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Diez.

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Mi madre estaba orgullosa de mí. Bueno, orgullosa no es la palabra correcta, sino feliz al verme por fin con un chico como mi novio. Miranda era la más emocionada con todo esto. Había invitado a su Gabriel y a su padre a comer para conocerlo más de cerca. Quería hacer el trabajo de un padre cuando su hija le presenta a su novio por primera vez.

¡Oh padre! ¿Por qué te fuiste dejando un hueco inmoral en mí?

Mi vida no iba mejorando en los días siguientes de la semana. Aún me preguntaba porque le había dicho "sí" a Gabriel cuando yo misma sabía lo que sentía por él. Y lo que sentía por él no era más que amistad.

Quería su amistad, pero desde que fui al club supe que nuestra amistad no funcionaría por mi drástica obsesión con Daniel, con sus ojos color ámbar, con esa fina sonrisa y ese cabello castaño que con el paso de los años se volvería canoso.

Era viernes, y llevaba cuatro días de novia oficial de Gabriel. Era el receso, y desde el lunes todos nuestros amigos nos dejaban solos para poder estar con más privacidad en la luna de miel que sufría Gabriel.

Cada día que lo veía sólo me retorcía por dentro al pensar en lo que pasaría si se enterara de que sólo es un peón en mi juego de ajedrez para llegar a su padre, quien figuraba ser el Rey.

Estábamos entre los pasillos, estaba sin escapatoria de él, ya que sus brazos me atrapaban entre el muro y él.

— ¿Te veo mañana en el club?

—Sobre eso...

— ¿Sigues queriendo anular tu membresía? —Hice una mueca, que él ya la entendía como un sí— ¡Oh vamos! ¡No puedes querer dejar el club ahora que somos novios! Quisiera presentarte como mi novia con todos mis amigos del club —agarró mi mano, y la acaricio con uno de sus pulgares.

—Sólo iré mañana para que mi mamá haga algo con los documentos que se quedaron para que nos dieran la membresía.

—Tu mamá dijo que se quedarían un poco más por sus vacaciones... Las planea disfrutar aquí.

—Créeme —bajé la mirada con una sonrisa sarcástica— que no querrá.

...

El sábado por la mañana ya no nos apresuramos a salir a tiempo para llegar a tiempo a mi clase de tenis. Llegamos al club un poco más temprano de lo planeado, pero lo que haríamos seguiría siendo lo mismo.

Mi mamá me dejó ir sola a las canchas de tennis en lo que ella arreglaba todo nuestro papeleo por una decisión tomada por una adolescente que no le importaba nada más que no ser descubierta. Llevaba la cámara conmigo por si quería sacar una foto más de un lugar en el que sucedió de todo en mi mente, pero en la realidad no había sucedido nada.

Al anochecer, quería subir a la azotea y quemar todo aquello que me hacía recordar algo de Daniel. Quemaría el enterizo blanco que llevaba el sudor causado por los nervios que me daban cada vez que Daniel se acercaba a mí para decirme algo acerca de las técnicas, la pelota de tennis que llevaba sus huellas impresas como algo inolvidable...

No había nadie en las canchas. Le pregunté a otro de los deportistas que estaban por ahí, y me dijeron que estaban en las duchas. Fui hasta ellas, se escuchaba el sonido de las regaderas abiertas, y la puerta principal se encontraba entreabierta, dejando que hilos de humo del agua caliente saliera.

Dejó de sonar el tintineo del agua cayendo al suelo, y pronto dos hombres (uno mucho mayor que el otro) aparecieron con toallas enroscadas en la cintura. Ahí estaba él. Ahí estaba Daniel sonriéndole a su hijo... a mi novio.

Saqué la cámara, y cuidando que ninguno de los dos se percatara de mi presencia, le saqué fotos al hombre que me convertía en el color que quisiera con tan sólo verlo. Una, dos, tres... con cada pinchazo que le daba al botón para tomar la foto, mi corazón se aceleraba.

Admiraba las fotos polaroid que le había sacado. Cada una emanaba algo diferente, algo que me decía que la alegría y la pasión se podían combinar en una sola. Nunca me di cuenta cuando se cambiaron, hasta que escuché como sus voces se hacían cada vez más fuertes.

—...No sabes la alegría que me causa ver su sonrisa todos los días, y ese corto cabello que huele a fresas... Y esos ojos... ¡Ahh! —Suspiró— Esos ojos te dejan si palabras cuando los ves.

Era el momento indicado para huir. Correr y no dejar pista de nada, pero parecía que mi cuerpo no quería irse. Había algo que no me permitía irme y eso era...

— ¡Ah! Hola, Romi —escuché la voz de Gabriel llamándome. Al parecer no había caminado lo suficientemente rápido para que no supieran que estaba ahí. Me volteé, y en ese momento dejé de respirar al verlo ahí parado, esperando que hablara— ¿Qué... qué haces aquí?

