Ella observó desconcertada, después una sonrisa adornó su rostro.

Samuel, uno de sus nuevos compañeros, asomaba la cabeza por la ventanilla del coche mientras la observaba contrariado. Se habían conocido el día anterior, estaban en la misma sección y le había dado un par de consejos que la habían ayudado a superar un poco su nerviosismo. Le pareció simpático y considerado, y el detalle de querer darle un aventón en aquellos momentos conllevó que aún le agradase más.

Ella saludó y se montó detrás, justo tras él, pues abrió la puerta que le quedaba más cerca. Agradeció de corazón y fue charlando con él el resto del camino.

Al llegar, se despidieron frente a los vestuarios y se volvieron a encontrar en la cadena de montaje, habiendo ya fichado. En el descanso, él se sentó frente a ella y le habló sin andarse por las ramas.

— A partir de mañana te recojo en la rotonda del hospital comarcal. A las cinco y treinta y cinco. ¿Ok?

Amanda enarcó una ceja y apretó los labios con extrañeza. ¿En qué momento se había decidido aquello? ¿Qué parte se había perdido?

— ¿Cómo?

— Yo tengo coche, tú no. Paso por donde tú tienes que pasar, no me cuesta nada traerte aunque vengo desde otra dirección. Estoy por la rotonda del hospital a esa hora, si estás te recojo y te ahorras caminar por el arcén, estrecho, lleno de maleza, a oscuras...

— Vale, vale. Te he entendido —comentó entre risas—. Te lo agradezco mucho, de verdad.

Y así de fácil fue conseguir transporte, sin siquiera intentarlo. «Si lo llego a hacer queriendo, no me sale» , caviló.

Unas horas después, cuando salió por la puerta roja y extremadamente alta de la fábrica, encontró al hombre apoyado en la pared fumando un cigarrillo mentolado. Iba a saludar a modo de despedida pero él se adelantó, pronunciando únicamente dos palabras antes de separarse de la pared al tiempo que daba la última calada: «Te llevo».