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2. La desaparición

La desaparición

(Marcus)

Me incorporé levemente apoyándome en el codo y miré hacia el suelo, sin poder evitar sonreír. Allí estaba Sean. Como siempre. Dormido junto a mi cuerpo en el sofá.

Me quité los auriculares que aún tenía mal puestos en las orejas y me levanté despertando a Gokû en el proceso, que había estado hecho un ovillo en el apoyabrazos. Por estar jugando hasta tarde con los videojuegos me había quedado traspuesto en el salón y no en el dormitorio; así que cogí al durmiente Sean en brazos y lo llevé al piso superior para tumbarlo en la cama. Donde no solo estaría más cómodo, sino que oiría el despertador y podría ir a la ducha con rapidez como tenía la costumbre. Le cubrí con la sábana hasta los hombros y bajé a la cocina.

Las últimas semanas le había cogido el gusto a la cocina. Gusto que nunca había tenido porque achicharraba incluso el agua. Pero saber cocinar por Sean era agradable. Ya que él me daba de comer a mi, pensé que lo justo era devolverle el favor; y aprenderme con tanta facilidad las recetas de todos los libros que había visto en la cocina de la mansión Láng era una ventaja que debía aprovechar.

Huevos revueltos. Beicon frito. Tostadas. Café... Fui poniendo todo sobre la mesa y grité un animado buenos días en cuanto escuché las carcajadas de Krusty el payaso procedentes del despertador.

Mientras subía nuevamente los escalones, oí los dedos del adormilado Sean tanteando la mesilla de noche y pulsando el botón para apagar aquellas risas que no le gustaban en absoluto.

–Te he hecho el desayuno y se va a enfriar—dije inclinándome sobre él y robándole un beso.

–Me mimas demasiado—comentó sonriendo por mi gesto y sin abrir todavía los ojos.

Tenía que obligarle a levantarse, así que volví a besarle esta vez en el cuello y también sobre la clavícula. Mis manos se desplazaron por cuenta propia al borde de la sábana, y estaba dispuesto a borrarla de la ecuación. Sin embargo, Sean no me lo permitió.

–Si hacemos eso, sí que se enfría el desayuno—dijo divertido incorporándose.

Hice un puchero, pero tenía razón.

–Tengo consulta a primera hora. Hoy no debería llegar tarde. Quiero encargarme de ese pobre perro—añadió. Entonces me dio un fugaz beso en los labios y se fue al cuarto de baño.

Bajé las escaleras desganado. Seguía sin llevar muy bien que Sean se fuera a trabajar y quedarme solo en casa. Me parecía mentira que tiempo atrás no concibiese mi vida sin la soledad que la caracterizaba.

Salí al balcón para echarle un vistazo a la ciudad y me fijé en que el cielo estaba de un gris oscuro. Hacía un viento frío y húmedo. Sean tendría que llevarse un paraguas o le pillaría la lluvia de camino al trabajo.

–¿Desayunamos juntos? –preguntó ya en la sala vistiendo sólo un pantalón negro. No se pondría la camisa y la corbata hasta que no desayunara, para no mancharse.

Fuimos a la cocina y se sentó donde acostumbraba.

–Tiene buena pinta. Muchas gracias—dijo y me besó en la mejilla aprovechando que ya había ocupado mi asiento a su lado.

–No me lo agradezcas. Trae... –dije y le tomé del brazo izquierdo con plena confianza. Le hice el corte habitual en la muñeca con la uña y me llevé la herida a la boca.

Sean me miró alzando una ceja.

–Haces lo que sea para intimar ¿no? –dijo pinchando con el tenedor un poco de los huevos revueltos.

–Querías que desayunáramos juntos—respondí contra la piel de su brazo y seguí a lo mío.

–Te he dado varias veces de mi sangre y está empaquetada en la nevera. Hay unas seis bolsas. ¿No son suficientes para ti?

–Dijiste que eran por si me entra hambre y tú no estás en casa. Ahora sí estás. Y además, todo sabe mejor cuando bebes directamente del tetra brik.

–Tienes razón—concluyó cogiendo una tira de beicon con los dedos.

