14. La cosa se complica
La cosa se complica
(John)
–John, despierta.
Sentí la tibia mano de Ben sobre la piel de mi hombro y, cuando entreabrí los ojos, vi su rostro a escasos centímetros del mío.
Tenía los rizados cabellos despeinados y la camisa celeste a medio abotonar.
–He hablado con el señor Láng. Esta mañana se ha presentado otro vampiro en la mansión.
Me incorporé cuando Ben se apartó de mi para cerrar la hebilla de su cinturón y desaparecer en el interior del cuarto de baño al fondo del pasillo.
–¿Más vampiros?
Bostecé sonoramente desperezándome. Ben era el más madrugador de los dos. Yo sólo lo hacía cuando el trabajo me lo exigía; pero él parecía tener un reloj interno que le despertaba con las primeras luces del alba. Así que de forma lenta me senté al borde de la cama, con los pies desnudos sobre las zapatillas. Mirando mis dedos como si fueran lo más interesante del mundo.
–Han muerto más demonios hoy, a primera hora. Los informantes del señor Láng se lo han dicho. Los vampiros no tienen ni idea de quién está atacando a las criaturas, pero se refugian en nuestra casa—Ben olía a menta por la pasta de dientes cuando entró de nuevo en el dormitorio. Ahora traía el cabello húmedo y peinado hacia atrás. Se acercó al armario y no tardó en ponerse un largo abrigo negro.
Le miré aturdido, todavía intentando recuperar la normalidad. Me era difícil hacerlo cuando aún tenía sueño.
–Anda que no hay sitios donde los vampiros podrían esconderse. Se creen que como Marcus tiene permitido entrar, aquello es jauja. El señor Láng no les debería dar tantas libertades. Se trata de nuestro territorio. No se deben hacer concesiones con los vampiros. Son traicioneros. No sabemos si pretenden quitarnos nuestro refugio ahora que han perdido el suyo.
Quise decirle alguna cosa, pero Ben siempre se quejaba por los vampiros y ya había perdido la gracia rebatirle. Además, no servía de absolutamente nada. El único vampiro al que había aprendido a tolerar a duras penas era a Marcus, y sabía perfectamente lo mucho que le había costado.
Aunque lo negase, él había llegado incluso a apreciarle como a uno más de los nuestros. Y ese era un secreto que tendría que llevarme a la tumba si no deseaba dar nuestra relación por finalizada.
–Si continuásemos viviendo allí, otro gallo cantaría. Yo les cerraría la puerta en las narices. Los exterminaría sin miramientos. No tendría problema de encargarme de esos malditos chupópteros.
Le vi sacar alterado algo del bolsillo de su abrigo. Un pequeño paquete de chicles mentolados. Su sustituto del tabaco. Lo sacudió un par de veces y tres masticables cayeron sobre la palma de su mano.
Sonreí sin darme apenas cuenta. Consciente de por qué Ben había dejado de fumar. Por qué había cambiado tantas cosas accediendo a mudarse a pesar de querer aferrarse por siempre al señor Láng.
Era por mí. Para estar conmigo. Porque yo quería una vida tranquila y normal a su lado ahora que podíamos tenerla. Y él lo había dejado todo para hacerme feliz sin que yo se lo hubiera pedido. Aceptando alquilar la casa que me gustaba aunque el propietario no admitía a fumadores. Haciéndose a la idea de que debía coger el coche cada vez que deseaba ir a la mansión porque nuestra casa no quedaba demasiado cerca.
Le estaba tan agradecido por todo, que no me apetecía llevarle la contraria en nada. Entre otras cosas, porque aunque Ben estuviera despotricando en ese momento sobre los vampiros, en realidad trataba de encubrir lo que realmente le preocupaba, y eso eran las misteriosas muertes que estaban sucediendo.
–¿Volverás a Las Cloacas para investigar? –pregunté poniéndome por fin en pie y andando con parsimonia hacia el armario.
–Ya sabes que sea quien sea ataca de día. Me gustaría ser yo el que descubriera quién está detrás de este asunto, y quien se lo dijera al señor Láng.
–O quien fuera atacado por el culpable—solté despreocupado. Impresionar al señor Láng le importaba más que su propia seguridad. Y eso que a estas alturas de nuestras vidas ya no necesitaba hacerlo. Wei Láng sabía perfectamente de lo que era capaz Ben, porque se lo había demostrado infinidad de veces. –¿Quién te garantiza a ti que no te convertirías en un blanco allá afuera? Que no hayan matado a licántropos hasta donde sabemos, no significa que estemos a salvo ninguno de nosotros.
