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Colores del arcoiris

—¿Mamá, podrías pasarme la sal?

El silencio en la habitación volvió a pegarnos tras mis palabras. La silla frente a Erika de Greene estaba una vez más vacía. Mamá estaba de nuevo enojada.

—Ten —Acercó el salero en un sonido alarmante—. ¿Quieres más Rosse?

—No gracias, así estoy bien.

Comimos en silencio mientras escuchábamos el canturreo de la media noche sobre el reloj de péndulo que colgaba en la sala de estar. No sabía por qué mi madre estaba tan enojada esta vez. Papá solo estaba trabajando.

—Cuando termines, quiero que te vayas a tu cuarto y no salgas —Habló decidida mi madre.

—¿Pero qué hice? ¿Por qué tengo que?

—¡No me cuestiones Rossette! —Interrumpió quien parecía escupir fuego de la lengua—. Solo haz lo que te digo y punto.

Accedí sin soltar ni una sola palabra más. Comí aprisa ya que no me gustaba la presión de la cocina. Mi madre me miraba con un rostro apagado y sin comer, esperaba a que terminase de alimentarme para que me largase de una buena vez por todas.

Me atraganté y tomé agua. Levanté mi plato y entonces, sin despedirme, salí de la cocina. Justo cuando daba el primer pie para subir las escaleras, escuché el agua de las tuberías. Mi madre lavaba la loza.

Mi rostro mostró tristeza. Cuando mi madre lavaba la loza, se escuchaban gritos en la madrugada. Mi padre obtendría una gran bronca cuando llegase.

Llegué a mi habitación con el miedo de escuchar la puerta abrirse. Solo quería dormir antes de que los ruidos abatieran la casa. Era común pero aún así, el saber que mis padres peleaban por las noches, me lastimaba al punto de hacerme llorar.

Mi familia era así de complicada. Mi padre nunca había llegado temprano a casa. Nicholas Greene siempre había dedicado su vida al trabajo. No sé por qué mi madre aún le peleaba tanto aquello. ¿Qué es que no le gustaba vivir tranquila y sin tener que preocuparse? Mi padre era un buen hombre, no entendía por qué se peleaban tanto.

Me recosté en la cama ya estando en pijamas. Como siempre, intenté restarle importancia al asunto mientras lloraba. Aquello me había funcionado múltiples veces para caer inconsciente en la cama. No es que me gustase sollozar, pero durmiéndome estaba segura que mañana volveríamos a desayunar todos juntos. 

                                               Eso era lo que creía

                                                           * * * 

¡Me tienes harta Nicholas! ¿A dónde es que vas todas las noches? ¡Son las cuatro de la madrugada! No me vengas con el mismo cuento de siempre, porque estúpida no soy.

Abrí mis ojos lentamente.

Estoy cansado Erika, no me molestes.

—¿Cansado? ¿¡Cansado!? ¿¡Crees tú que yo no estoy cansada!? Me dejas aquí todo el día, lavándote tus calzones y cuidando a la niña, mientras tú estás ahí, dándote una vida de lujos y armonía. ¿Con quién te la pasas jugando, eh? ¡Tienes una familia y la estas destruyendo por tus caprichos!

Me levanté alarmada. ¿Estaba escuchando bien?

Erika, ahora no…

—¿¡Ahora no!? ¿Cuándo entonces Nicholas? ¡¿Cuando?! Estoy harta de tus excusas. ¡Dímelo ya! ¡Dime que te estás revolcando con otra!

—Erika, eres una exagerada.

Escuché un golpe, como una abofeteada. Luego, algo rasgándose y entonces, un grito. Mi madre había chillado.

—¿Qué es esto? ¡¿Cuál es tu excusa para esto?!

Mi padre no dijo nada, se mantuvo callado.

—¡¿Cuál es tu maldita excusa para esto, joder?! ¿Por qué tienes esas marcas en tu pecho?

Me acerqué a la puerta de mi habitación, saliendo tímidamente de ella. Ahí, sobre las escaleras, podía ver a mi madre con un pedazo de su camisa en la mano. Frente a ella, estaba mi padre enseñando medio cuerpo lleno de moretones pequeñitos. Estaba enfurecido. Le gritaba como nunca antes. Me quedé boquiabierta cuando le vi golpearla, diciéndole que le tenía harto.

Mis ojos se llenaron de lágrimas y un sollozo alarmó a quienes reñían. Mi padre fue el único en voltear a verme. Mi madre yacía tirada en el piso, sobándose la cara por el primer golpe.

—¿Rossette? —La voz gruesa de mi padre parecía extraña—. ¿Qué estás...? ¡Lárgate a dormir!

Me quedé echa piedra. ¿Cómo salir corriendo cuando la electricidad de la adrenalina había detenido mi cuerpo?

