24. Ojos nuevos
Solo hasta cuando sentí un hielo deslizarse por mi espalda baja, fue entonces cuando el más encantador y hermoso sueño llegó a su fin.
Parpadeé aún inconsciente. ¿Qué había pasado? ¿Desde cuándo había dormido tan bien? Traté de moverme para averiguarlo pero algo me detuvo.
El mismo hielo volvió a moverse, el atardecer alumbró mis ojos adormilados. Entre la empezada oscuridad y los rayos anaranjados del sol pude verle. Ahí, desnudo, arropado y sosteniéndome entre sus brazos, estaba Alexander.
Mi mirada, ahora más despierta, se fijó en el bello durmiente que yacía a mi lado. Por cómo veía la cama y mi cuerpo, nada de aquello había sido una ilusión. Ayer, toda la noche, había hecho el amor con él.
¿Qué rayos se me había pasado por la cabeza? Me había acostado con mi enemigo jurado. Mi cerebro me regañó. ¿Que no se suponía que iba a escaparme de aquí? Miré su torso helado y sin saber por qué, sonreí.
Recordé sus besos, sus palabras, su cuerpo y todas las sensaciones indescriptibles que había sentido anoche.
Mordí mis labios, confundida. ¿Qué pasaba con el plan de escape? ¿Con mi regreso a casa? Por un segundo pensé que no deseaba irme y lo que sentía ahora lo estaba complicando todo.
Me pellizque el tabique de la nariz, intentando encontrar una solución.
¿Continuaría con mi escape o me quedaría aquí con él?
Tuve presente en la mente su imagen sonrojada y los besos desenfrenados de anoche.
Esto iba a ser un problema.
Me levanté de la cama sin despertarlo y me fui directamente al lavabo. Necesitaba echarme un poco de agua para refrescar mis ideas un poco.
Así que con aquellos pensamientos revoltosos en mente, di el primer paso hacia el cuarto de baño. Mi sorpresa fue que, mientras lo hacía, mi entrepierna ardió como si tuviera limón en una reciente herida.
Aquello me hizo mostrar un gesto de incomodidad en silencio, pero asegurando que aquello era una pruebas más de que lo que había pasado anoche no era tan solo un sueño erótico que quería engatusarme, seguí andando con la mente en alto.
¡Cuántas locuras! ¿Quién pensaría que me acostaría con quien parecía odiarme? Me bañé en silencio y al salir arropada en una toalla y mirarme en el reflejo, no pude evitar darme cuenta de que tenía unos ojos distintos a los de anoche.
El color celeste acompañaba a mi cuerpo. ¿Qué ocurría? No lo sabía, pero tampoco es que me alterase del todo. Me estaba acostumbrando a qué pasasen cosas que no podía explicar y, aunque fuese loco, de cierta manera me gustaba compartir el color de sus ojos en mi cuerpo.
Volví en mi de nuevo y me tapé la mirada con las manos. Sabía que está emoción que sentía iba a significar que, lentamente, realmente iba a dar mi brazo a torcer.
Suspiré tratando de nadar contra la marea, pero al volverme a ver en el espejo, no pude evitar soltar una leve sonrisa. Realmente tenía los ojos celestes igual que él.
Me retiré del espejo, intentando dejar de admirarme y con cautela, me giré hacia un guardarropa enorme que tenía mi nombre con un marcador oscuro. Creo que esa iba a hacer la sorpresa que Alexander me iba a soltar ayer, justo antes de que atacara sus labios y diera inicio a lo que no me había dejado dormir.
Seguramente hubiera dicho algo como «anda, para que no andes ensuciando bóxers ajenos», o algo que se le asimilara. Solté una leve sonrisa al pensarlo. Hubiera sido tan típico de Alexander Maximus...
Me sonrojé sólo con pensar en su voz, en la frase y su rostro al decirlo, por alguna razón, su semblante enrojecido aún no se me quitaba de la mente y aquello, por más que quisiese esconderlo, me hacía sentir mariposas de felicidad.
—¿Qué debería de ponerme? —Susurré para mí misma, mientras abría con cuidado el armario de madera con mi nombre encima.
—A mí me gusta el vestido celeste.
—¿Celeste? —Contesté, sin pensar.
Sentí unos brazos pasarse por encima de mis hombros.
—Éste.
Me paralicé al imaginarme a un Alexander desnudo tras de mí. Sin poder evitarlo, me torné de mil colores al recordar cada centímetro de su fornido y varonil cuerpo. Tragué saliva al tener un escalofrió. Aquella voz iba a provocarme un infarto al miocardio.
