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20

Arthur regresó al pasillo central tras husmear en el interior de las aulas y pasadizos de la planta baja, pensativo acerca de lo que debería hacer. Miró de reojo, Alexander seguía hablando con sus padres por teléfono. Pudo ver en sus ojos una tristeza imposible de expresar, una que se estaba esforzando por mantener escondida y que delataba con lo errático de su voz, la cual se entrecortaba de vez en cuando, como si sus palabras le hubiesen atado las cuerdas vocales.

Los dos jóvenes que había rescatado no se habían separado, pero había entre ellos algo que no podía explicar. En parte, podía culpar al miedo, podía darse cuenta de ello. Jane se aferraba al brazo de Vincent; sin embargo, no lo abrazaba, mantenía esa reserva para sí misma y él, por su parte, se hallaba ausente, con su mente perdida en algún pensamiento, muy lejos de su cuerpo.

La otra estudiante, por su parte, daba vueltas de un lado al otro y volteó hacia el oficial tan pronto regresó. Se acercó con largos pasos, con sus ojos imbuidos en esperanza y con una sonrisa anhelante. Arthur se sintió incapaz de pronunciar palabra alguna y su rostro no esbozó ninguna mueca al cruzar sus ojos con los de aquella joven.

—¿Vamos a irnos? —le preguntó ella.

El ascensor estaba fuera de servicio. Por lo visto, alguien había desactivado el mecanismo eléctrico con un cierre de emergencia. Quizá fueron los refugiados en la azotea, como contramedida para mantenerse aislados allí, a la espera de un rescate.

—Buscaremos otro camino—dijo él.

Y esas, quizá, fueron sus últimas palabras antes de caer en la completa desesperación.

Arthur estaba acostumbrándose a la tranquilidad y había tenido tiempo suficiente como para tomar aire con tranquilidad, mientras nadie lo veía. ¿Cuántas personas había matado? No, espera, ¿será que aquellas eran personas? El oficial no pudo evitar preguntarse si tenía conocidos en la universidad, quizá amigos de sus padres, tal vez viejos compañeros de la escuela que, por azares del destino, se desempeñara allí como profesor. Alguna de las personas que mató pudo ser conocida para él y, de hecho, aquello le resultaba perturbador.

«Pero no tenía opción, no la tenía

Era mi vida o la de ellos, ¿y qué importa si están enfermos? ¿Debo quedarme de brazos cruzados mientras ellos se comen a otros estudiantes?

¿Debo dejarme matar solo porque es lo correcto?»

Relamió sus labios, comenzó a sentir su boca seca. Un mal augurio, sin dudas.

Había intentado contactar con Rita, pero ella no le había respondido. Arthur se convenció de que su amiga había salido a comer o beber algo, a higienizarse o simplemente caminar. No deseaba insistir con copiosas llamadas por radio, no deseaba preocuparla, pero a su vez deseaba escucharla una vez más, obtener órdenes nuevas, una misión, instrucciones, algo que le permitiera acelerar su escape de aquel infierno.

Los estudiantes se pusieron de pie, observaron a sus alrededores, confundidos. Un extraño bullicio se había hecho presente, era nuevo, distinto, más cercano y distinto al llanto lejano que parecía envolverlos.

Arthur también lo escuchó, golpes, pasos, murmullo, gritos; eran distintos, nuevos. Él se había acostumbrado al ruido, tanto, que no se había percatado de que, en el alboroto, había estruendos de disparos; sin embargo, estos últimos no provenían del edificio. Escuchó palabras, algunas incomprensibles, amenazas, insultos, gemidos, alaridos y aquellos sonidos inhumanos, mismos que parecían imitar gruñidos animales.

Los pasos se comenzaron a volver más y más cercanos, provenían de uno de los pasillos. Arthur trastabilló, tomó su arma y le indicó a los estudiantes que permanecieran a su diestra, ¿a dónde iría? ¿Debería regresar al exterior? ¿Buscar el camino hacia la puerta principal del edificio? Un alarido amenazante interrumpió sus pensamientos y sintió el temblor del suelo. Eran ellos, venían por él. Quizá, quedarse ahí esperando no era una buena idea.

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