—Yo... —me humedecí los labios—Bueno... creo que me he perdido. Quería ir a las oficinas, pero por estar checando el celular no me di cuenta en donde me he metido.

—Bueno —habló Daniel—, estás más perdida de lo que parece —sonrió. Ah... esa sonrisa—, ¿qué te parece si Gabriel te acompaña en lo que veo si ya llegaron los que ocuparan tu turno?

— ¡NO! —aclaré la garganta— Yo puedo ir sola... —sonreí como tonta—Nos vemos el lunes... Gabriel.

Antes de que mi novio objetara algo para acompañarme, empecé a caminar sola por los pasillos que me sacarían de las duchas de hombres.

Al llegar a la casa, subí al cuarto y saqué el álbum que Gabriel me había regalado en mi cumpleaños. Busqué todas las fotos que tenía de Daniel y me decidí por la que más me gustaba. Él era lo único que verían en ese álbum.

Daniel me había causado un sentimiento que ninguno otro lo había hecho. Ningún hombre antes de él me había hecho sentir de todo y a la vez nada. Él era una de esas drogas de las que tu madre nunca se enteraría que eres adicta.

—Romi, cariño... —entró mi madre a la habitación sin previo aviso. Cerré el álbum con rapidez— ¿Qué hacías Romina?

—Yo, eh... —odiaba balbucear, pero era lo único que hacía últimamente— Solo pegaba fotos de mis amigos en el álbum, ya sabes... para recordarlos por siempre.

—Baja a cenar en cuanto termines —dijo mi madre, para a continuación salirse de la habitación.

Dejé el álbum encima del escritorio que tenía la habitación y bajé a cenar.

Si se preguntaban acerca de mi amistad con Carolina y Amanda, bueno... no iba tan bien como antes. Nuestras platicas por las redes sociales consistían en pedirnos las tareas, decirnos hola, ¿cómo estás? Y ya.

El miércoles en el receso, cuando pude escaparme de los empalagosos brazos de Gabriel, me encontré con mis amigas, no toleraría ni un día más sin hablarnos como antes.

— ¿Podemos dejar a un lado a Gabriel? —pedí con delicadeza. Me empezaba un dolor de cabeza cada vez que una de ellas mencionaba el nombre de mi ahora novio— ¿Podemos hablar tan solo de cómo va nuestro día, de los estúpidos compañeros que tenemos y de nosotras?

— ¡No podemos Romina! No hasta que nos digas porque... ¡Por qué estás jugando con Gabriel de esa forma!

— A él le gustas. ¿Por qué le dijiste que sí, cuando el que te gusta es su padre?

— Yo... Yo —bajé la cabeza—, supongo que solo quería una coartada para ver más a Daniel —volví a mirar a mis amigas—. Nunca me puse a pensar en que lastimaría tanto a alguien.

— Sólo pensaste en ti —dijo Caro, aventando al retrete la colilla de cigarro.

Las dos se dirigieron a la puerta.

—Tranquila —añadió Carolina—, tu secreto está guardado con nosotras.

—Nosotras no queremos que alguien salga lastimado —terminó Amanda, y se salieron del baño.

Todo se venía abajo, y los únicos brazos que no me soltaban eran los de Gabriel, quien cada vez que veía que me derrumbaba y me sostenía. Me sostenía sin saber que mis brazos estaban llenos de espinas que lo hacían sangrar lentamente.

Ese mismo día Gabriel se quedó a comer con nosotras. Cada palabra, cada risa que salía de mí era a regañadientes, como si alguien más controlara mis emociones para disimular las verdaderas.

— ¿Te encuentras bien? —me preguntó Gabriel.

—Sí —le brindé una sonrisa forzada—, todo bien.

El jueves traté de arreglar las cosas con mis amigas, y no era para que no dijeran nada acerca de mi obsesión con el padre de Gabriel... A esas alturas ya no me importaba. Al finalizar el día en la escuela, me fui directo al autobús para que me llevara a casa de una buena vez.

Me detuve a ver si no había olvidado alguno de mis libros en las butacas del último salón de clases, y en su lugar me encontré las fotos que le había tomado a Daniel el sábado pasado junto con otras que había tomado del club.

Toda una multitud se aproximaba y me daba igual. Todo en ese momento era foráneo a mí. Entre apretujones y pisotones no dejaba de ver las fotos. Alcé la vista y detrás de un chico venía Gabriel. Tenía todo el tiempo del mundo para guardar las fotos sin que sospechara algo, y entonces pasó... El chico que venía enfrente de Gabriel golpeó mi hombro accidentalmente y de mi mano salieron volando las polaroids.

—Perdón —dijo el chico, sin inmutarse a ayudarme a recoger lo que él había tirado.

Gabriel corrió a ayudarme, pero en ese momento lo único que quería era que estuviera a kilómetros de distancia.

— ¡No! ¡no! Déjalo, yo las recojo.