Ben simplemente soltó un pequeño resoplido. Tomé una camisa cualquiera, un pantalón y un jersey beige para dirigirme al baño y tomar una ducha.
Él detuvo mis pasos poniendo su mano en mi pecho.
–No vas a venir conmigo—ordenó. Sus pupilas se enfrentaron a las mías.
–No vas a ir tú solo—dije ignorando sus palabras. –Y si al salir de la ducha ya no estás, seguiré tu aroma hasta Las Cloacas. No me importará hacerlo.
Tal y como esperaba, cuando salí del baño, Ben estaba sentado en el sillón con cara de pocos amigos. Me lanzó una mirada displicente, pero aún así, salió detrás de mí por la puerta poniéndose una bufanda azul oscuro alrededor del cuello.
No pronunció palabra alguna mientras conducía, ni cuando se apeó del vehículo y comenzó a caminar por entre las callejuelas. Solía actuar de ese modo gruñón cuando no le dejaba salirse con la suya, por lo que no se lo tenía en cuenta. Sabía que su actitud era porque se preocupaba por mí, pero a mi me pasaba lo mismo y por eso no podía ni quería dejarle solo.
Dejé que fuese delante, porque era el mejor rastreador de todos. Tenía un olfato tremendamente fino, y sabía que si alguien podía encontrar algo, lo que fuera, ese sería él. El largo abrigo ondeaba a su espalda con cada paso que daba. Decidido. Como si supiera exactamente hacia donde se debía dirigir desde el primer momento.
Me di cuenta enseguida de la poca gente que había. Muchas tiendas permanecían cerradas, y si no lo estaban, los vendedores no parecían estar dentro vigilando las mercancías.
–Sangre—dijo Ben rato después, antes de torcer por una de las calles y toparnos con la evidente escena del crimen. Sobre el pavimento e incluso en las paredes habían profusas manchas de sangre oscura. Tanta cantidad había en el suelo, que ni se había secado del todo.
Ben se agachó y palpó la pegajosa sustancia con los dedos, como para verificar su textura. Olía a sangre demoníaca, y él arrugó la nariz en consecuencia. Yo no pude evitar un escalofrío. No había signo alguno de lucha. Murieran los que murieran, ninguno había podido defenderse.
Una mujer de piel anaranjada se asomó a una ventana cercana y con la misma rapidez con la que nos vio, volvió a cerrarla y a desaparecer. Me pregunté si alguien habría visto algo, pero apostaba lo que fuera a que nadie diría una palabra por miedo a las represalias.
–Malattias—dijo Ben quitándose la bufanda y limpiándose los dedos en ella. –Han muerto tres.
Señaló la salpicadura en la pared que sería de uno de los demonios mencionados. La gran mancha que había a sus pies entonces pertenecía a dos que habrían sido derribados juntos.
Los demonios me daban miedo. No eran criaturas con las que yo me sintiera cómodo. Ni siquiera con Lorem, al que Ben consideraba un amigo. Eran parásitos, invisibles para la gente. Que pasaban por personas normales a sus ojos, pero que se alimentaban de sus emociones y energías sin que se dieran cuenta. Siempre presentes a su alrededor.
Los Malattias no eran una excepción. No tenían nada que ver con los Akumas, que físicamente se parecían mucho entre ellos. Difíciles de diferenciar unos de otros. Estos eran más espeluznantes y de aspecto único. Con la capacidad de apoderarse de las personas, de introducirse en ellas tan profundamente que podrían llegar a terminar con sus vidas. Incluso había un dicho entre las criaturas para referirse a ellos: Dolencias distintas, Malattias distintos.
Cuando supe de su existencia, pasé días aterrorizado por si veía a alguno de esos monstruos acercarse a mí y hacerme enfermar. Porque había escuchado historias de personas sensibles a lo paranormal que habían visto a esos demonios salir y entrar de sus cuerpos a placer, como si fuesen su propio espíritu. Acechando en la oscuridad. Esperando la hora de su muerte, pudriéndoles por dentro. Luego descubrí que sólo se acercaban a los seres humanos y me tranquilicé. Aunque no dejaba de ser terrible.
