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3. La madre

La madre

(Marcus)

–Antes que nada, debo tranquilizaros—dijo fijando sus rasgados ojos grises en mí. –Si está con quien yo pienso... No corre peligro alguno. Está perfectamente, no me cabe duda. Sin embargo, la manera en la que se lo ha llevado, no me parece la correcta. Y por eso os necesito y deposito en vosotros mi plena confianza como en otras ocasiones—esta vez miró a Ben y a David que permanecían hombro con hombro.

–Si quiere que me tranquilice, diga de una vez quién lo tiene—apremié en estado de histeria. Esperaba con todas mis fuerzas que dijese ''Sera'' y me faltarían piernas para correr y arrancarle la cabeza de cuajo. Ciertamente, le tenía muchas ganas.

Noté como las pupilas de Ben se clavaron en mí como aguijones ante la osadía que tuve de interrumpir a su queridísimo líder. Aunque la verdad es que me daba completamente igual.

Sin embargo, mis palabras no parecieron molestar al señor Láng. Cogió aire, calmado, y nos barrió a todos los presentes con la mirada antes de seguir.

–Lo tiene su madre.

Automáticamente mostré una mueca de desconcierto absoluto, al igual que todos los que estábamos allí.

–¿Quién? –preguntó en voz baja Natalie a Zoe que también parecía en estado de confusión total. Estaba claro que sentíamos que nuestros oídos nos habían engañado, y no era posible que eso pasara en ninguno de nosotros y menos al mismo tiempo.

–Su madre está muerta—me animé a aclarar. Tal vez con el soponcio, las neuronas del padre de Sean habían comenzado a fallar.

–No lo está—dijo Wei Láng acomodándose en la cama. –Sean lo cree así, pero porque yo nunca se lo desmentí. Su madre está viva.

Sentí la imperiosa necesidad de sentarme, y casi lo hice a los pies de la cama donde reposaba mí suegro, aunque me contuve. John tenía la boca tan abierta, que de haber un pájaro en el cuarto, le habría anidado dentro.

Todos y cada uno de nosotros conocíamos la historia de la infancia de Sean y su gran trauma. Lo que decía ese hombre no podía ser posible.

–¿Entonces a quién mató Sean? –cuestionó oportunamente Ben, quitándome las palabras de la boca.

–Para eso os he reunido aquí. Para contaros lo que realmente pasó hace más de trescientos años. Creo que ya va siendo hora de que todo esto se sepa; de otro modo, jamás tendría la desfachatez de pediros ayuda.

Esa pareció ser la introducción necesaria para que nos quedásemos inmóviles y tiesos como columnas griegas, esperando asimilar todo lo interesante que el señor Láng nos tenía que contar. Sus iris se perdieron entonces en la distancia, al igual que el tono de su voz. Como si hubiera viajado muy atrás en el tiempo.

–Xia Bai y yo siempre fuimos grandes amigos desde niños. Nuestras familias convivían juntas, en casas contiguas, y por nuestra sangre corría la misma pureza de las razas de hombres lobo más antiguas. No era extraño que nuestros padres dieran por hecho que al alcanzar la edad apropiada nos casaríamos, y por fortuna, al desposarnos lo hicimos también por amor y no solo por complacerlos.

»Conocer a Xia era amarla en el acto. Te hacía quererla aún sin cruzar una palabra. Que pensaras en ella aunque simplemente la hubieses visto de forma fugaz. Ella lo era todo para mí. La felicidad llenaba cada pared de nuestra casa y la de nuestros padres, al menos, hasta que algo cambió las cosas.

»Nunca supe de qué modo; porque había sido en mi forma lupina, pero fui capturado. Quisieron que vinculase con un humano pudiente, y que fuera su esclavo como muchos de mis congéneres lo habían sido durante años. Pero yo no era como los demás. Tuve la capacidad y fuerza de revelarme, de escapar y de hacer que otros como yo huyeran de tan desgraciado destino. Y aunque no negaré que mucha sangre fue derramada por el camino, no me arrepiento de haber conseguido la tan preciada libertad.

»Libre pude volver a casa, con Xia y con mi familia. Pero mi esposa ya no era como la recordaba. Xia tenía miedo. Se había vuelto desconfiada. Los humanos la aterrorizaban y lo más grave de todo, es que empezó a rechazar su propia naturaleza.

