Bon appétit
Excavar, excavar, excavar. Con una pala, con las manos desnudas, o con un pico, lo importante es encontrar nuevas tumbas. Descubrir, admirar y comer.
Qué fuerza prodigiosa siento fluir dentro de mí, después de saborear mi comida. Habilidades de pensamientos absurdos y nuevos, flotando en mi cerebro.
El placer, el sabor y el horror del olor nauseabundo a podredumbre humana que me atrae y me repele, el miedo a ser descubierto y acabar en un manicomio, el abandono total a mi parte irracional.
Solo esto puede ser vida para mí.
Cuando oigo romperse la madera de la tapa con el último golpe de la pala, me invade una pasión, una excitación que no creo que pueda ser comprendida. Es como una mujer hermosa que se entrega a su primer amor. Extiendo la mano y toco, temblando de emoción, el frío de esos huesos sucios, grises y mohosos.
Una desbordante alegría me asalta, tras encontrar pedazos de carne aún adheridos, listos para ser inmediatamente mordidos y tragados.
Tomo el cráneo y lo beso en los labios ausentes, luego vuelvo a colocarlo en su lugar para el deleite de los hermanos gusanos que lo aman tanto como yo.
Todo esto, y más, hice ese el último día, estaba en el viejo cementerio judío. La luna embellecía a mi esquelética dama, su sonrisa interminable parecía hipnotizarme.
Fue cuando apenas acariciaba su cráneo que sentí que mi corazón estallaba, mi visión se nublaba, la razón regresaba al instante, ahuyentando la locura.
Sentí que la sangre espesa se escapaba de la herida. Persibí el sonido de pasos mezclados con risas, aproximándose hacia mí, y luego, el murmurar de una voz...
Se escuchaba cerca, muy cerca...
—Hoy cenaremos carne fresca.
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