—¿Me estas escuchando? ¡Lárgate a tu cuarto!

—Rossette —Mi madre también me grito—. Metete a tu cuarto, ahora.

—Papá te esta… pegando.

Mi padre, al escucharme, deshizo su puño. Tomó sus cosas y, sin despedirse, salió de casa.

Esa fue la última vez que lo vi.

Fue así entonces como terminamos viviendo, solo mi madre y yo, en esa enorme casa. Mi padre no volvió a tocar el umbral de la puerta y dejó de comunicarse con nosotras. Los años pasaron y los problemas económicos llegaron. 

Mi madre no llegaba a casa y yo estaba todo el tiempo en el colegio. Llegaba para acostarme y cenar de vez en cuando. Sabía que la vida no era justa y por ello, no me quejaba con nadie. Guardaba mis lamentos para mí misma y terminé sin tener amigos por ello. El colegio era aburrido y monótono, así que tampoco me mataba por sacar buenas calificaciones. A mi madre parecía no interesarle, así que tampoco a mi me parecía importante.

¿Pero qué pasa cuando te malpasas tanto? Mi cuerpo no pudo soportar la carga y, un día, caí inconsciente en la cocina. Cuando desperté, las paredes cremas de la cocina se habían hecho tan blancas que lastimaban mis pupilas. Tragué saliva e intenté moverme, sentí tantos cables que me dolió moverme. 

—¿Rosse? —Reconocí aquella dulce voz.

—¿Mamá?

Giré mi cabeza hacía la derecha. Ahí, sobre una silla, estaba ella. Sus ojos tenían ojeras, creo que había llorado toda la noche.

—¿Dónde estoy?

—En el hospital cariño —Añadió con dulzura—. Te encontré media muerta en la cocina.

—Lo siento…

—No, no… no te disculpes. Lo bueno es que ya estás sana y salva. Le diré al doctor que ya has despertado. Quédate aquí mi amor.

Accedí con una leve sonrisa mientras me acomodaba en la camilla, que aunque grande, era muy incómoda. Escuché a mi madre reírse y, con un caminar lento, la puerta cerrarse tras de sí.

Era momento de investigar. Aunque no pudiese caminar, no pude evitar mirar fascinada aquel hospital. Las pinturas que colgaban en las paredes eran de lugares bellos o de payasos chistosos que me hacían reír. ¡Qué sitio tan más extraño! Creo que esta era la primera vez que entraba a un lugar tan blanco. Los cables que estaban conectados a mis brazos eran transparentes, podía observar el líquido que fluía tras ellos. El pitar de la maquina a mi lado también llamo mi atención. Mi corazón estaba como loco. “Pi, pi pi pi” Eso era lo que oía a gran velocidad. ¿Qué raro, no?

—¿Rossette Greene, no es cierto?

Mi cabeza se giró a la entrada; un señor alto y de gran de candado había entrado al recinto. Mi madre yacía junto con él, parecía feliz.

—¿Cómo estas pequeña?

—Bien doctor —Creí que era el médico al verle en bata blanca—. ¿Ya me puedo quitar esto? 

El enfermero rió.

—Ya pronto te podremos quitar los cables —contestó—, solo vamos a hacerte unos exámenes más y ya te podrás ir a jugar a tu casa.

Sonreí tímidamente. El muchacho no era para nada feo.

—Bien señora —Se dirigió a mi madre, quien me sonreía—. Vamos a hacerle unos exámenes de sangre a su hija solo para saber si ya está todo bien y poder darla de alta.

—Si señor, lo que sea.

—Firme aquí.

Mi madre hizo lo que le pedían y este, sonriendo, se acerco a mí.

—Te va a doler solo un poquito. Aguanta y te daré una paleta.

—¿Una paleta?

—¿No la quieres?

—¡Si, si la quiero!

—Ok, entonces aguanta.

No entendí a lo que se refería hasta que vi la jeringa tras su espalda. Mi rostro hizo una mueca, pero al final, llené los catetes que se necesitaban para hacer las pruebas.

—¡Bien! ¡Eres una niña valiente!

Sonreí mientras sollozaba un poquito. Era un enfermero guapo pero no tenía nada de tacto al poner inyecciones.

—Bueno señora, en una hora vendrá el Doctor Williams para darle los resultados, con su permiso.

Mi madre le agradeció y entonces, vino hacia mí. Me ayudó a abrir el empaque de la paleta y con gracia, la llevé a mi boca. No pude evitar sonreír ante el sabor tan curioso del dulce.

—Sabe chistoso.

—¿En serio? A ver, dame…

Le di un poco a probar, mi madre hizo una mueca chistosa, pero me dio un beso en el cachete para hacerme sonreír.