Y sin embargo, ahí estaba ahora. Junto a Ben, viendo aquella sangre negruzca y sintiendo lástima por ellos.
–¿Por qué hacen esto? –pregunté sin querer. Ben no tenía la respuesta para ello. Ni nadie todavía.
Benjamin ignoró mi cuestión y anduvo hacia la mancha de la pared. Examinándola concentrado. Entonces extendió la mano y palpó la superficie. Pocos segundos después había cogido algo que acomodó en la palma de su mano.
Me acerqué para ver lo que era.
Una bala. Deformada por el impacto, pero una bala al fin y al cabo.
Ben la observó con sumo interés sosteniéndola entre los dedos. Era un proyectil extraño; fino, alargado, hueco y de color aguamarina.
La yema de su pulgar se impregnó un poco de una sustancia incolora e inodora que parecía simple agua. Él aspiró profundamente con los ojos cerrados.
–Sea lo que sea lo que tenía dentro esta bala, era lo que mató a los Malattias—dijo anteponiéndose a mi pregunta. –Es munición especial. Tal y como me temía.
–Hay demonios que no pueden morir por heridas de bala, ¿verdad?—comenté yo. Tan asustado que tuve que asirme de la gruesa tela de su abrigo.
Nosotros, los licántropos, sí podíamos morir de esa forma. Las balas de plata nos quemaban incluso con tocarlas. Así que una de ellas dentro de tu organismo y ya estabas perdido. Los vampiros tampoco tenían oportunidades si se usaba contra ellos una munición que, según decían, corrompía hasta la última gota de sangre de su cuerpo y los secaba como plantas marchitas. Pero, ¿y alguien como Lorem? Las gárgolas tenían la capacidad de convertirse en roca. Y una bala no podría contra eso, ¿o tal vez sí?
–Hay algo todavía peor—soltó Ben. La bala que tenía entre los dedos ahora permanecía oculta en su puño. Parecía realmente molesto de repente. –Hombres lobo. Los hombres lobo han hecho esto. Los licántropos están matando a las criaturas.
Un repentino y momentáneo temblor se apoderó de mí. Incrédulo miré el perfil de su rostro, esperando a que me dijese que se trataba de un error. Que se había equivocado en sus suposiciones. Por supuesto, no ocurrió.
Las preguntas se acumularon en mi garganta. Ben no sabría responder a ninguna de ellas aunque consiguiera expresarlas. Me aterrorizaba que uno de los nuestros fuera capaz de cosas como esa.
Los licántropos teníamos enemigos, claro. Como todas las criaturas del universo, teníamos nuestros más y nuestros menos con algunos, pero llegar hasta este extremo era algo que me parecía inconcebible. Ben parecía igual de turbado que yo. Todavía con los ojos cerrados, y apretando con firmeza aquel proyectil en su puño aún cerrado.
Por fin me sentí con fuerzas, y conseguí emitir sonidos decentes.
–¿Alguien que conozcamos?
Él negó con la cabeza. Eso, en cierta manera, suponía un alivio.
–No es un aroma que reconozca, pero se trata sin duda de un licántropo. Esta bala la tocó un hombre lobo para introducirla en el arma. Un arma que estoy convencido de que disparó sin miramientos. Si al menos pudiera examinar los cuerpos de los Malattias caídos...
Eso sería imposible. Siempre que moría alguna criatura en Las Cloacas, los Carroñeros no tardaban en dar buena cuenta de su cadáver. Comerciaban con todas las partes del cuerpo de cualquiera que cayese en sus manos. Si encontrábamos a los Malattias, sería en pequeños pedacitos, como un coche desguazado.
Volvimos a nuestro vehículo con el ánimo destrozado. Atrás había quedado la molestia de Ben porque yo le hubiese acompañado. Su silencio ahora era por la inquietud que sentía ante las novedades tan terribles. Los licántropos nos considerábamos familia, incluso a aquellos a los que ni conocíamos. Nos unían ciertos lazos que en cierta forma eran irrompibles. Y dolía saber que para algunos, la ley no escrita del respeto hacia las otras criaturas simplemente no existía.
Llegamos a la mansión y, por primera vez en muchos días, Ben no dijo nada sobre los vampiros que estaban pululando a sus anchas por el jardín con nuestros compañeros. Entramos y le seguí hasta el despacho del señor Láng, que nos recibió sentado tras su escritorio.
Tenía mejor cara ahora que había recuperado a su hijo, pero se le notaba cansado.