»Odiaba convertirse en lobo cada noche. Odiaba sucumbir al influjo de la luna. En definitiva, odiaba no ser normal. Quería poder pasar desapercibida entre la gente. No soportaba tener que vivir con temor a que la capturasen. Su obsesión fue creciendo con los años, y antes de que me pudiera dar cuenta, se había puesto a jugar con la brujería.

»Descubrí entre sus pertenencias extraños mejunjes. Huesos y sangre de animales que usaba en sus extraños rituales. Pasaba horas y horas en compañía de misteriosas mujeres y aprendiendo lo que erróneamente confundí con simples cánticos. Xia buscaba desesperadamente una cura para la licantropía y eso sólo lo supe cuando le supliqué que tuviéramos un hijo.

»Se negó. Durante años. Según ella no quería traer al mundo una criatura con nuestra misma maldición. ''Maldición''... En mi familia y en la de Xia, al igual que muchas otras que eran puras, estábamos orgullosos de lo que éramos. Seres excepcionales, fuertes y magníficos. Así me habían educado a mí y así intenté educar a Sean cuando Xia quedó embarazada de forma inesperada.

»El embarazo la alteró. Pasaba más tiempo fuera de casa. Más tiempo con esas mujeres. Y más tiempo con las pócimas tan raras. Buscaba la cura a marchas forzadas y sentía que perdía la oportunidad de conseguirlo antes de que naciera el bebé.

Las mejillas del señor Láng iban recuperando su color a medida que avanzaba la historia. Todos permanecíamos absortos, como si estuviéramos viendo en el cine la mejor película de nuestras vidas.

–Todavía lamento profundamente lo que hice, pero realmente estaba asustado—dijo dolido y continuó. –El vientre de Xia estaba bastante abultado ya por aquel entonces y recuerdo que cada vez que sentía al bebé dar patadas todos en aquella casa nos entusiasmábamos. Siempre que nos lo permitía no la dejábamos ni un momento a solas por si necesitaba algo. Yo personalmente, no quería perderme nada. Y aún me acuerdo como si fuera ayer de que esa mañana desperté y lo primero que hice fue ir a su habitación para verla.

»Nunca olvidaré su cuerpo desnudo, sentada a ras del suelo. El cabello lacio, pero ligeramente despeinado. Aquella sustancia que olía a sangre, tierra y azufre y que estaba en el cuenco que ella sostenía casi vacío en la mano, mientras con el dorso de la otra se limpiaba los labios. Me miró como si no la hubiese pillado haciendo nada malo. Como si lo del cuenco fuera agua y no una de esas mezclas raras que ni quería pensar para qué servían.

»Recuerdo enfadarme. Recuerdo ponerla en pie sujetándola por los hombros. Recuerdo recriminarle muchas cosas. Pero lo peor de todo fue delatarle ante mis padres. Ante los suyos. La miraron con desprecio. Sobre todo su padre, que al igual que el mío, vivía bajo la idea de que ser un licántropo era lo mejor del mundo.

»Mi relación con Xia se volvió fría como el hielo, puesto que no me perdonaba lo que había hecho. Sin embargo, yo siempre creí, al menos al principio, que lo que hice estuvo bien. Debía proteger a mi familia. Las pociones. La magia oscura. El camino que estaba siguiendo no era el correcto, y confiaba en que el nacimiento de nuestro bebé la hiciera volver a ser la de antes. Pero me equivocaba. Sean nació poco después y ella, con sus palabras, dejaba bien claro que haría lo que fuera por salvarle del castigo que la naturaleza le había impuesto en contra de su voluntad.

»Mis padres, los suyos y otros de edades similares se reunieron. Tomaron decisiones y la desterraron. Sus padres renegaron de ella. Nuestros amigos. Mis padres... Y yo. Con un bebé recién nacido en los brazos dejé que la echaran de la comuna. Xia luchó. Chilló. Nos maldijo a todos infinidad de veces. Sus lágrimas todavía las recuerdo rasgando mi alma. Gritaba el nombre de su hijo con toda la fuerza que tenía en sus entrañas, que era mucha. Finalmente me amenazó a mi, su marido. El que no había movido un dedo por defenderla. Y mientras se la llevaban me juró a voces que me lo haría pagar.