—¿No te gusta?
—Eh... sí, es bonito —solté titubeando, antes de tomar el vestido y salir corriendo para medírmelo.
Escuchando una leve sonrisa, me encerré tras atrancar la puerta del baño. Era increíble que aquellas pocas palabras me pusieran en tal estado. El silencio no parecía escucharse a pesar de que nadie de los dos estábamos hablando, ya que, por más que intentaba, podía oír los latidos de mi corazón andando en mis orejas.
«Tranquilízate». Pensé un millón de veces. «Cámbiate Nicole, solo cámbiate y dale los buenos días».
Respiré con profundidad y, obedeciendo mis órdenes, me puse a rapidez inhumana, el vestido celeste que me llegaba por encima de las rodillas.
Siquiera me vi al espejo cuando salí del baño, lo único que quería era salir cuanto antes de esa habitación bochornosa. Me moría de la pena, sentía que si me quedaba más tiempo, Alexander iba a analizarme y si eso pasaba, explotaría en colores carmesís.
Di dos pasos hacia el frente con la cabeza agachada. No quería que me viese tornearme en pigmentos rojizos, sería demasiado vergonzoso.
—Buenos días. —Temerosa, cumplí mi misión.
—¿Ya te vas? —Preguntó, interesado.
No levanté mi rostro, pero aún así pude sentir aquella mirada azulina mirándome de pies a cabeza. Lo estaba haciendo, estaba examinándome.
—Te ves... linda.
Alcé la mirada algo estupefacta, topándome entonces con aquellos ojos que no había visto desde el día de ayer. El chico, que estaba medio desnudo, me miró algo sorprendido, más no dijo nada. Tan solo me miró de arriba abajo, gesto que hizo que lanzara de nuevo mi mirada hacia el suelo.
—Esto... yo, gracias. —Titubeé de nuevo, inquieta por sus palabras.
¡Por favor! ¿Cómo era posible que me sintiera tan avergonzada y nerviosa ahora? Había tenido sexo con él ayer. Ambos nos había visto todo. ¿Por qué mi rostro se ruborizaba tanto? ¿Por qué mi corazón palpitaba tan rápido, casi como si me estuviera dando un paro cardiaco? ¿Por qué estaba tan intranquila? Tragué grueso. ¿Qué debía de hacer ahora?
—Yo... iré a cenar —solté, mordiéndome los labios.
—Ah... cierto. —Por primera vez a Alexander se le escuchaba algo inseguro de sí mismo—. Buen provecho.
Sonreí por sus palabras e intentando despedirme, volví a mirarle, mas aquellos ojos me detuvieron. ¿Por qué parecía que no quería que me fuera? Bajando la cabeza por el color escarlata de mis mejillas, opté por marcharme tras un rápido pero torpe gesto de mano. Y, tras un pie izquierdo y un leve golpe en el dedo meñique del pie, salí de la habitación más roja que nunca.
—Maldición, que vergüenza —solté al recargarme sobre la puerta que recién había cerrado—. Tenías que pisar sus zapatos, Nicole...
Me tapé la cara mientras dejaba salir un largo y profundo respiro.
Necesitaba volver a poner mi cara donde debía de estar, sino, Rossette se enteraría de todo sin siquiera tener que decirle. La noticia se correría por todas las mascotas y ahora, si es que verle tan solo a él me era difícil, la cosa sería imposible mientras todos me vieran con él.
.
Vi la gran puerta de salida al bajar al primer piso, pero como si ya no fuera tan importante, tan solo la miré de reojo con mi cara aún sonrojada.
Entré en el patio después de caminar un poco, aún con el sonrojo en la cara. No había podido dejar de pensar sobre lo ocurrido en aquella cama. Su confesión y sus manos. Mordí mis labios, aún ida en las imágenes de la noche pasada. ¿Por qué estaba decepcionada de que no lo había besado por la mañana? ¿Por qué no pensaba en fugarme de aquí como antes? Suspiré ciertamente entontecida. Alexander me iba a convertir en la típica mujer enamorada.
—¡Nicole! Buenas noches. —Rossette, a unos cuantos metros, me saludó contenta.
Volteé hacia el frente. Quienes estaban cerca de mí voltearon a verme. Sus miradas de costumbre cambiaron a unas de sorpresa, como si hubiese hecho algo increíble. Los susurros comenzaron, todas las miradas se pusieron sobre mía. Tragué saliva y con cierto miedo, caminé hacía donde Rosse estaba.