Lo primero que hizo Ben antes de sentarse frente a él, fue poner el proyectil sobre la superficie de la mesa. Yo también tomé asiento, aunque no pensaba abrir la boca. No me veía capaz de ser yo quien explicara nada de lo que habíamos visto ni de lo que habíamos descubierto.
Wei Láng observó la bala en silencio. Al principio mostró desconcierto, como si no supiera qué pintaba eso sobre su mesa. Pero su rostro cambió pocos segundos después.
–Hombres lobo—dijo. Sonó igual que la sentencia de un juez.
–Es la primera prueba que encuentro. La pasarían por alto porque se quedó incrustada en la pared entre las salpicaduras de sangre.
–Asesinaron Malattias esta vez—el señor Láng ni dudó. Tomó delicadamente el proyectil y lo observó con detenimiento. –El turquesa es inconfundible. Y aún quedan restos del fluido plagado de microorganismos dañinos para ellos. Estas balas contienen dosis muy altas. Los elimina casi al instante. Este tipo de munición suelta su contenido en cuanto impacta. No tuvieron ninguna oportunidad.
–Acabaron con tres.
–No fueron los nuestros. Lo sabría.
–Yo tampoco reconozco el efluvio. Pero son lobos, eso está muy claro.
El señor Láng dejó la bala donde la había puesto en un principio Ben y se echó hacia atrás, acomodándose en su asiento, con las manos entrelazadas sobre su vientre.
–También han muerto algunos vampiros—dijo. –Los recién llegados nos han puesto al corriente.
–Eso sí tiene sentido. Son las criaturas que más odiamos. Si supieran que los licántropos andan detrás de esto, se largarían de aquí a toda prisa.
–No desconfían de nosotros. Saben que les estamos prestando ayuda y por eso vienen hasta aquí, aún a riesgo de sus propias vidas. No hay mañana en la que no llegue alguno por culpa del boca a boca. No les es desconocida la relación de mí hijo con un vampiro y nuestra actual tolerancia. Sin embargo, la información que acabas de proporcionarnos nos desvela la razón por la que ninguno de nosotros ha sido asesinado. Aunque eso no nos exime, por supuesto.
Ben me miró de reojo un instante, pero devolvió la vista al señor Láng.
–¿Será conveniente mudarnos aquí de nuevo?
–Lo dejo a vuestra elección. Por el momento, al que no puedo dejar suelto es a Marcus. Los vampiros están sufriendo bajas. Y su muerte no es algo que me pueda dar el lujo de permitir. –El señor Láng dirigió sus pupilas hacia mi. –¿Podrías enviar un mensaje a Marcus, John? Pídele que venga a verme. Mañana a más tardar, por favor.
–Intentaré averiguar cuanto pueda, señor—dijo Ben antes de ponerse en pie.
Marcus me respondió al mensaje que le envié desde el coche con un escueto vale. Por lo que supuse que andaría ocupado haciendo algo importante. Ben entonces me sacó de mis cavilaciones dirigiéndome la palabra.
–¿Te llevo a casa? Quiero pasar por un sitio antes de volver.
–Me gustaría ir contigo si es posible—no quería dejarle solo. No ahora que sabía lo que estaba ocurriendo.
–No te va a resultar agradable.
Supe a lo que se refería en cuanto aparcó.
Una impresionante catedral se alzó ante nosotros. Alta y suntuosa. Con su fachada de estilo barroco, con sus elevados campanarios y con sus antiquísimas estatuas talladas en piedra que parecían seguirte con la mirada.
Subimos los desgastados escalones de mármol y cruzamos el pórtico en silencio. Nunca había entrado en aquel lugar y me impresionó tanto espacio y tantas columnas. También el olor que parecía impregnarse en la ropa como un perfume. Aquel inconfundible aroma a flores frescas, a madera centenaria y a humedad; mezcla que, de algún modo, te hacía sentir en completa y extraña serenidad.
Nos fijamos en que también habían algunas personas diseminadas, sentadas u arrodilladas en los ordenados bancos reclinatorios dentro de aquella sala principal y no fue difícil distinguir a Lorem sentado en uno de ellos, cerca del pasillo central. Tenía la cabeza gacha y el cabello le caía hacia el rostro. Conforme nos acercábamos a él, le escuchaba susurrar algo en una lengua extraña, como si rezara del mismo modo en que lo hacían los demás. Me pregunté qué aspecto tendría él para los humanos, qué clase de persona normal sería para ellos.