Me ayudó a recoger las fotos, y de las diez que había en el suelo tuvo que agarrar esas. Cuando estaba volteándolas para verlas, yo ya estaba lamentándome por dentro.

—¿Qué es esto? —las miraba y segundos después llevaba la mirada a mí— ¿Es... es mi papá?

—Te lo puedo explicar.

—¿Qué me vas a explicar? ¿Me dirás que le tomaste esta foto por accidente? —volteó las demás, y eran tres, tal vez cuatro fotos más de su padre— ¿Y estás también fueron por accidente?

—Gabriel... —sentía un nudo en la garganta— déjame...

—¡NO INTENTES EXPLICARME NADA! Ya... ¡Ya he visto suficiente! —dijo con enojo, me dio las fotos con un fuerte golpe en el pecho.

En cuanto lo vi partir lloré. No lloraba por el golpe, sino porque ahora él sabía qué de quién estaba enamorada no era de él, sino de su padre. Tan cerca... Estuve tan cerca de que nadie se enterara de esto, y luego vienen estas fotos a romper corazones a todos.

Estaba por demás decir que ahora no iría al baile con él, pero tampoco me podía quedar en casa sin que mi mamá sospechara algo. Iría al baile sola, y no me importaba. Ahora lo que quería hacer era disculparme con Gabriel por jugar con él como si fuera una muñeca de tela.

El día siguiente fingí estar enferma y falte a clases, pero me alistaría para el baile. Le tuve que pedir de favor a mi mamá que me llevara, poniéndole de excusa que Gabriel llegaría algo tarde y me vería allá.

Al entrar a la escuela pude escuchar la música a máximo volumen viniendo desde el patio. Mis pasos sonaban con firmeza. Tenía que conseguir el perdón de Gabriel o tratar de vivir con lo que le hice. Al llegar a la entrada del patio, sentía todas las miradas en mí. Traté de imaginar que me miraban para criticar el vestido color gris que llevaba.

Tardé unos segundos en encontrar a Gabriel, pero cuando lo hice vi que no estaba solo... A su lado estaba Mishel, portando un vestido color azul marino.

— ¿Podemos hablar?

—No tenemos nada de qué hablar.

—Gabriel, por favor...

—Mishel, ¿podrías darnos un minuto? —al escuchar esto de la boca de Gabriel, Mishel se fue lejos de nosotros. Volteó a verme, se le veía cuan dolido estaba... Tenía el semblante de un corazón destrozado— ¿De qué quieres hablar Romina? ¿De cómo fingiste quererme cuando al que querías era a mi padre? ¿O que yo solo era una coartada para acercártele más?

Sabía que nunca me perdonaría. Nunca es fácil perdonar a alguien a quien quisiste, y mucho menos alguien que solo te utilizó.

—Malas noticias... Mi padre no está interesado en mujeres como tú...

Me miró, y pude sentir su dolor con tan solo una mirada. Las espinas que le había dado con cada abrazo habían crecido, y sembrado hierba mala.

—Perdóname, perdóname Gabriel. Yo no quería que tú... —sentí de nuevo ese nudo en la garganta que te impedía decir todo lo que querías.

— ¿Sabes? Te veía y podía ver como creabas arte... —miro a otro lado, sabía que él también tenía ese nudo atorado en la garganta— Ahora sólo puedo verte como una forma de crear caos —terminó de decir y se fue de nuevo con Mishel.

Salí de la escuela llorando. Esperando que todo terminara de una buena vez. Si tan solo le hubiera dado una oportunidad a él, y olvidarme de su padre. Si tan solo hubiera en verdad intentado dejar mi grisáceo pasado...

Amanda y Carolina me llevaron a casa. Habían visto todo lo que pasó con Gabriel, y decidieron que era mejor llevarme a la casa antes de que los rumores corrieran.

Al llegar a la casa, les agradecí por todo.

— ¡Mamá! ¡Ya llegué! —grité, pero no recibí respuesta alguna.

Subí a mi habitación, y al abrir la puerta pude ver a mi madre, sentada con el álbum abierto encima de sus piernas.

— ¿Me puedes explicar esto Romina?

Sentía la sangre bombear con más fuerza de la necesaria. Todo se venía abajo, y nunca podría ser reparado.

Me senté al lado de mi madre, y nos quedamos en un silencio que daba miedo. Mi madre aún no entendía que era lo que pasaba conmigo. Estaba consternada al saber que me gustaba el mismo hombre que a ella. Después de mucho tiempo, pude escuchar a mi madre llorar.

Lloraba porque, de una forma u otra, había arruinado su felicidad... una vez más.

Me había convertido en azul por alguien del más radiante rojo.

Gabriel me había hecho entender que, una persona como su padre, quien veía el mundo de color rojo, no le podía gustar una Romina que se había vuelto color azul, porque el resultado era el de un ligero lila que apenas se notaba, y a él no le gustaba el color morado en ninguna de sus tonalidades. 


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