En cuanto terminamos le seguí al salón. En el respaldo del sofá tenía la camisa blanca y la chaqueta. Yo cogí la corbata dispuesto a anudársela con maestría.

–Benditos tutoriales de Youtube—comenté divertido cuando me cercioré de que se la había dejado perfectamente atada y recta.

–Eres el mejor—dijo adecentando su chaqueta que le sentaba como un guante, todo hay que decirlo. Yo sonreí como un tontaina. Se me caía la baba con cada gesto de su cuerpo o cualquier palabra que salía de su boca. Tan embobado estaba, que ni me di cuenta de que se había acercado a mi y me besó con dulzura. –Te quiero, Marcus—susurró.

Curiosamente, cada día que pasaba, esas palabras ejercían más y más poder sobre mi. Sentía que cuando las decía, yo me inflaba como un globo de helio que podría llegar flotando al techo.

–Yo te quiero más—pronuncié en su mismo tono suave. Uniendo mi frente a la suya.

–Imposible. Eso es imposible—rió.

–No lo es.

–Claro que sí. Yo te quiero más, y lo sabes—entre risas se apartó de mi y subió las escaleras hacia el dormitorio.

–Eso no es cierto, pero no quiero discutir. Lo dejamos en empate, ¿vale? –pregunté mirando hacia el piso superior, esperando que de un momento a otro su cabeza apareciera por encima de la barandilla. –Te empate mucho, Sean.

Le escuché soltar unas carcajadas y bajó con prisa los escalones. Llevaba su maletín en la mano y se había puesto un reloj plateado en la muñeca de la que minutos antes yo me había alimentado.

–¿Así será a partir de ahora?¿Empate es la palabra clave?

–Sí. Empate. Ni para ti, ni para mi. Iguales–secundé.

Sean pareció sopesarlo un poco, pero sonrió.

–Pues yo también te empate mucho—me volvió a besar con rapidez y fue hacia la puerta.

–No te quedes más de lo necesario. Te quiero de vuelta pronto—dije tendiéndole un paraguas.

–Por supuesto. Hasta luego—respondió cerrando la puerta tras de si y dejando en la sala impregnado su perfume.

Cuando escuché las puertas del ascensor cerrarse, caminé apesadumbrado hacia el sofá, y me dejé caer cuan largo era sobre la superficie. Definitivamente, no soportaba que Sean se fuera y quedarme solo. Me reprendía mentalmente por echarle tanto de menos a pesar de que se acababa de marchar de la casa. No tenía explicación alguna para ello. Jamás me había sentido tan unido a nadie, ni siquiera a Alexander. Y temía que si en algún desgraciado momento llegábamos a romper nuestra relación, yo no fuese capaz de soportarlo.

Sacudí la cabeza para desechar esos pensamientos y cogí el mando de la televisión que estaba sobre la mesita de centro. Escuchaba a la asistenta fregar los platos en la cocina, pero aún me incomodaba que ella fuera un incorpóreo fantasma y que, además, viviera bajo nuestro techo permanentemente. Decidí ignorarla, pulsé el botón de encendido e hice zapping durante un rato considerable hasta que sonó mi teléfono, también sobre la mesita.

Descolgué la vídeollamada y al otro lado de la pantalla me encontré con Kyle. Con su cabello pelirrojo despeinado y los regordetes cachetes sonrojados. Algo me decía que acababa de jugar una partida que lo había alterado.

–¿Qué te pasó anoche?

–Me quedé frito—admití.

–Sólo fui al cuarto de baño.

–Y tardaste mucho.

–Veinte minutos a lo sumo.

–Demasiado... –me senté de forma nada elegante en el sofá, apoyando las piernas cruzadas sobre la mesa. Observando mis pantuflas como si fueran lo más interesante del universo.

–Te fuiste en el peor momento. Después me mataron. Tuve que jugar con Jim y sabes que es un manta—recriminó. Aunque sabía que no estaba enfadado. Kyle intentaba parecer aterrador cuando daba sus sermones, pero era tan inofensivo como un oso de peluche.

–Lo siento.

Me miró unos segundos, pero entonces cambió su semblante.

–No debí comerme aquel bocadillo de albóndigas.

