda?

—Tiene razón mi amiga, Romi. Pero cuéntanos, ¿es cierto que te has mudado demasiadas veces?

—Sí, es cierto —contesté. Tomé uno de mis mechones de cabello y me dispuse a juguetear con él. Llegaba la hora en la que tendría que mentir, justo como lo había hecho con mi madre—. El trabajo de mi madre nos pide que lo hagamos más veces de las que me gustaría admitir.

—¡Rayos! Supongo que tienes muchos amigos, de diferentes ciudades, ¿a que no?

—Demasiados... —mentí. Recién llegaba a un nuevo lugar hacía amigos, después lo grisáceo de mi persona salía y arruinaba todo. Recordé por un momento los gritos y chillidos de una de mis amigas, las cosas tan feas que me decía—. ¿Y ustedes?

—¡Que va! —respondió una de ellas—. Tenemos amigos, claro que sí, pero no tantos. Casi todos los alumnos de la preparatoria nos tachan de chicas fáciles, incluso de ladronas, ¡sólo porque una vez agarramos unos lipsticks que se encontraban tirados, y nos los quedamos!

—Eran unos lipsticks muy caros...

—Señoritas, ¿podrían hacerme el favor de guardar silencio? —interrumpió nuestra conversación la maestra—. O en dado caso, ¿me harían el honor de salirse de la clase y regresar cuando ya no tengan nada de qué hablar?

—Lo siento profesora. Ya no hablaremos —La maestra asintió con la cabeza, volvió a retomar su explicación y entonces ellas siguieron hablando. Desobedecieron. Eran color negro. Todos aquí parecían serlo.

El repique de la campana para el receso nos hizo salir de la materia de Administración. Me dijeron que me verían en el receso, esta vez sin mencionar un tal vez o quizá en su oraciones.Se alejaron por el corredor, dejándome sola entre un mar de personas que no conocía y no les interesaba que los conociera. Una vez más los pasillos estaban repletos de colores, personas color rojo del enojo; personas color amarillo de alegría; personas color azul de tristeza, y personas morado, llenas de frustración. Todos eran un color distinto que necesitaba ser combinado con otro.

En las clases posteriores había personas que intentaban hacerme la plática, y eso me alegraba de cierto modo. Tenía las esperanzas de que si me esforzaba mucho podría llegar a renovarme, a encontrar a esa chiquilla de diez años que no tenía inmorales pensamientos. Cuando el timbre para dar inicio al receso sonó, lo primero que pensé es con quién pasaría el tiempo, si mis dos compañeras de la primera clase no aparecían.

Pronto vi dos cabelleras castañas, una más oscura que la otra, acercándose a mí. En verdad cumplieron su palabra. Fuera de todos los susurros y habladurías que escuché de ellas con los demás chicos de la preparatoria, no habían faltado a su palabra, muy en el fondo ellas vislumbraban ser personas con buenas intenciones, nada parecido a lo que se decía de ellas en los pasillos.

―Pensé que pasaría el receso en solitario.

― ¡Qué va! Te dijimos que te veíamos por tu salón ―contestó la

que tenía el cabello más corto, con una sonrisa llena de amabilidad.

No era buena para recordar nombres. No sabía si en verdad una de ellas se llamaba Anahí y la otra Camila. En realidad no sabía si esos eran sus nombres o me los había inventado. Me lamenté por no recordar sus nombres, y me hacía sentir mal el que ellas se supieran el mío. No mentiré cuando digo que ambas se parecían, tenían rasgos faciales, que de reojo, las hacían pasar por mellizas, y sus cabelleras nos lo hacían más difícil. Si yo no tuviera los ojos azules, dirían que éramos trillizas. Si claro, y yo no huía de mis propios pensamientos...

―¡Serámejor que vayamos con los demás! —Se detuvo la otra, decabello tan largo como la misma Rapunzel—. Nadie puede empezar el receso si no está el grupo completo.

Caminaba con nervios, las manos me sudaban y la nuca empezaba también a hundirse en sudor. Las piernas no querían funcionarme, como si me advirtieran de un inminente peligro que me esperaba al llegar con los amigos de las chicas con las que estaba.

—¡Tranquila Romina! ¡Nuestros amigos no muerden!

