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17 - Similitudes

Amanda observó el calendario en silencio, con la mente un tanto descentrada.

Quedaban dos días para su cumpleaños, justo cuando finalizaba el primer mes del año. Treinta y uno de enero, un día como cualquier otro aunque fuese su cumpleaños, pues no le gustaba mucho celebrarlo. No había un motivo concreto para aquello, simplemente desde niña no había sentido emoción por la celebración de esa fecha.

Sus compañeros no sabían cuándo cumplía, pues el único de aquel lugar al que se lo había dicho era Samuel, y él ya no trabajaba con ella. No se veían, no habían vuelto a hablar y su relación había muerto, sin más. Aquello le dolía, lo añoraba y quería recuperar aquella amistad y la complicidad que habían tenido meses atrás, pero aquello era un imposible pues él la evitaba en el cambio de turno de modo que nunca coincidiesen. Si no hubiese sido porque el encargado había informado de que había pasado al turno de noche, hubiese estado más que convencida de que había dejado la empresa. Se obligó a sí misma a dejar de pensar en aquel asunto, pues acababa siempre profundamente decaída, y odiaba eso.

Según el calendario, caía en viernes, lo que significaba que trabajaría por la mañana. Quizá, meditó, podría ir a comer a casa de sus padres, a los cuales hacía días que no veía. Después de eso, con toda probabilidad, se tiraría en el sofá a leer en silencio y absoluta calma, dejando que sus quebraderos de cabeza quedasen relegados a un segundo plano. Esa era su forma de pasar aquella fecha, en paz y tranquilidad.

Podía ser que, en aquella ocasión, su mente no se centrase en la lectura sino en el recuerdo de un hombre al que ya sólo veía en sueños. Así eran sus días últimamente, se reconoció, bajo el yugo de un recuerdo de lo que pudo ser y no llegó a suceder.

Llegado el dichoso día, mientras recorría a pie el trayecto hasta la fábrica, un coche se detuvo a su lado. Algo en su interior vibró de un modo extraño, y se quedó paralizada sin poder reaccionar. ¿Qué había de malo? Nada, definitivamente; nada más allá de que de ese mismo modo había comenzado lo suyo —si es que se le podía llamar así— con Samuel.

— Sube —le dijeron. Todo tembló a su alrededor—. Te llevo.

Giró el rostro, envuelta en una espiral de sentimientos inconcretos y contrarios entre ellos. Su corazón latía desbocado, su mente le recordaba las similitudes entre ambas escenas, tratando de engañarla y haciendo que pensase en aquel hombre, y su subconsciente le gritaba que era imposible que fuese él, pues se encontraba trabajando a aquella hora. Entonces, ¿quién podía ser?

Se obligó a mirar con detenimiento a la persona que le habló, dándose cuenta de que era aquél que había sustituido a Samuel en su equipo.

Con el tiempo, había empezado a charlar con él, lo justo y necesario pero con cierta cordialidad. No era como que compartiesen tiempo, casi no hablaban, no almorzaban juntos ni nada de eso. Y, mucho menos, compartían coche como había hecho con Samuel.

— Va a llover, sube —le insistió.

Amanda observó el cielo oscuro y preguntó: ¿Cómo lo sabes?

— Por la humedad, por el olor. Y me han caído cuatro gotas en el cristal —comentó riendo—. Vamos, ¿o prefieres mojarte?

No dio más vueltas al tema y subió en el asiento tras el conductor. Al hacerlo, una punzada atravesó su pecho. Sentía que estaba cometiendo algún tipo de traición, aun sin ser así. Pensó que se debía a todas aquellas similitudes y al dolor que le ocasionaba, aunque lo ocultase lo mejor que podía, el distanciamiento con el que había sido su amigo.

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