1. La amenaza
La amenaza
( Wei )
Sentía como las briznas de hierba acariciaban mis pies descalzos mientras andaba de camino a alguna parte. La ligera y agradable brisa que me rodeaba olía a tierra mojada; quizás porque había llovido durante la noche. Y en la lejanía, el llanto de un niño me atraía cual canto de sirena, sobresaliendo por encima de los ensordecedores chirridos de las cigarras.
Un sendero se abrió ante mis ojos de pronto, mostrándome por fin mi destino. Como si el paisaje se fuera generando a medida que avanzaba.
La silueta de una hilera de casas de lo más familiar me esperaba al final de la vereda. Todas con sus paredes de inmaculado color marfil y tejados curvos hacia arriba.
Los llantos del niño se escuchaban cada vez con más nitidez conforme me acercaba y se apoderó de mí el desasosiego, sin saber porqué.
Con premura, crucé el umbral de una de las casas. Los sollozos del crío se volvieron abrumadores. Parecía sufrir de un modo terrible.
Mi padre fue el primero a quien me encontré una vez dentro, aunque de alguna manera, yo sabía que había más gente bajo aquel techo. Sus ojos se apartaron de la pequeña ventana y me miraron de un modo muy dulce. Sonrió levemente. Se alegraba de verme allí. Y, relajado, se llevó una pequeña taza a los labios, de la que dio un sorbo. Tranquilamente se bebió su té humeante y volvió a mirar al exterior de la casa. Aparentemente, ignoraba los lloriqueos de la criatura. Como si no pasara nada en absoluto o sólo los escuchase yo.
Lo pasé por alto y seguí andando. Crucé un arco y salí al patio. Todos los árboles habían florecido. Una hermosa vista que hacía tiempo no rememoraba. Mi madre estaba allí, de pie. Parecía contemplar el cielo. Con el cabello elegantemente recogido. Y una bata de seda rojo carmesí, que jamás le había visto llevar puesta. Quise llamarla, pero la voz no salía de mi garganta. Simplemente me quedé allí. Observando su silueta inmóvil. Hermosa y distante como una escultura.
–Wei –llamó una voz a mi espalda.
Di media vuelta y allí estaba ella.
El cabello azabache le caía recto a ambos lados del rostro. Un rostro que parecía hecho de exquisita porcelana. Con aquellos preciosos ojos violáceos, fina nariz y labios rosados. Vestía también de rojo, lo cual contrastaba con lo blanquecino de su piel.
–Wei –repitió, pero esta vez, junto a ella apareció una puerta. Una puerta sin pomo ni cerradura. De madera oscura y maciza. Y el llanto volvió a escucharse, al otro lado.
Sus manos golpearon la madera. Su rostro, antes en calma, ahora era la imagen misma de la desesperación.
Empezó a gritar un nombre que no lograba reconocer. Una y otra vez. Rasgándose la garganta. Sus puños enrojecían, pero no cesaba en su empeño. Sin duda, quería derribar la puerta.
Entonces, de repente, mi cuerpo actuó. Me apresuré en ir junto a ella y yo también golpeé la madera. Supe quién estaba llorando.
–¡Sean! –chillé angustiado.
Me alejé algunos pasos de la puerta e intenté echarla abajo con el hombro. Varias veces. Aunque no conseguía moverla ni un ápice. Era inútil, y mi inquietud iba creciendo conforme lo hacía el llanto de mi pequeño hijo.
–¡Sean! –grité de nuevo con las palmas de las manos sobre la madera, tanteando la superficie. Ella me miraba. Seria. Quieta. Como si no recordase que yo estaba allí intentando ayudarla.
–Es mío—dijo y el llanto se detuvo.
De pronto se abrió la puerta y me encontré con la nada más absoluta. Una habitación vacía y blanca. Ni rastro de Sean.
–Me lo quitaste—susurró ella en mi oreja. Esta vez en su voz había furia.
–¿Dónde está? –pregunté conmocionado.
–Tú lo tienes.
–Estaba aquí. No sé dónde está ahora—dije con miedo.
–Tú lo tienes—repitió. Sentí que se movía, a mi espalda, y colocó su pequeña y firme mano en mi cuello, como si quisiera estrangularme. –Pero te lo voy a quitar.
Desperté de sopetón, tosiendo e intentando recuperar el aire que sentía había perdido.
Aquel dormitorio era el mío. Y mi cuerpo estaba en el suelo, desnudo como cada mañana después del cambio nocturno.
Tambaleante me puse en pie, aún turbado por el sueño tan extraño, que para empezar, jamás debí tener. Yo no recordaba haber soñado durante la noche jamás. Cuando el lobo surgía, el humano simplemente se iba. Su mente desconectaba y parecía estar fuera de este mundo. Cualquier cosa que sucedía en su ausencia quedaba fuera de su conocimiento y control.