—Caro tiene razón. Sólo tranquilízate. No te dejaremos a solas con cualquiera de esos tontos... Todavía no, hasta que les tengas la confianza suficiente.

Nos dirigimos a un lado de las canchas, a unas bancas color blanco que había por ahí. En una de ellas habían demasiados chicos. Fuese como si todos ellos escucharan el repicotear de los zapatos dado a que voltearon y nos sonrieron. Todos formaron un círculo para poder incluirnos. En cuanto llegué, noté que aquél chico al que había conocido en la mañana en el autobús estaba entre todos ellos.

―¡Hola! ―dijo en cuanto llegamos.

―¡Hola! ―repliqué, con las mejillas coloradas.

―Te dije que te vería en el receso ―Rápidamente se volteó con sus amigos―. Chicos, ella es Romina. Es nueva, así que espero que sea tratada lo mejor posible, y saquen esos modales que llevan muy en sus adentros.

Se presentaron conmigo uno por uno, y me dieron un mensaje de bienvenida. Me preguntaron de donde era, y respondía que era un alma salvaje que aún no sabía muy bien de donde era ni a donde iba. Ese tipo de respuestas les ponía el misterio a todos, y a la vez un alto para que no quisieran investigar más de mí. No quería que lo supieran tan rápido.

A continuación me vi envuelta en una charla que no comprendía, pero que me hacía sentir incluida en sus vidas. Comentaban acerca de las clases, de sus fines de semana y, cuando una que otra chica se acercaba o miraba en nuestra dirección todos atribuían a Gabriel esa acción.

—Es como el casanova del grupo... ¡Todas quieren con él! —me explicó uno de sus amigos.

—¡No es cierto! No les hagas caso Romina... Sólo quieren hacerme sentir bien.

—Gabo no quiere admitir lo obvio. Pero no lo culpo, una persona con tantos secretos suele ser así...

En ese momento, si alguien me preguntaba qué color veía en todos ellos, respondería que negro. Todos ellos eran negros, con secretos ocultos y pasados raros. Y a pesar de que fueran de ese pigmento —sin vida y marchito—, a mí me gustaría dejar mis colores y volverme como ellos. Parecía un color interesante, pero nunca había tocado tanto el fondo de la abominación para convertirme en él, y con ellos a mi lado parecía una buena idea experimentarlo.

A lo largo de una semana me sentía incluida en su grupo, todos me empezaban a tomar confianza —pero yo no a ellos—. Sus sobrenombres para mí iban en aumento, algunos me gustaban, entre mis favoritos se encontraban: Zafiro, por mis ojos; hobbit, por mi estatura, Romisterio, que era una mezcla de mi nombre con la palabra misterio.

Romisterio aún lo seguiría siendo, porque no tan fácil lograban sacarme información sobre las miles de mudanzas que había sufrido en toda mi vida, de dónde había sacado el magnífico color de mis ojos y sobre todo, si extrañaba a mis amigos de la otra escuela. Si tan solo supieran...

—¿Sueles ser muy callada? —me preguntó Carolina, mirándose en el gran espejo del sanitario de mujeres.

—La mayoría del tiempo —respondí, hundiéndome de hombros y acomodándome el uniforme lo mejor posible.

—¡No deberías! Puedes contarnos lo que quieras, nosotras no lo diremos... ¡Créeme! —añadió Amanda, al ver mi rostro lleno de incertidumbre—. No todos los semestres se meten chicas tan hermosas como tú y las tenemos como amigas—. ¿Nos crees Romi?

—Sí, claro —Me giré hacia los lavabos, tratando de esquivar sus miradas marrones, con las que podían indagar lo que quisieran. Tenía que decirles algo antes de que inquirieran con más precisión, con más intensidad—. Si quisiera decir algo se los diría a ustedes primero, de eso no hay duda.

Falsa, incierta, y mentirosa. En todo eso y más me había convertido pasados los días. Negaba eso en mi interior, pero lo sabía, porque lo sentía en mis adentros. Quería convertirme en una persona purificada, blanca, mas terminé siendo oscura, malvada y negra.

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¿Qué les pareció el capítulo remasterizado? Le añadí varias cosillas para hacerlo más extenso y que conocieran un poco más a Romina antes de odiarla por completo HAHAHA. 

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