Esa hora la pasamos juntas, una hora que hacía mucho que no teníamos. Estuvo llena de juegos, pláticas y cuentos. Hasta me conto lo que hacía en su trabajo y las travesuras que le montaba a Antonio, uno de los muchachos que hacía su servicio social en la empresa.

—¡Y se le cayó el agua del susto!

—¡Pobrecito mamá!

—Disculpen la interrupción —Una voz se unió a nosotras, haciéndonos callar al instante—. Ya tenemos los resultados.

Mi madre se paró casi al instante al ver el rostro del doctor. Por alguna razón, su rostro se le había deformado. ¿Qué le pasaría?

—¿Cómo ha salido?

—Creo que preferiría que se lo diga fuera…

Mi madre se acercó al doctor con sumo nerviosismo. ¿Algo estaba mal?

—¿Mamá?

—Espérame aquí cielo.

Tragué saliva cuando les vi salir. A pesar de que ellos no recordaban, había una ventana que reflejaba sus cuerpos y el rostro del Doctor dándole una mala noticia.

Y eso lo pude saber porque aunque no podía leer sus labios, con cada palabra que el Doctor decía, el rostro de mi madre se hacía cada vez más amargo. Me sentí insegura cuando miré su rostro siendo tapado por sus manos. ¿Estaba llorando?

El doctor le dio el pequeño papel que tenía entre sus manos, para demostrarle algo que parecía estar mal en mí.

Mi madre dejó de llorar y sus labios se movieron. El doctor pareció sorprendido. ¿Qué es lo que le acababa de decir?

Los dos me miraron tras la ventana. Yo les sonreí. Mi madre no me regresó el gesto y volvió a mirar al doctor. ¿Había hecho algo malo?

Tras lo largo de cinco minutos pude verles hablar. Mi madre yacía con un rostro serio. El doctor parecía más desorientado que yo. No pude comprender realmente porque aquel señor dejó a mi madre sola y entró él mismo en la habitación.

—Hola pequeña.

—Hola doctor.

—¿Cómo te encuentras?

—Creo que bien —contesté algo preocupada—. ¿Qué le pasa a mi mamá?

—Ella… esta algo sorprendida.

—¿Sorprendida?

En ese instante entró mi madre con el papel en sus manos. Por alguna extraña razón, la manera en cómo me miraba ahora, había cambiado drásticamente.

—¿Mami, pasa algo?

—No pasa nada —contestó ella, secamente.

—¿Estas enojada? ¿Estoy muy enferma?

—No estás enferma —Mi madre habló para ella misma.

—¿Qué tengo?

—Estas sana —Intervino el doctor—. Tienes un poco de anemia, pero es todo. Te tomaras esto cada seis horas, ¿entendido?

El médico me dejó un pequeño frasco en las manos y, con una pequeña acaricia en mi cabello, se despidió de nosotras.

—¿Mami, que tienes? —Pregunté, una vez solas.

—Nada.

—¿Puedo ver el papel? 

Mi madre no dijo nada más y con un movimiento silencioso, me pasó la hoja que no tardé en agarrar. Fue chistoso y confuso ver aquella hoja. “Biometría hemática.” Era yo o es que esa palabra sonaba chistosa. Reí un poquito al ver tantos numeritos y siglas que para mi fueron indescriptibles. Mi madre, por otro lado, no sonreía. Tan solo me miraba.

—¡Mira mamá! Dice que soy del tipo AB+ —Comenté feliz—. ¿Tú que eres?

—A+

—¿Entonces papa es B y por eso soy AB?

—No —Mi madre me arrebató la hoja—. No deberías ser AB.

No entendí su comentario pero no pude preguntarle más. Salió disparada afuera de la habitación. Dejándome sola para la hora en que la enfermera llegó para desconectarme.

                                                           * * * 

Subimos al coche semi-descompuesto en silencio. El sonido del motor deshaciéndose me puso el cabello de puntas. Por alguna razón, sentía que mi madre estaba enojada y ahora, más que nunca, no quería ni preguntarle la razón. Podía saberlo también por su forma de conducir. Tan violenta y brusca, echando maldiciones a quien fuera el valiente de cerrarle el paso. Milagrosamente, llegamos sanas a casa, justo a las afueras de New York.

Creo que fue en ese momento cuando las cosas comenzaron a cambiar.

Ya no me saludaba como antes en las mañanas y muy a penas y se despedía de mí al irse al trabajo. Pude resentir el daño de algo malo que había hecho y que no sabía ni que era. Había veces en las que me armaba de valor para preguntarle, pero me interrumpía con una excusa como las que hacía mi padre cuando quería irse de casa. Había días en las que no llegaba y otras en las que entraba apestando a alcohol.

Esta situación se repitió por lo largo de dos semanas. Mi madre se enfocaba más al trabajo que venir a verme, podía sentirlo. Desde el hospital, ella me odiaba.