Sin embargo, que mi sueño fuera con ella, era aún más desconcertante. La había intentado apartar de mis pensamientos en tantas ocasiones durante años, que me parecía increíble haberla podido contemplar con tal precisión en mi fantasía. Tal y como la había visto aquella última vez. Con su imperecedera hermosura y su fuerte carácter presentes.
Como autómata, y con el corazón aún latiéndome de un modo frenético en el pecho, me acerqué a la ventana y miré a través del cristal. El cielo estaba algo oscuro por culpa de unos nubarrones que amenazaban con descargar sobre la ciudad en cualquier momento. Este estaba siendo un otoño lluvioso.
Y a mi siempre me había gustado la lluvia.
En aquella casa de paredes blancas y tejado curvo. De hermosos jardines y un riachuelo. Donde había una mujer leyendo sobre la hierba, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Y un risueño niño apilando piedras junto a los pies descalzos de la mujer.
Antes de bajar a desayunar decidí ir a mi despacho y llamar por teléfono.
Mi hijo descolgó enseguida.
–¿Qué pasa, padre?
Escuchaba de fondo el ruido de la calle, así que supuse que iba de camino al trabajo.
–Sólo quería saber si estabas bien, Sean—dije con una pequeña sonrisa y tomando asiento tras el escritorio.
–Si estuviera mal ya lo sabrías, ¿no? –recriminó en tono burlesco.
–Es probable.
Ambos permanecimos en silencio algunos segundos. Realmente, tras el sueño tan extraño que había tenido, sentía la imperiosa necesidad de asegurarme de que Sean estaba a salvo.
–¿Querías algo más?
–¿Y Marcus?
–También está genial... Padre, ¿ocurre algo?
–¿No puedo preocuparme por mi hijo y su novio? –pregunté ligeramente ofendido.
–Claro—respondió algo incómodo. –Si quieres vamos luego a tu casa, ¿te parece?
–Por supuesto. Luego nos vemos, Sean.
–Hasta luego, papá—dijo y colgó.
Yo iba a hacer lo mismo, pero el auricular del teléfono se me cayó estrepitosamente sobre la madera de la mesa y terminó colgando del borde por el cable rizado. Sentí que los ojos se me abrían como platos, estupefacto ante lo que estaba contemplando.
Las puertas de mi despacho estaban cerradas, pero eso no parecía ser impedimento para aquella criatura que las atravesaba a través de la escasa rendija como si no fueran más que una simple cortina de humo. Su lacio y negro cabello fue lo primero que vi, largo hasta rozar el suelo. A la coronilla le siguió el resto de la cabeza. Y aunque había pensado en un principio que se trataba de un Akuma; los iris violetas y hostiles que me devolvieron la mirada, me sacaron en el acto de mi error. Pasó los hombros, los brazos y las manos; con las que se ayudó para impulsarse, y que lo que faltaba de su cuerpo apareciera en la habitación por completo.
Parecían haber pasado pocos años por su rostro. Su piel seguía nívea y tersa. Su figura, la que percibía a través de aquel vestido vaporoso de color escarlata brillante, también parecía ser la misma. Como en el sueño. Ella. Altiva y preciosa. Furiosa; muy furiosa. Sus movimientos eran delicados, como si fuera el aire el que los guiara y no su mente. Caminaba hacia mi mesa, pero yo continué inmóvil. Incrédulo. Tenía que ser otro sueño. Peor que el anterior, sin duda. Porque no estaba en la casa de paredes blancas y tejado curvo. Sino en mi despacho. En el presente.
–Xia... –susurré asombrado. Tanto, que ni reconocí mi propia voz. Ese nombre, hacía mucho tiempo que no lo pronunciaba.
Que la mencionara le molestó, porque hizo una mueca de disgusto. Mueca que se acrecentó cuando empezó a hablar.
–Wei Láng –dijo como si las palabras fueran veneno que debía expulsar de su boca.
Sin embargo, que ella me hablara me sacó de esa especie de sopor en el que me encontraba.
–Xia, ¿qué haces aquí?¿cómo...?
–¿Cómo te encontré? –me interrumpió airada. Yo continuaba pegado a la silla. Luchando en mi interior con la alegría que me proporcionaba volver a verla, y con el contratiempo que eso suponía. Xia no debía estar frente a mi. –Tengo cientos de ojos por todas partes, Wei. Uno de ellos le encontró. Y en cuanto lo supe, vine inmediatamente a esta ciudad donde te has estado escondiendo los últimos años. Porque siempre has ido un paso por delante de mi, pero ya se acabó. Ya sé donde está. Y por fortuna, sin ser consciente, él fue el que me guió hasta ti.
–Él no está aquí, Xia. Has venido en vano—por fin salí de mi estado de petrificación cuasi absoluta y me puse en pie, amenazante.