»No pasó mucho para que mi familia y la suya nos fuéramos de allí. A otro lugar donde intenté llevar una vida lo más normal posible por mi hijo. Pero como ya sabéis, en los niños como Sean el lobo no despierta hasta cierta edad. Yo cada noche me encerraba, al igual que todos los miembros de mi familia. Aunque Sean no podía quedarse sólo, era demasiado joven para eso, y una mujer de la aldea se ocupaba de él cuando yo no podía hacerlo. Sean pronto le cogió cariño y llegó a pensar que era su madre. Le seguí el juego por su juventud. Todavía ni yo había superado lo de Xia y no me sentía capaz de explicarle las cosas tal y como eran.

–Entonces Sean no mató a su madre, sino a la mujer que le cuidaba—dije yo viendo por fin con claridad a donde nos llevaba todo el relato.

Wei Láng asintió.

–Era una pobre mujer de buen corazón. Nunca me molestó que Sean se encariñara con ella y lamenté mucho su muerte y la forma en la que tuvo lugar...

Hubo unos instantes de silencio. Sopesábamos las palabras escuchadas y la importancia que estas tenían. Pensé en Sean y en cuando me contó su traumatizante pasado. Esa era la razón por la cual nunca se había relacionado demasiado con la gente. Por la que se había prohibido amar a nadie. Por la que tenía miedo de si mismo. E inevitablemente, una inmensa rabia se apoderó de mi. Un coraje que me provocaba el señor Láng.

–Fue culpa suya que Sean pensara que era un asesino todo este tiempo. Mató a esa mujer, sí. Pero no era su propia madre. Eso lo destrozó por dentro.

–Ya lo sé, Marcus. Y no hay día en que no me arrepienta por no habérselo dicho antes. Pero tenía miedo. Si Sean descubría la verdad me odiaría y la buscaría.

–Ya la ha buscado, ¿no? Eso es lo que pasa. Por eso sabe que Sean está con ella—añadí molesto. Tenía muchas ganas de pegarle un puñetazo en la cara.

–Pienso que está con ella, porque hace unas horas Xia se presentó aquí y me dijo que lo había encontrado y que me lo arrebataría.

Eso resonó en mi cabeza como una piedra cayendo en el fondo de un pozo.

–Entonces sólo hay que buscar a esa mujer. A su madre. Y encontraremos a Sean—dijo David con seguridad. Natalie; que ahora que me fijaba seguía en su línea colorida con una peluca arcoíris con rizos y mucha purpurina, asintió con entusiasmo.

–Si Sean está voluntariamente con su madre, no hay nada que hacer—comentó Ben apoyándose en la puerta del armario y cruzándose de brazos.

–Sean no se ha ido voluntariamente—aclaré. –Si hubiera elegido irse con su madre, me lo habría dicho.

–¿Entonces qué piensas?¿Que su propia madre lo ha secuestrado? –Zoe apoyó las manos en sus caderas, como si hiciera una pose.

–¡No lo sé!¡Pero de otro modo, Sean me habría llamado!

–O aprovechó esta situación para librarse de ti.

–¡Ben! –intervino John incrédulo.

–Que te jodan—dije cabreado, y de no ser porque Natalie se puso en medio, habría podido llegar hasta Ben y golpearle.

–¡Sean no se ha ido! –el señor Láng alzó la voz y toda mi furia con Ben se disipó al instante. –Xia me lo dejó bien claro esta mañana. Me lo iba a arrebatar. Me haría sufrir y odiarla. Me lo iba a quitar de la peor forma posible. No le hará daño, porque es lo que más quiere en este mundo. Pero a mi es a quien más odia. Necesito saber dónde lo tiene. Si sigue en la ciudad o se lo ha llevado lejos. Necesito hablar con mí hijo—con lentitud se puso en pie, parecía haber recuperado fuerzas por fin. –Tengo que pedirle perdón a Sean...

–A mi no tiene que pedirme que lo busque para que lo haga—dije convencido.

–Ni a mi, señor Láng—añadió John compungido. Ben le puso la mano en el hombro a su chico y asintió.

–Haríamos cualquier cosa por usted, señor—dijo David.

Solamente Nick se quedó en el dormitorio cuando los demás salimos en tropel por el pasillo.

–No va a ser fácil—dijo Ben que encabezaba la marcha hacia las escaleras y sacaba la cajetilla de tabaco de su bolsillo. –Ya habéis oído al señor Láng. Su esposa es una bruja. Y las brujas... Son peligrosas.