–Fue un error.

Me removí en el asiento y saqué el mando a distancia de debajo de mi trasero. Apagué la televisión, y cuando iba a dejar de nuevo el control remoto sobre la mesa, me fijé en una de las fotografías polaroid que había encima, cerca de mis pies. La que estaba rodeada por un marco de color amarillo limón. Entre la del marco rosa y la del marco azul eléctrico.

No pude evitar esbozar una melancólica sonrisa al contemplar la foto. Era una simple selfie mía y de Sean. Yo sostenía la cámara, mientras él sujetaba a Gokû de sus patas delanteras como si fueran pequeñas manitas, y mantenía al gato en alto haciendo que la cabeza del minino quedara muy cerca de su barbilla. Sean llevaba una gorra desgastada del revés y sacaba la lengua. Yo, sin embargo, bizqueaba los ojos y torcía la boca.

Era una chorrada de foto. La menos seria de las tres que habían sobre la mesa. Ni siquiera salíamos del todo bien porque la imagen estaba algo movida. Pero de repente, me pareció perfecta.

–¿Qué miras con tanto interés? –preguntó Kyle, del que reconozco que me había olvidado por completo a pesar de que seguía sujetando el teléfono móvil a la altura de mi rostro.

–Kyle... ¿vendrías en Halloween a casa?¿Tienes planes?

Se mostró sorprendido, como si yo hubiera dicho algo inconcebible.

–¿Planes?¿WillyelSupremo? Sabes que no.

–¿Entonces cuento contigo?

–¿Para qué?

–Es el cumpleaños de Sean. Debería hacer algo. Una especie de fiesta a la hora del almuerzo... No sé. Algo divertido antes de que se convierta en Michael J. Fox en De pelo en pecho, pero una versión sangrienta y para mayores de dieciocho años.

Kyle perdió algo de color en las mejillas.

–¿Quién más irá?

–Invitaré a algunos de sus amigos. Te caerán bien, no te preocupes. Salvo Ben. Pasa de Ben.

–¿Habrá chicas? –cuestionó con voz temblorosa.

–Algunas.

–Marcus, sabes que no se me da bien relacionarme con chicas en la vida real—dijo nervioso antes de que yo terminara mi respuesta.

–Tranqui. Una tiene novio y te ignorará. A la otra... No la podrás ignorar. Pero son simpáticas—añadí con una sonrisa forzada.

–No sé...

–Vamos Kyle, Sean es tu colega, ¿no?

Suspiró derrotado y supe que lo tenía en el bote.

–Está bien. ¿Llevo algo? ¿Qué puedo regalarle?

El regalo.

Saber que el cumpleaños de mi novio era el mismísimo día de Halloween hizo que me planteara muchas cosas. Regalos de broma. Regalos terroríficos. O, ya que estaba en una relación seria por primera vez en mi vida que, además, por ahora iba viento en popa y con unos sentimientos bastante profundos; algo que Sean pudiera necesitar o que le gustase.

Por obvias razones descarté lo de la necesidad, porque él tenía todo lo que se le antojaba cuando lo deseaba. Así que debía ser un detalle bonito. Algo serio que le demostrara cuánto le quería y lo mucho que me importaba.

Y por eso, yo había comprado unos colgantes, pero no unos cualquiera, sino unos que nos representaran. A él y a mi. Dos idénticos, para llevarlos ambos al cuello. Unos afilados colmillos rodeando un pentáculo que en su interior mostraba una luna creciente. Todo, cadena incluida, de reluciente oro blanco, porque era perfectamente conocedor de que la plata dañaba a los hombres lobo en cualquiera de sus formas.

–Olvida el regalo, Kyle. Ven tú.

–¿Con disfraz o sin?

–Como te apetezca.

Entonces escuché un pitido en el teléfono que me anunciaba otra llamada entrante.

–Tengo que colgar, Kyle. Te veo en Halloween. Adiós—le dejé con la palabra en la boca y respondí. Esta vez se trataba de una llamada tradicional y era Sean el que me habló.

–Marcus, cambio de planes. Acabo de hablar con mi padre y está raro... Me parece que sería buena idea pasar a verle esta tarde. ¿Te importa que vayamos?