–Sé perfectamente que no está aquí. Pero deseaba ver tu cara mientras te decía que no lo verás nunca más. Que te lo quito, Wei. Que te lo voy a arrebatar del mismo modo en que tú me lo quitaste a mi. De la manera más sucia y horrible.
–Nunca se irá contigo. Ni sabe que existes. Sean cree que estás muerta—le dije alterado. Eso la turbó. Dio un paso atrás.
–Fuiste capaz de hacer una cosa así... –como si su cuerpo estuviera hecho de vapor atravesó la mesa y me empujó con fuerza contra la pared de mi espalda. Escuché crujir la madera del marco que rodeaba el cuadro, al tiempo que las manos de Xia sujetaban con fuerza la tela que cubría mi pecho.
Nuestros rostros estaban muy cerca el uno del otro. Ella respiraba agitada y mi reflejo era lo único que se podía ver en sus pupilas. La sujeté por las muñecas.
–No tuve que hacer nada. Él lo creyó así. Y yo... Nunca lo desmentí—admití no sin culpa.
Xia abrió ligeramente la boca. Parecía querer decir algo, pero no encontrar las palabras apropiadas. Me miraba como si yo fuera un completo desconocido para ella, con aquellos ojos que comenzaban a lagrimear.
–Entonces no solo me lo quitaste de los brazos... Sino que le dejaste creer que no tiene madre. ¡Maldito seas! –comenzó a golpear mi pecho con furia, a pesar de que yo le sujetaba las muñecas y que continuaba tironeando del cuello de mi vestimenta.
–No podía dejar que te buscara. Él no debía compartir tu estilo de vida.
–¡Es mi hijo!¡Un hijo debe estar con su madre!
–¡No eras buena para él! –sentencié y detuvo sus aspavientos.
Permaneció callada unos instantes, pero se recompuso con avidez.
–¿No era buena para él o para vosotros? Fuisteis vosotros. Con vuestras estúpidas ideas. Tú dejaste que me echaran, Wei. No luchaste por mi. Dejaste que me arrebataran a mi hijo.
Apoyó la frente en mi pecho y comenzó a llorar con fuerza. Quise abrazarla, pero no lo vi prudente en su estado. Mis manos continuaban aferradas a sus muñecas y el olor de su cuerpo aturdió mis sentidos. Volví a estar junto a la casa de paredes blancas y tejado curvo del sueño donde todo era perfecto. Bajo el árbol. Con el niño jugando a nuestros pies. Xia leía en voz alta un pasaje muy antiguo del libro que tenía entre las manos. Mi cabeza reposaba en su hombro y con los ojos cerrados escuchaba sus palabras. Xia olía a té. A flores de albaricoque. Olía a madre y a amiga. A amante. A esposa. A vida. Y amor.
Ahora olía a tristeza. A desesperación. A odio. Y a venganza.
Cuando pareció serenarse, alzó el rostro y me miró a los ojos.
–No sabes cuánto ansiaba este momento—dijo quedamente. –Sufrirás lo mismo que yo. Me odiarás. Desearás no haberme conocido nunca. Tendrás todos los pensamientos que yo he tenido hacia ti todos estos años, Wei.
–Ya es un adulto, Xia. No sé lo que piensas hacer, pero no es un niño al que puedas manipular a tu antojo.
Sonrió ampliamente, como si esperara que yo dijera eso de antemano.
–¿Crees que con ''mi estilo de vida'' no puedo hacer cualquier cosa que se me antoje? –preguntó todavía sonriente. Y en un visto y no visto volvía a estar al otro lado del escritorio, cerca de la puerta.
Yo me quedé atónito, todavía sintiendo sus muñecas entre mis dedos. Con la espalda pegada en el lienzo que decoraba mi despacho.
–Sabes muy bien de quién rodearte, Wei. Ha sido muy difícil dar con vosotros. Y cuando por fin encontraba a alguien, tú ya te habías marchado a un nuevo lugar. Afortunadamente, fui muy paciente. Supe de quién rodearme yo también.
–¿Quién le encontró?
–¿Eso importa?¿o es que piensas que vengarte evitará que yo recupere lo que es mío?
Respiré hondo. Xia se mostraba plenamente convencida de hacerme daño a toda costa. No obstante me lo merecía, pero no podía dejar que lo hiciera.
–Hablaré con él, Xia. Le contaré quién eres y cómo se dieron las cosas. No hay necesidad de que...
–Ya es tarde, Wei. No me interesa nada de lo que me puedas ofrecer—dijo y se acercó a la mesa, dando un fuerte golpe en ella con las palmas de las manos. –Me lo he perdido todo. Más de trescientos años de su vida. Nuestra vida. Era mi bebé...