—¿Qué les pasa a todos hoy? —Le susurré, mientras algunos me hacían reverencias y otros me llamaban por damisela o señorita—. ¿Tengo algo en la cara?
—No... no tengo idea. —Pareció mentir—. Anda, vamos por la comida.
Le sonreí mientras hacía lo que había dicho. Nos dimos paso por la gente hacia la supuesta fila que se abrió para mí. Con un rostro medio enojado, llegué hasta Clara, que con un guiño y una leve sonrisa, me sirvió la comida del día.
—¿No te gusta el pollo? —Preguntó la mujer de largos cabellos.
—No, no es eso. Me gusta mucho, gracias Clara. —Aclaré antes de sonreírle e irme hacia la mesa que estaba destinada para las mascotas del grupo A.
Creo que al sentarme, todas las mascotas imitaron mis acciones. La normalidad regresó al patio y al final, todos volvieron a lo suyo. Con el sonido de las pláticas ajenas y susurros atemorizantes, tomé mi tenedor algo más tranquila, pasando el puré de papa frente a mi boca y analizándolo para luego comerlo con cierta dificultad. Por alguna razón, no me sentía del todo cómoda ese día. Era como si todos mirasen cómo me alimentaba o qué era lo que hacía en general.
—Yo... no tengo mucha hambre, Rossette —solté, unos minutos después.
—¿Pero no has comido desde ayer, no es cierto? ¡Te enfermarás! —dijo preocupada ahora mi amiga.
—Es que no puedo con tanta tensión —dije mirando hacia aún lado—. No puedo comer mientras todos me ven de esa manera.
—¿Esa manera?
—Sí, es como si estuviesen maravillados de cómo mastico el pollo con los dientes.
Rossette me miró antes de echarse a reír.
—Nicole, no son tus dientes —explicó—. Son tus ojos.
—¿Mis ojos?
—¿Lo has hecho con Alexander, verdad?
Me atraganté con el puré que traía en la boca.
—¿Cómo? —Titubeé después de limpiarme—. ¿Cómo sabes eso?
—¿No lo has notado aún? —Rió levemente—. Todas las mascotas tienen los mismos ojos que sus dueños. Por ejemplo, yo los tenía negros y después se volvieron verdes. Eso justo paso con Jacob, Christie, Christian y Sophie...
Me sonrojé de sobre manera.
—¿Sophie? —Intenté cambiar de tema. No quería que preguntase sobre lo que aún yo no asimilaba.
—Sí, ¿la recuerdas? Es la chica que le quitaste el lugar cuando llegaste.
Me quedé un segundo pensando en ella.
—¿De qué color tiene los ojos?
—Rosas, ¿por qué lo preguntas?
Medité la respuesta. No era que me importase mucho los colores de sus ojos, pero aquel color me llamaba mucho la atención. No sabía de dónde, pero me daba muy mala espina. ¿Sería que me traían una mala memoria? Respiré con fuerza, mas lo único que pude percibir en mi mente fueron las manos de Alexander tocando mi cuerpo desnudo.
Ardí al recordarlo y, parándome de inmediato del asiento, comencé a caminar hacia la cocina.
—¿Nicole?
—Oh, recordé que tengo algo que hacer. —Mentí, sabía que no tenía una excusa y no iba a darle la oportunidad para preguntar lo que tanto estaba evitando responder—. Nos vemos luego, Rosse.
—Espera, Nicole. ¿Qué hay de ayer?
Con el rostro aún más sonrojado que antes, tan solo caminé aprisa para dejar mi plato medio lleno en la loza y, sin despedirme de nadie más, entrar al comedor.
Sabía que mañana no podría evitar la pregunta, pero, por ahora, tan solo quería escapar. Era demasiado por contar, así que no podía hacerlo ahora. Primero tenía que asimilarlo, después podría decirlo.
Así que, entre la vergüenza y nerviosismo, subí de nuevo hacía la habitación en donde sin lugar a dudas estaría Alexander esperándome... seguramente aún riéndose por la estupidez que había pasado en la mañana, pero al menos no habría ahí quien pudiera criticarme.
Entré en la cocina, con aquel razonamiento en mente. Aunque los primeros vampiros que estaban "desayunando" hacían lo que las otras mascotas, no me detuve para mirarles y reclamarles. Pasé saliva con cierto miedo y, sin levantar la mirada, tan solo seguí caminando.