–No, claro. Vamos.

–Si quieres puedes ir tú antes. Yo iré directo desde el curro, ¿vale? ¡Maldita sea!

–¿Qué te pasa? No me digas que has pisado un charco—pregunté mirando hacia el ventanal y viendo como llovía en el exterior.

–No... ¿Sabes la media luna de mi mano?¿La que me marcó aquella bruja? Acabo de sentir un fuerte pinchazo justo ahí. Como si me hubieran clavado una aguja a mala leche.

–Quizás es que la bruja está pensando en ti—bromeé.

–Espero que no—continuó mi broma, soltando una risilla. –Marcus, empate, pero tengo que dejarte. Ya casi llego.

–Empate, Sean. Te veo luego en casa de tu padre.

–Hasta entonces.

Lo cierto es que visitar al padre de Sean no es que me hiciera mucha ilusión, porque aunque sabía que me toleraba más que antes, también era consciente de que seguía sin hacerle demasiada gracia que su hijo anduviera conmigo. Sin embargo, sí me apetecía ir a la mansión para ver a mis amigos. Al menos a John y Natalie, a los que consideraba como tal. David y Zoe eran amables, incluso Josh se mostraba simpático conmigo, pero Ben...

A quien pretendo engañar. Con Ben he podido llegar a pasármelo mejor que con ninguno. Sobre todo al ver sus diferentes expresiones de desprecio cada vez que me fulmina con una mirada de las suyas o al responderle a cualquiera de sus comentarios despectivos. Sin lugar a dudas, para mí, y sin quererlo, se había convertido en el más divertido de todos.

Me puse una sudadera mas por la lluvia que por el frío. Unos holgados pantalones de chándal y unas deportivas y salí a la calle con la capucha cubriéndome la cabeza. Caía un suave sirimiri cuando crucé la puerta del portal, pero oculté mi rostro para evitar que me reconocieran.

Desde que había matado a Elías en el jardín de la mansión Láng, si me cruzaba con algún vampiro por las calles, se dedicaba a intentar amedrentarme. Buscaban pelea con el fin de matarme. Y todo porque, estaba convencido, Sera había puesto precio a mi cabeza. Y aunque no había vuelto a pisar Las Cloacas desde nuestra incursión en el nido, me había hecho a la idea de que en las paredes de sus callejuelas habían pegado carteles con mi foto y un ''Se busca'' al pie de la página.

Cogí un taxi que en unos minutos me dejó en la mansión, y tras pasar por la verja de entrada que me abrieron los vigilantes, vislumbré a Ben y al señor Láng.

Me tomé mi tiempo para llegar hasta la puerta, aunque no pude evitar escuchar a Ben hablar de mi y tuve que participar en su conversación que parecía algo seria.

–No tengo el teléfono de ese... de Marcus.

–¿Qué ibas a decir de mi, imbécil?

Ben me miró con desdén.

–Grandísimo capullo, encima tienes la maldita suerte de aparecer en el momento justo—le escuché decir. Sin embargo no le pude responder. El señor Láng se acercó a mi con pasos apresurados y cara de haber visto un fantasma.

–¿Dónde está Sean?

–En el trabajo. Me dijo que nos veríamos aquí y me pidió que viniera–me resultó extraño responderle eso. Se suponía que Sean había hablado con su padre antes que conmigo.

–¿Cuándo habló contigo? –alterado, me sujetó por los hombros con fuerza.

–Pues... según me comentó, acababa de hablar con usted. Me dijo muy poco. Debía atender una consulta a primera hora. ¿Por qué?

El señor Láng me dejó allí plantado y se dirigió a Ben.

–Dile a David que vamos a salir. Le quiero en mi coche en cinco minutos.

Algo no andaba nada bien. Lo presentía. Y el señor Láng no dejó de esquivar mis preguntas en el interior de la mansión, de camino al coche e incluso dentro de este. «¿Sean tendría problemas?¿Se habría metido en algún lío?¿Por qué íbamos a buscarle a su clínica?»

