Brotan las flores del escudo, se extiende el terror, tiembla la tierra. El polvo se eleva y se retuerce en el aire, como flores de guerra y muerte...

El libro Arcano, ese libro era malvado, todos lo sabían.

Nadie se había atrevido nunca a abrirlo, se decía que contenía los secretos más profundos y terribles, las claves para acceder al conocimiento divino.

Los bibliotecarios transmitían la advertencia de maestro a alumno. Presagiando que en él estaban escritas fórmulas prohibidas de evocación, fórmulas tan poderosas como para aniquilar al primer intento, incluso al indestructible Chtulhu; una criatura abominable.

Según los sabios ancianos, dicha bestia, permanecía durmiente en las profundidades del océano. Sin embargo, el mundo estaba en peligro gracias a la humanidad y no a un ser mitológico.

La guerra ardía en todas partes. Un río de odio y violencia había invadido las almas de todos los seres vivos, los muertos caían indolentes, ante la avaricia y la depravación humana.

Nadie podía considerarse a salvo, los Grandes Potentes no podrían resolver nada esta vez. Los días de la diplomacia habían pasado, ahora solo la violencia podía contrarrestar la violencia.

Solo quedaba una esperanza, alguien debía abrir aquel libro, alguien de pureza innata tendría que donar aquel milagro divino y arriesgado.

Cuando se lo dijeron no quiso escuchar, pero ahora entendía que era su deber, era su destino.

"Pobre alma ingenua."

Estaba dispuesta penetrar la oscuridad más insondable con tal de traer alivio al odio borrascoso que abrazaba la tierra.

En secreto, la joven entró a la gran sala subterránea; lugar donde se permanecía el libro, cuyas páginas diabólicas serían la clave para la paz, o eso creía. Lo llevó de la habitación más baja a la torre más alta, y allí, finalmente, sentada al borde de un abismo, fue testigo de la magia que envolvía al viejo ejemplar en sus manos.

El Arcano se abrió ante ella, una niña nacida de la ametista y el oro, la última del mítico linaje de los Errantes. Y ahora estaba allí, en un paraje desconocido, en el punto más escondido del mundo.

Un valle exuberante, eternamente preservado del paso del tiempo, enmarcaba el curso tumultuoso de una playa, no, de un río olvidado.

Las salpicaduras de la alta cascada la alcanzaban. Ahora de pie, inmóvil en el borde de aquella roca árida, la noble figura entonó un canto en una lengua antigua. Las piedras comenzaron a vibrar, acompañando su voz en un murmullo bajo, profundo y misterioso.

Un silencio repentino la envolvió, el estruendo del agua que caía se apagó, las hojas quedaron suspendidas.

De la cascada, del agua que se precipitaba imperturbable a lo largo de la pared negra vertical, se levantó un viento gélido y maligno, que dobló las copas de los árboles casi hasta el suelo. Pero el valle resistió, dando a sus árboles una elasticidad más allá de la imaginación.

El cabello dorado se extendió alrededor de su cabeza, balanceándose en el aire. La capa que cubría su delicado cuerpo se hinchó y la túnica debajo se rompió con ira. Ella mantuvo la misma posición, los brazos levantados en una sentida invitación, las manos extendidas como para ofrecerse. Y entonces. ¡Oh, maravilla! Ante tal firmeza y nobleza, el corazón de las tinieblas dio un respingo y vomitó a su hijo más poderoso en el mundo.

El agua de la cascada humeaba y hervía al contacto de aquel cuerpo monstruoso. Y así, se hizo verídico el milagro, la tierra acogió a la oscuridad.

El errante, sí, él, se reincorporó. Pronto los cielos darían la bienvenida al rubí, al cristal más grande y maravilloso que el ojo pudiera ver.

Envuelto en llamas infernales, la criatura invocada perseguiría la discordia con su lanza divina, trayendo paz y, luego, destrucción.