Justo cuando estaba por la mitad del camino, escuché una puerta abrirse.
Pensé que sería Rossette persiguiéndome, por lo que, volteando hacia atrás, puse una mala cara. Mi sorpresa, aunque algo confusa, fue que era Sophie la que me imitaba.
Le miré por pocos segundos, antes de suspirar de alivio y entrar ahora en el recibidor, donde estaban las grandes escaleras junto a la puerta principal. Caminé unos cuantos pasos, antes de escuchar como la puerta por donde había entrado, se abría.
Arqueé las cejas y subí las escaleras lentamente, solo para apreciar por el rabillo del ojo a Sophie persiguiéndome con una mala cara.
¿Tenía algo que decirme o por qué me estaba acosando? Me encogí de hombros y seguí con mi camino sin darle mucha importancia; pero al entrar en el corredor usual, escuché sus pisadas tras de mí.
Mis ojos mostraron molestia. ¿Qué quería? Decidida a perderla de vista, giré por el pasillo más cercano. Justo cuando pensaba que todo había pasado y solamente había sido mi paranoia, la vi dar la vuelta por donde yo lo había hecho.
¿Quería jugar? Perfecto, jugaríamos juntas.
Comencé a caminar más rápido, subiendo cuantas escaleras fueran posibles para hacerla cansarse y detenerse, pero por momentos sacaba fuerza de quien sabe donde e igualaba mi velocidad, quedándose a mis espaldas, así como advirtiéndome que podía conmigo y mis retos.
Estuvimos así por unos cuantos minutos. Subiendo y bajando escalones, llegando al punto de correr en cada pasillo, por cada esquina.
Chisté cansada al apreciar todavía su silueta detrás de mi sombra, pero claro estaba que Sophie ya jadeaba de cansancio. Sonreí complacida y victoriosa, escalando ahora más y más escaleras, adentrándome en partes de la casa que aun no conocía, pero no me importaba en donde me estaba metiendo, tan solo quería ganarle.
Mi orgullo era muy grande y creo que eso mismo era uno de mis defectos más grandes, por lo que, parándome tan solo un momento para pensar hacía donde seguir, terminé por error en el piso. Sophie había llegado por detrás y me había tacleado hacia el suelo.
—¡¿Qué te pasa?! —Le grité, molesta.
Me miró casi echando fuego de lo ojos.
—¡Maldita! Me arrebataste a mi Mateo —soltó pausadamente, ya que no podía ni respirar por el cansancio.
—¿Mateo?
—¡Ay, por favor! No me vengas con ese tono de mosca muerta. —Respiró profundamente—. Sabes muy bien quien es mi dueño.
—¿De qué hablas?
Sophie se acercó y sin previo aviso, me abofeteó en un sonido sordo y seco.
—¡Eres una zorra!
El eco del golpe se trasladó de corredor en corredor y una marca tan roja como la sangre, se quedó plasmada sobre mi rostro pálido. Ahora ni mis nuevos ojos podían creerlo. ¿Qué rayos estaba pasando?
Levanté mi rostro enojado y, con la vanidad en fuego, le regresé el gesto con mucho más fuerza.
Sophie cayó sobre el suelo con violencia, mirándome hecha una furia. Fue ahí cuando sus ojos rosas rápidamente entraron en mi subconsciente.
Me enfoqué en ellos y mil imágenes entraron en mi mente. Ahora recordaba donde los había visto. El día en donde me había perdido buscando a Alexander, aquel vampiro que me amenazaba y que trató de morderme, tenía el mismo color de ojos.
"Serás mía, te lo prometo"
Tomé fuertemente a Sophie y levantándola en el aire enfurecida, casi la estrangulo. Mi mirada había cambiado y en vez de estar asustada y triste, mostraba en cambio una sonrisa espeluznante. Un chillido se oyó por parte de mi victima y me miró aterrorizada.
—¿Así que ese hijo de puta es Mateo? —dije en un susurro que le heló la sangre.
—¡Suéltame!
—¿Ahora tienes miedo, Sophie? No me vengas con ese tono de mosca muerta.
No contestó. Salí del trance. Mi sonrisa desapareció y sin entender por qué había dicho aquello, tan sólo bajé la mirada y la solté sin decir ni una sola palabra más. Escuché el golpe brusco contra el piso y luego sus pisadas y maldiciones por el corredor. Me dejó sola, confundida y perdida en un lugar que no conocía del todo.
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