– Sólo dígame si Sean está bien. No me diga lo que está pasando si no quiere. Pero hábleme de Sean. Dígame eso al menos—dije apretando con tanta fuerza los dedos sobre mis rodillas que sentía como las uñas se me clavaban en la piel a pesar de la tela del pantalón.

–No puedo decirte algo que todavía no sé.

«Mentiroso. Debe saber alguna cosa que los demás no sabemos. Por eso está tan intranquilo.»

No volvimos a dirigirnos la palabra en lo que restó de camino, y cuando David aparcó, el señor Láng se bajó del vehículo con tanta prisa, que antes de haberme bajado yo, ya él estaba cruzando la entrada del local.

Creí haber visto un perro de color oscuro cerca de mis pies cuando me acerqué a la espalda del señor Láng, justo a tiempo para escuchar como una chica le decía que Sean aún no había llegado.

Yo sentí como si mi estómago hubiera dado una voltereta.

–Eso es imposible, señorita—dijo el señor Láng aparentando una calma que evidentemente no sentía. Escuchaba su frenético corazón latir con fuerza contra sus costillas.

–Sean salió hace un rato de casa. Tal vez no le vio entrar—añadí yo. Percibí el ligero aroma del tabaco que desprendía la ropa de Ben, por lo que supuse que él estaba detrás de mi.

–Lamento decirles que yo abrí la clínica a primera hora y que llevo aquí desde entonces. No he visto pasar al doctor Láng, pero si es muy urgente, puedo avisar a otro veterinario.

No sé cómo pude contenerme y no saltar por encima del mostrador y enganchar a aquella chica de los pelos color zanahoria.

–Sean es mi hijo—aclaró el señor Láng con un hilo de voz.

De pronto, Wei Láng me pareció un hombre enfermo. Su piel cobró un tono blanquecino nada saludable, se le tensó la mandíbula y como si no pudiera mantenerse en pie, se dejó caer sobre una de las sillas de la sala de espera.

–¿Puede intentar localizarlo, por favor? –pidió Ben a aquella chavala.

Yo no pude evitar agacharme a la altura del señor Láng. Ocultaba algo y ya no me cabía la más mínima duda.

–Se lo ha llevado... –susurró mirando sus propias manos temblorosas. Se notaba que le costaba respirar.

–¿Quién? ¿Quién se ha llevado a Sean? –. Quise poner mi mano sobre su hombro, pero no me atreví. Tenía miedo. De haber podido sudar, ya estaría empapado de un sudor frío. –¿Ha sido Alexander?

Tenía que preguntarlo. Mi hermano, al que había dado por muerto. Mi hermano, el que me había llamado semanas atrás y me había colgado tras un simple y aterrador saludo. Mi hermano, el que no sabía cómo ni porqué se había salvado de su viaje directo al infierno.

No era estúpido. Y estaba plenamente convencido de que Alexander tramaba una venganza contra mi. Y qué mejor que usar a Sean para tal fin. Lo poco que conocía a mi hermano me hacía pensar que era capaz de eso y de mucho más.

–¿Ha sido mi hermano? –repetí cada vez más nervioso. No pude evitarlo, y rocé con mis dedos la barbilla del señor Láng, haciendo que me mirase de una vez por todas.

Sus ojos grises parecían no verme en realidad.

–Ella—dijo y no volvió a pronuncia palabra alguna.

Ben se ofreció a rastrear la zona, mientras que David ayudó al señor Láng a subir en el asiento del copiloto. Yo también estaba mudo. Aturdido, me senté en la parte de atrás del coche, me puse el cinturón, y miraba por la ventanilla como si se tratara de un videoclip musical en el que solo faltaba escuchar la melancólica melodía.

«Ella.» Había dicho el señor Láng. Pero no tenía ni la más remota idea de quién podía estar hablando. ¿Podría tratarse de Sera? De ser así, ya Sean estaría muerto. Pero por otro lado, si fuera esa maldita vampira psicópata, el señor Láng no se habría quedado como si le hubieran sacado toda la sangre del cuerpo. Habría echado a correr hasta el nido y le habría dado una patada en su embutido culo.