Ben se detuvo justo en el borde del banco donde se encontraba el diablo y yo le imité. Viendo que Lorem mantenía las manos fuertemente unidas, orando. O daba la impresión de que eso es lo que hacía.
No tardó mucho en mirarnos. Con aquellos iris oscuros tan grandes que apenas se le veía el blanco de los ojos. El color que lo caracterizaba. Níveo de la cabeza a los pies.
Palmeó un par de veces el espacio vacío que había a su lado, invitando a Ben a que tomara asiento junto a él. Lorem se rodó ligeramente mientras mi pareja le obedecía y yo le seguía completamente mudo.
–Me alegra ver que estás bien—dijo Ben en voz baja. Aún así, sentí que incluso respirar podía producir eco allí adentro.
–¿Por qué no iba a estarlo?
–Habrás oído lo de los asesinatos.
–Oigo muchas cosas en lugares como este. Incluso los que no creen en ninguna deidad pisan estos suelos cuando tienen miedo. Sin embargo, sus asuntos no me conciernen. No ha nacido aún quien ose intentar asesinar a uno de los míos.
–¿Y si existe?
–Pues que rece cuanto sepa. Moriría sólo por intentarlo.
–Que no te preocupe me tranquiliza. ¿Acaso nadie puede matarte?
–Más bien nada. Al menos nada que esté a vuestro alcance.
Lorem pronunciaba cada palabra de un modo solemne y calmado. Y por eso, todo lo que decía adquiría un peso de realidad irrefutable. Si aseguraba que no podía morir, había que creerlo.
–Pero me conmueve que te preocupes por mí, amigo mío.
–Son licántropos, Lorem. Ellos derraman la sangre de las criaturas que no son como nosotros. No son los que conocemos. No son los de la mansión. Se trata de otros. Quizás de fuera de la ciudad. Puede que hayan venido para exterminar a los que consideren que no deben existir.
–Nadie debe tener el poder de decidir quién existe y quién no. La necedad acabará con los que estén detrás de esos asesinatos.
–Necesito tu ayuda, Lorem.
–Siempre vienes a verme o me llamas cuando me necesitas. No me sorprende tu petición de auxilio, pero ya te dije que no sé quién está haciendo esto. Los desventurados que atraviesan estas puertas no lo saben, y por ende, yo también lo desconozco.
–Pero puedes averiguarlo. Tú dispones de medios que quedan fuera de nuestras posibilidades—la voz de Ben era suplicante. Aunque Lorem parecía concentrado en el altar dorado del fondo de la sala.
–Tu angustia es muy sabrosa, John. Me estás proporcionando un agradable aperitivo—di un inevitable respingo en el asiento cuando escuché su voz en mi cabeza.
–Eso es cierto, Benjamin. Puedo hacer cosas que vosotros no. Puedo descubrir valiosa información, pero a veces lo que obtenemos es terrible y perturbador. Podría deciros quién es vuestro enemigo, deciros dónde encontrarlo y cómo destruirlo. Y al final, la balanza podría no inclinarse en vuestro favor. No sois mejores que las criaturas que ya han abandonado este mundo por las impuras manos de los criminales. Y me dolería perder a un viejo amigo.
–Tienes demasiados amigos como para notar mi ausencia, Lorem—dijo Ben, aunque por su tono parecía querer decir algo como: ''si te duele perder a un viejo amigo, ayúdanos.''
Un continuo bisbiseo en los tímpanos me demostraba que Lorem seguía hurgando en mis emociones. No me gustaba que hiciera eso y él lo sabía. Conocía mis debilidades y sacaba partido de ellas. Por eso no me caía bien, por eso estar en su presencia me resultaba incómodo y por eso le evitaba siempre que podía. Le había podido tolerar en la fiesta de Marcus y Sean porque por suerte el invitado humano había acaparado toda su atención, pero no así en este instante.
Era como el zumbido de cientos de abejas cada vez más insoportable. Taladrándome el cerebro hasta conseguir llegar al fondo.
–¿Quién cuidará de ti si matan a Benjamin, John? ¿Podrías defenderte tú solo? Él te antepone por encima de todo. ¿Harías tú lo mismo por él?
Sujeté con tanta fuerza el borde del asiento que escuché crujir la madera y los nudillos se me pusieron blancos. Tuve que morderme el labio inferior para no gritar.