–Me da igual lo que sea esa mujer. Tiene algo mío y me lo tiene que devolver—dije con seguridad y una mano de Natalie se enlazó con la mía.

–Las brujas no se dejan encontrar si no lo desean—añadió Zoe.

–Y si quieres encontrar una, ya sabéis lo que toca—continuó Ben con el cigarrillo bailándole entre los labios todavía apagado.

«Las Cloacas»

Ben tenía razón. Las pocas brujas, adivinas o lo que fuera que yo había visto en mi corta vida como vampiro había sido en aquel infecto lugar. La zalamera que me había leído la mano. Y la bruja cambiante del puesto que me había dado un trébol de cuatro hojas.

Detuve mis pasos, haciendo que Nat se detuviera también en mitad de los escalones.

–La bruja de los espejismos—dije y miré a mi amiga. –La media luna de su mano.

–¿Qué bruja?

–La que marcó a Sean en la palma de la mano izquierda. La media luna. Esta mañana, cuando hablé con Sean por teléfono, él sintió un pinchazo. Nos lo tomamos a risa, pero ahora que ha desaparecido, ya no tiene tanta gracia.

–Entonces deberíamos encontrar a esa hechicera. ¿Recuerdas dónde estaba su puesto?

Claro que lo recordaba. Perfectamente. Aunque antes hice a los chicos que me acompañaran a casa donde tenía el trébol de cuatro hojas que ella me había ofrecido. Prefería llevarlo encima por si las moscas. Y una vez con la hoja de la suerte en el bolsillo fuimos a Las Cloacas sin más paréntesis.

David aparcó donde le pareció conveniente y nos adentramos por las callejuelas que hacía meses que no pisaba. Ben y David iban discretamente armados y yo con la capucha de la sudadera puesta para evitar a los vampiros de la zona.

Había más gente que la última vez que habíamos ido a aquel lugar. Muchos se decían cosas a gritos y se apretujaban en los pequeños puestos donde se anunciaban suculentas ofertas de productos raros. Se escuchaba una melodía disonante provenir de alguna parte. Y nada de lo que veía me recordaba a ninguna tiendecilla o camino del pasado. Aún así andamos bastante. Giramos varias esquinas. Esquivamos un par de videntes y cuando casi nos dábamos por vencidos al estar haciéndose tarde para los licántropos, la encontramos.

La mujer de cabellos castaños, ojos verdosos y voz dulce. No había nadie comprando en su puesto, pero ella estaba ocupada vertiendo un líquido púrpura en un frasco tallado con forma de corazón al otro lado del mostrador.

–¿Se acuerda de mi? –pregunté mientras me bajaba la capucha para llamar su atención.

La bruja me miró, asintió, y siguió a lo suyo.

–Necesito que me ayude.

Ben y David se colocaron a mi espalda, pero noté que mantenían cierta distancia con la hechicera.

–Llevas mi trébol encima. ¿No es suficiente ayuda? –por fin había terminado de llenar el frasco, lo cerró con un tapón de corcho y lo puso en un estante junto a otros de colores y formas varias.

–La luna que grabó en la mano de mi novio, ¿qué era?

–Un amuleto para protegerle—reconoció sin rodeos.

–¿Y por qué quiso un cabello suyo a cambio del trébol?

–Porque no me lo daría a cambio de nada, ¿cierto? –la bruja parecía divertirse. Con los dedos jugueteando con las diferentes hierbas olorosas que colgaban a los lados de los estantes.

–Yo quería el trébol. No él.

–¿Por qué no me preguntaste esas cosas aquel día?

–Porque mi novio ha desaparecido por culpa de una bruja, y necesito saber qué hay detrás de todo esto.

La mujer mostró una amplia sonrisa que me recordó al gato de Cheshire, mostrando todos sus blancos y perfectos dientes.

–Buscaba a un hombre lobo. No muchos se acercan a mi tienda y vuestra llegada fue un golpe de suerte. Le pedí un cabello y lo guardé dentro de la media luna de plata que os mostré. Con ese cabello comprobé que era quien buscaba, y le hice un regalo en nuestro reencuentro...

–¿Por qué buscabas a un hombre lobo? –sabía la respuesta, pero aún así, no pude evitarlo.