John estaba de pie en la puerta de la mansión junto a un hombre de cabello rubio claro que yo solo conocía de vista, y se acercaron a por el señor Láng incluso antes de que David apagara el motor del coche. Mi amigo le cogió amablemente de una de sus manos y entre él y el otro chico le echaron un cable para salir.

–Le encontraremos—escuché decir a David, aunque no supe averiguar si era más para si mismo o para los presentes.

Al señor Láng le llevaron a la cocina, supuse que para darle algo que le hiciera volver a un estado de no catatonia y yo me quedé en el recibidor. Sabía que mi lugar estaba con Ben, revisando la calle, los callejones, toda la zona que rodeaba a la clínica. Pero yo deseaba una explicación. Necesitaba saber quién era ella, porqué había cogido a Sean, y lo más importante, porqué el señor Láng se había puesto de ese modo. Parecía realmente aterrorizado.

Maldije mi mala suerte de ser un vampiro y que el vínculo que tenía con Sean no fuera bidireccional. Así sabría si estaba herido o algo que ni quería pensar.

Cuando el señor Láng salió de la cocina seguía igual de pálido y de grogui. Subiendo las escaleras en compañía de David como si estuviera sonámbulo, hasta que los perdí de vista.

John se me acercó. Y yo no sabía ni cuando ni cómo, había llegado hasta la barandilla que bordeaba la escalera y me sujetaba a ella con fuerza.

–¿No tienes idea de dónde puede estar?

Negué con la cabeza y John me miró desconcertado. Debí imaginar que su recibimiento era porque Ben le había puesto al tanto de todo vía telefónica.

–Wei sabe algo—logré decir. Sentí que me había costado un mundo pronunciar aquellas palabras. El barandal crugió bajo mis dedos.

–El señor Láng quiere que cuando llegue Ben, todos vayamos a su dormitorio. Tiene que contarnos alguna cosa. Si es cierto lo que dices...

Solté la barandilla y cogí a John de una de sus manos.

–Tienes que decirme quién es ella cuando os lo cuente. Prométemelo John.

–Creo que el todos te incluye a ti, Marcus. No va a excluirte. Eres el novio de su hijo.

Por alguna razón sonreí y sentí la necesidad de abrazar a John, que se dejó hacer. Ni siquiera pareció sorprenderse cuando mis brazos rodearon su cuerpo y mi cabeza se hundió en su hombro. Entonces, empecé a llorar. Era consciente de que mancharía la camisa de mi amigo de sangre, y también de que estaba siendo un fatalista, porque todavía no sabía lo que le había pasado a Sean. Pero no podía evitarlo. Las manos de John ascendieron por mi espalda y me susurró un estará bien tan bajito, que pensé que me lo habría podido imaginar.

Cuando Ben llegó, la calma que me había transmitido John se fue de un plumazo. No había ninguna pista, ni el más leve rastro que hubiera podido seguir. Según sus palabras, era como si Sean fuera un muñeco de una máquina expendedora al que hubieran atrapado con un gancho y así hubiera desaparecido de la faz de la tierra.

Subimos al dormitorio de Wei Láng, y nos colocamos en hilera a los pies de su cama, donde él permanecía recostado sobre un par de mullidos almohadones.

La habitación, como era costumbre en su casa, apenas tenía muebles. El armario habitual, la cama y la puerta que daba al aseo. Me sorprendió que fuera exactamente igual que el dormitorio de los demás, porque siendo el dueño de la mansión, me esperaba más lujo o decoración. Nada que ver.

Lo único que llamó mi atención, es que tuve que situarme junto a John y al chico que había visto en la entrada con él, que según escuché, se llamaba Nick. Josh al parecer no estaba, y no formaría parte del grupo al que ya estaba acostumbrado. Y finalmente las chicas entraron. Zoe se posicionó al lado de David y Natalie al de su amiga.

Cuando ya estuvimos todos, el señor Láng nos lanzó una mirada cansada. Como si el simple hecho de mirarnos le costara un esfuerzo sobrehumano. Aunque no era de extrañar, porque con cada minuto que pasaba, su rostro parecía envejecer cada vez más y más.

–Necesito que encontréis a Sean—dijo con voz grave y pesada. –Y para ello debo contaros quién creo que lo tiene.

Continuará...

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