–Sabes que eres más débil que él. Que David o Josh. Que la mayoría de ellos en realidad. Odias luchar y te martirizas cuando quitas una vida aunque fuera para defender la tuya. Sueñas con ser normal y no tener que sufrir enfrentamientos. No soportas que los de la mansión y el mismísimo Wei os arrastren siempre a la batalla. Y temes por encima de todo perder a Benjamin. Entiendo ahora porqué simpatizas tanto con el vampiro Marcus. No sabéis vivir sin el que os sostiene. ¿Puedes ponerte siquiera en pie sin Ben?
Lorem y Ben mantenían una conversación completamente diferente, les escuchaba dialogar sobre las víctimas, sobre la sangre y la bala aguamarina. Hablaban con naturalidad, como si la intromisión en mi cabeza ni siquiera estuviese teniendo lugar.
–Eres el más cobarde del grupo, ¿verdad John? Si por ti fuera saldrías corriendo de cada pelea y te esconderías debajo de una gruesa manta que te mantuviera a salvo. El pesado lastre que el pobre Ben tiene que soportar por el cariño que te profesa. Pero recuerda mis palabras. Al igual que Marcus hará con Sean, tú arrastrarás a Benjamin a la muerte.
–Ya basta—solté poniéndome en pie de manera automática. Ben me miró sin comprender nada, interrumpiendo su charla con Lorem. –Eso no es cierto. –Sentía las lágrimas recorrer mis mejillas a una incontenible velocidad, y utilicé las mangas del jersey para secarlas. –Yo me esfuerzo. Intento ser más fuerte. No dejaré que nadie muera por mí.
Benjamin entonces pareció comprender y se levantó, rodeando mis hombros con su brazo.
–¿Qué le has estado diciendo?
Lorem alzó las palmas de las manos, como si fuera la inocente víctima de un atraco.
–Sólo saciaba mi apetito. Yo no tengo la culpa de que tu novio tenga las emociones a flor de piel. No me pude contener. Ya me conoces.
–Una vez te pedí que con John...
Ben se silenció cuando me revolví y aparté su brazo de mí.
–Te espero en el coche.
Me derrumbé en cuanto mis pies alcanzaron el último escalón que daba a la calle. Porque Lorem tenía razón en todo. Porque era verdad que me consideraba el más débil. Porque en ocasiones mis pensamientos me habían llevado a maldecir nuestra mala suerte. Porque habría querido mil veces evitar ciertas situaciones que pasar por ellas. Pero todas y cada una las había soportado. Había peleado. Lo había intentado.
Sabía mejor que nadie que Ben se exponía muchas veces por mantenerme a salvo. Sabía que cuando luchábamos, él era más fuerte que yo. Y no sólo en lo físico, sino también mentalmente. Ben disparaba mejor. Ben rastreaba mejor. Ben soportaba mejor los golpes de la vida. Para Ben era más fácil pasar página. Y yo le envidiaba tanto como le amaba.
–John—sentí su pecho firme pegado en mi espalda y me rodeó con los brazos. –Sea lo que sea que te haya dicho Lorem, no le hagas ningún caso.
–Me ha dicho la verdad. Hasta la última palabra. No podría ignorarlo aunque quisiera.
–Pero él...
–Por mi culpa, algún día te harán daño, Ben. Y lo sabes.
–Son tus miedos, John. Son las cosas que piensas; con lo que te machacas en ocasiones y que no puedes evitar. No es la realidad—. Me soltó para ponerse esta vez frente a mi. Serio. El viento hizo que los rizos se le movieran del sitio, pero no pareció importarle. –Sé que por tu propia voluntad nunca me lastimarías o dejarías que lo hicieran. Al contrario.
–Yo soy una carga, Ben. Te hago débil.
–No me haces débil. Eres mi debilidad. Son dos cosas distintas.
Tomó mi rostro entre sus manos, haciendo que le mirase a los ojos.
–Lo que siento por ti, quizás me perjudique algún día. Sin embargo, eso no me importa. En cuanto a lo que te haya podido decir Lorem... Respóndeme, John. Aún con miedo, ¿por qué siempre luchas? ¿Por qué siempre te enfrentas a todo?
–Por ti—respondí sin detenerme a pensarlo.
Él sonrió levemente.
–Soy tu fortaleza.
Continuará...
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