—Mamá —Me armé de valor un día en los que ella no había podido escaparse a la cantina—. ¿Está todo bien?

—Está todo bien —Contestó media ebria—. Come, se enfriara la sopa.

—¿Podría preguntarte algo?

Mi mama dio un sorbo a su cerveza, justo su séptima del día.

—¿Qué quieres?

—¿Hice algo malo? Creo que estas enojada conmigo.

—¿Enojada? —Se levantó de su asiento, casi tambaleándose—. ¿Enojada yo? ¿Por qué debería de estar enojada? ¿Yo?

Mi sexto sentido me alarmó a correr. Aunque pareciese estar de buen humor, su rostro reflejaba su ira contenida a punto de explotar.

—¿Enojada cariño? ¿Por qué debería de estar enojada?

Callé casi al instante, arrepentida de haber hablado.

—¡Contéstame!

—¿Mamá...?

—¡Anda! ¡Vuelve a decir que estoy enojada, hija de puta!

—Mamá… estás ebria, hablemos después.

—¡Ah no! ¿Querías verme enojada? —Tomó la cerveza de la mesa—. Ahora me verás enojada.

Mis ojos se abrieron de par en par y queriendo correr, intenté moverme. Mas sin embargo, recordé mi gran error. Mis piernas siempre se paralizaban en situaciones como esta. Mi madre seguía gritándome, yo temblaba como gelatina. Con el rabillo del ojo pude encontrarme con la cara de mi madre, que por tanto alcohol, parecía desfigurada.

Me sentí insegura y gritándole que se detuviera, pude sentir entonces el primer golpe.

—¿Detenerme? ¿¡Detenerme!? Eres igualita que tu padre y tu maldita madre.

Sin entenderla, le miré preguntándole por lo que acababa de decir. No podía entender por qué decía que mi madre era otra persona que ella. ¿Es que estaba muy borracha?

—¿De qué estás hablando? ¡Tú eres mi madre!

—Cállate desgraciada —Gritó, abofeteándome para que lo hiciese—. ¡Eres su maldita cría! Hija de puta ¡Desviviéndome por una niña de otra persona! Que pendejada...

—No entiendo ¿Por qué me pegas?

—Ya quiero que te mueras de ese puto cáncer que tienes.

Con esa confesión, mis ojos se llenaron de lágrimas. No entendía por qué decía que tenía esa enfermedad, pero lo que me dolía más eran sus palabras. Aquella mujer que me había dado la vida, ahora me negaba. ¿Por qué? ¿Qué significaba tener cáncer? ¿Es que realmente era tan malo?

—¿Me voy a morir?

—¿¡Que es que no me oíste, estúpida!? Si no mueres hoy, lo harás en seis meses.

Y con aquello, los golpes comenzaron. Mi madre estaba realmente borracha, así que no podía quitármela de encima. Además, con el alcohol, su cuerpo se había hecho más pesado de lo normal. Para una niña sin condición física de quince años, iba a ser imposible.

Me golpeó varias veces con las manos y otras, con las botellas que había vaciado. Todas terminaban rotas y esparciéndose por el suelo. No podía entender realmente que es lo que había pasado, pero mis sentidos gritaban para que luchase. Intenté arañarla con mis uñas o patearla para que me dejase ir y poder gatear por el piso embarrado de sangre, pero el último golpe que me dio con el plato de vidrio, terminó por desarmarme.

Con la sensación de mis fluidos escapándose por mi cabeza y mi cerebro palpitando al cien, mi mundo entonces se hizo negro. No pude sentir cuando me envolvió en la bolsa negra en la que medio desperté, pero cuando lo hice, sentí el frio más helado de mi existencia.

No podía moverme y podía sentir que pronto moriría. Pude escuchar a la lejanía como agua recorrería las calles. ¿Estaba lloviendo? Con las pocas fuerzas que tenía, intenté romper la bolsa.

Fue tan patético. Sabía yo misma que estaba por morirme. Agité mis manos por una última vez y entonces, escuché pasos acercarse. Lloré amargamente, pues aunque me encontrasen, yo ya iba a morirme.

Sentí como rompían la bolsa y, entre la oscuridad, aquellos ojos café castaño trozaban mi tristeza.

—Siento llegar tarde.

Parpadeé sin entenderle, pero agradeciendo que me encontrase en mi lecho de muerte, toqué su rostro helado y sonreí como pude. No podía hablar, pero intenté trasmitirle mi gratitud con lágrimas.

El chico, que con una tierna sonrisa me miraba, se acercó para besarme.

—No te preocupes —habló claro mientras se acercaba a mi cuello—.  Volverás a sonreír.

Y tras un manto rojo y un dolor agudo, mis ojos se hicieron tan oscuros como las avellanas, justo como los de Matthew, mi dueño vampiro. 

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