A la hora del descanso, mientras disfrutaba de las galletas que Samuel le había dado unas horas antes, seguía pensando en sus cosas.
Le preocupaba todavía que se enterasen de que había mentido —u ocultado la verdad— en la entrevista, y que ese detallito minúsculo le costase el puesto que tanto necesitaba y que, a decir verdad, le gustaba más de lo esperado. Sí, quizá solamente manipulase piezas, pero tenía compañeros durante el trabajo y el silencio no estaba presente nunca. Se sentía cómoda con los demás en la cadena de montaje que controlaban, y Samuel siempre se las ingeniaba para quedar cerca de ella y hacerla reír cuando la veía con el ánimo un poco bajo. Estaba cómoda, le gustaba, el tiempo pasaba rápido, tenía buen horario... No quería perder el empleo.
Por otro lado, durante el tiempo que estuvo sin trabajar, se le fueron acumulando las facturas y ahora estaba, como solía decir su madre, hasta el cuello. Estaba deseando cobrar para poder reorganizar un poco su vida, que falta hacía.
Cada vez que abría la nevera la veía más vacía, aunque llevaba con tres cosas dentro desde hacía más de mes y medio, pues compraba al día lo justo y necesario para mantenerse. Últimamente tenía mucha hambre, y aquellas galletas estaban riquísimas. Cerraba los ojos al comerlas, mostrando el deleite. Samuel la miraba fijamente, pero ella con los ojos cerrados no se daba ni cuenta. «Son unas simples galletas, pero parece que esté comiendo la mayor delicia del mundo», cavilaba el chico.
Observó sus labios inconscientemente. Tenía pequeñas migas en la comisura y se le estaba antojando dirigir sus dedos hasta allí para quitárselas. Sabía que no era correcto, así que se regañó a sí mismo por aquellos pensamientos y por mirarla de aquel modo. Ella seguía poniendo cara de gusto mientras masticaba, haciendo que algo en él se revolviese. Amanda abrió los ojos para coger el vaso de agua que tenía sobre la mesa y percibió la mirada de su acompañante sobre ella. Se sonrojó inmediatamente, sin siquiera saber el motivo. Él, avergonzado por haber sido pillado, se aclaró la garganta y desvió la mirada a su emparedado.
En otra mesa, un par de hombres miraban a Amanda desde hacía rato porque, realmente, su expresión mientras disfrutaba las galletas parecía haber causado estragos a su alrededor. Amanda era una muchacha guapa, con facciones sencillas pero llamativas, unos labios llenos pero no exagerados y unas pestañas tupidas que podían pasar por postizas cuando utilizaba maquillaje. Medía metro setenta y tres y llevaba una talla cuarenta de pantalón que le quedaba más que perfecta. Tenía un cuerpo con curvas marcadas, llamativo, pero ella se vestía muy simple y cómoda pues no le gustaba demasiado llamar la atención. Por eso, cuando sintió la mirada de aquellos tipos sobre ella, además de haber pillado a Samuel mirándola fijamente, se turbó.
Recordó el incidente del jueves y comenzó a sentirse algo molesta, su expresión cambió y detuvo la mano sobre la mesa, junto al vaso, mientras sus pensamientos la asediaban sin descanso.
— ¿Estás bien? —Preguntó una vez más en aquel día el chico frente a ella.
Dio otro mordisco del sándwich mientras ella meditaba sobre la pregunta. Asintió desganada, él tragó y tomó la lata de refresco, dispuesto a beber.
— Samuel —lo llamó, él llenó su boca de soda sabor naranja mientras la miraba atento—, ¿parezco una puta?
Tal cual la última palabra fue formulada, él escupió la bebida sin poder controlarlo. Toda la mesa, la comida y la bebida sobre ésta, y el rostro y parte de la ropa de la mujer quedaron salpicados. Samuel, estupefacto, no sabía qué hacer. ¿Limpiarlo todo? ¿Correr y esconderse? ¿Disculparse? ¿Responder a su pregunta? Debía hacer todo, pero no tenía claro en qué orden.
Estaba profundamente avergonzado y apenado, tanto que era incapaz de hablar. Amanda restaba en silencio, con los ojos cerrados, los labios apretados y las manos en alto. Un leve temblor dominaba sus hombros, pero Samuel solamente podía buscar con desesperación papel absorbente para secar todo aquel desaguisado. Las mesas alrededor habían guardado silencio y todos observaban con asombro la escena.
El pobre muchacho moría de la vergüenza, sin saber que ella se sentía también avergonzada.
— A-amanda... Toma... —Le tendió un puñado de papel para que se limpiase.
Ella abrió los ojos y lo miró sin expresión, él tembló ante aquello sin dejar de limpiar la mesa. Era todo un desastre.
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