–Las brujas nos ayudamos entre nosotras. Y muchos años hace que tu novio era buscado.

–Tú ayudaste a la madre de Sean... –musitó Ben conteniéndose, seguro que para no sacar el arma.

–¿Sean? –ella parecía extrañarse al escuchar ese nombre, pero no le tomé demasiada importancia.

–Esa media luna de su mano no sólo le protege. Le ayudó a localizarlo—dije con seguridad. La bruja se limitó a asentir, complacida.

–Pues ayúdanos a encontrarle. El señor Láng te pagará lo que le pidas—dijo David dando un paso al frente.

–No quiero nada de ese hombre—se le tensaron los hombros y el tono de su voz se volvió áspero.

–Por favor... –iba a suplicar a aquella mujer de rodillas si fuera necesario, pero Ben me interrumpió.

–No sacaremos nada de ella. Debemos irnos.

Ambos dieron media vuelta, conscientes de que pronto el cielo oscurecería y saldría la luna. Me intrigaba saber de qué sería capaz aquella bruja cuando dos hombres lobo enormes se abalanzaran sobre su cuello, pero era algo que no podría comprobar.

Subí a la furgoneta completamente derrotado. Apoyé la espalda contra la carrocería de la parte trasera, abracé mis propias piernas y hundí la cabeza entre las rodillas.

–No te preocupes, Marcus—dijo David amable. Ben había bajado la ventanilla y el humo de su tabaco se acumulaba donde estaba yo por culpa del viento. –Volveremos mañana. Ben es el mejor encontrando cosas.

–Sean no es una cosa—dijo este, aunque un poco pagado de si mismo por el halago.

–Pero no se te resiste nada, admítelo.

–Traeré a Natalie y a John. Tienen más encanto personal para sacar información que yo.

No repliqué. Estaba totalmente de acuerdo. A mi parecer, Ben no sólo carecía de atractivo y simpatía, sino que era más insoportable que un pez candirú en el pene.

Me dejaron en mi casa y ni saludé al pobre portero cuando crucé las puertas del edificio y me adentré con prisa en el ascensor.

Gokû dio un salto sobre la mesita de centro al pasar por su lado. Nada más entrar en el salón, había sentido la imperiosa necesidad de salir al balcón porque no soportaba estar dentro de esas cuatro paredes que se me antojaban demasiado estrechas. Sujetándome a la barandilla antes de caer de rodillas al suelo y empezar a llorar. Sacando fuera lo que había estado conteniendo desde la terrible noticia de que Sean había desaparecido.

Me sentía estúpido. Sean estaba bien. No estaría herido, ni muerto. Simplemente estaba en alguna parte con su madre, una bruja que se había embarcado en una venganza ciega y a la que no le importaban en absoluto los daños colaterales.

Saqué el teléfono de mi bolsillo y contemplé la pantalla. Rezando a quien pudiera escucharme para que sonara. Y que fuera él quien estuviera al otro lado de la línea.

No sé cuanto tiempo estuve allí, en el suelo. Ni cuándo me había apoyado contra la barandilla mirando hacia el interior de la casa vacía; salvo por mi gato y la asistenta invisible. La lluvia me empapó la ropa y el cabello durante la madrugada, aunque poco me importó. Y sentado en el balcón, vi salir el sol del nuevo día.

Me puse en pie sin ganas. La ropa aún la tenía húmeda, y era incómodo llevarla puesta, así que me dirigí al cuarto de baño, dejando tras de mi un reguero de prendas por las escaleras y el suelo del dormitorio.

Completamente desnudo, me miré la cara en el espejo que estaba sobre el lavabo. Aunque la imagen que me devolvía el reflejo, no era la mía. Sino la de Alexander. Con mis gafas de pasta y mi camiseta roja; lo mismo que llevaba la última vez que lo había visto. Con una sonrisa socarrona de triunfo e imitando mi postura, con las manos a ambos lados de la pila.

Desde que había recibido su llamada, en ocasiones, era su imagen la que veía en los espejos cuando me miraba. La despreciable mitad de un todo. Mi hermano, el que todavía andaba por alguna parte haciendo ve tú a saber qué, y el que, estaba segurísimo, se alegraría más que nadie de mi desdicha.

Pero Alexander estaba de suerte. Esta vez no iría a por él. Esta vez tendría que esperar.

Continuará...

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