Se recompuso con avidez y anduvo hacia la puerta con pasos firmes y decididos, pero antes de alcanzar el picaporte, se giró hacia mi.
–¿Le llamaste ''Sean''? ¿Así pensabas evitar que le encontrase? Ese no es su nombre... Has hecho muchas cosas mal, Wei. Tienes suerte de que no haga que nuestro hijo te aborrezca. Aunque debería. Sin duda—finalizó, antes de convertirse en una oscura niebla que desapareció a través del resquicio de la puerta.
Sin saber porqué, yo salí corriendo. Escuché el cuadro caer al suelo a mi espalda, causando un gran estruendo al romperse. Abrí una de las puertas y bajé corriendo los escalones. Al pasar por el pasillo me crucé con miradas curiosas de muchos de los que vivían bajo mi techo. Conocía los nombres de todos, pero en ese momento no podía distinguir ninguna cara. Llegué al vestíbulo a toda prisa y salí al jardín delantero. Recorriendo con la vista todo el paisaje que tenía frente a mi. Nada. Sabía que no encontraría a Xia, pero aún así, no pude evitar decepcionarme.
–Señor Láng, ¿se encuentra bien? –Benjamin se me acercó preocupado mientras que dejaba caer la colilla que se había estado fumando al suelo y la aplastaba distraídamente con el zapato.
–¿Has visto pasar a una mujer con un vestido rojo? –era un pregunta muy estúpida. El chico me miró con extrañeza.
–No, señor. Pero si lo desea, puedo ir a buscarla—se ofreció.
Negué con la cabeza. Benjamin era muy atento, pero no serviría de nada. No la encontraría. Y yo tampoco. No tenía ni idea de por donde empezar a buscar, puesto que siempre había sido yo el que huía de ella.
–¿Llevas tu teléfono encima? –cuestioné con urgencia.
Lo sacó del bolsillo de su pantalón y me lo tendió.
–Llama a Sean—ordené. No sabría utilizar su moderno teléfono. A duras penas podía entender el mío.
Benjamin marcó los números deprisa, como si se los supiera de memoria y se lo llevó a la oreja. Tras varios segundos, me miró.
–No contesta—dijo y le hice llamarle un par de veces más. –Si está trabajando, dudo que responda.
–Llama a Marcus—dije mientras sentía que mi estómago se encogía.
Se sorprendió.
–No tengo el teléfono de ese... de Marcus.
–¿Qué ibas a decir de mi, imbécil?
El mencionado apareció andando por el jardín, en dirección a la entrada donde estábamos Benjamin y yo. Con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, de lo más calmado.
Me acerqué a el antes de que nos alcanzara y escuché a Benjamin musitar algunos improperios dirigidos hacia el vampiro, pero no siguió mis pasos.
–¿Dónde está Sean? –espeté.
–En el trabajo. Me dijo que nos veríamos aquí y me pidió que viniera.
–¿Cuándo habló contigo? –le sujeté por los hombros y el vampiro me miró extrañado.
–Pues... según me comentó, acababa de hablar con usted. Me dijo muy poco. Debía atender una consulta a primera hora. ¿Por qué?
Le solté y di media vuelta rumbo a la casa. Benjamin continuaba donde le había dejado antes. Todavía con el teléfono en la mano.
–Dile a David que vamos a salir. Le quiero en mi coche en cinco minutos.
Al final, incluso Marcus se había apuntado al viaje, y permanecía sentado a mi lado, silencioso, en la parte trasera del vehículo. El chico me había preguntado más de una vez qué es lo que estaba ocurriendo, pero ante mi falta de respuesta, simplemente se había limitado a lanzarme miradas mal disimuladas con las que analizaba mi rostro. Le vi entrar en pánico cuando le pedí a David que fuera a la clínica donde Sean trabajaba, pero intentó mantener la compostura.
–Sólo dígame si Sean está bien—preguntó con voz suplicante. –No me diga lo que está pasando si no quiere. Pero hábleme de Sean. Dígame eso al menos.
–No puedo decirte algo que todavía no sé—fue lo único que pude responder. Y juraría que le vi palidecer un poco más, aunque eso en un vampiro no era posible.
Fui el primero en bajarme del coche cuando David lo estacionó, y el primero en entrar en el recibidor de la clínica, seguido de Marcus y Benjamin.
Sólo habían dos personas en la sala. Un hombre sentado en una de las sillas con un gran perro negro que sujetaba por la correa; aunque éste parecía dormir sobre el brillante suelo de baldosas. Y tras el mostrador, una chica que me recordó a Natalie por el color de su pelo, de un naranja intenso.
–Busco a Sean Láng—dije apurado a la chica que no apartaba los ojos de la pantalla de un ordenador.
–El doctor Láng aún no ha llegado. ¿Tenía cita?
Continuará...
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