Prólogo
Cuando abrió sus ojos por primera vez, se encontró en un entorno completamente extraño. Un ligero escalofrío recorrió su cuerpo y le robó el aliento al darse cuenta que era una hoja en blanco. Sin recuerdos y sin identidad.
¿Quién era?
¿Dónde estaba?
¿Qué pasaba?
Todo su cuerpo le dolía. Los segundos, minutos pasaban y no podía evitar ser cada vez más y más conciente del suplicio que ahora era su cuerpo. Se removió incomoda en el sitio donde se encontraba recostada hasta sentir un pinchazo en la parte interior de su codo y solo entonces pudo apreciar la aguja que se colaba silenciosa entre su piel. Estaba conectada por una manguera a una infusión colgada a no más de un metro.
No entendía que pasaba, no podía siquiera reconocerse a sí misma y eso no hacía más que alimentar lentamente su angustia.
Miro sus manos ¿Esos dedos, pálidos y delgados, realmente eran suyos? Le parecían ajenos, desconocidos y no podía evitar recordar con ellos a los copos de nieve. Eran hermosos, pero frágiles. Vulnerables a romperse al más mínimo toque, cómo el resto de su cuerpo.
Examinó la habitación en la que se encontraba. Era blanca y pulcra. Desde el exterior se colaba el leve sonido de rueditas rechinando en el pasillo y voces que no reconocía. Sus extremidades le pesaban demasiado para atreverse a hacer otra cosa que no fuera mirar el techo y estuvo así por un rato, confundida, dispersa, ausente.
Poco tiempo más tarde la única puerta se la habitación se abrió con un chirrido y al girar su cabeza lentamente en esa dirección se encontró con la figura de un hombre de gran altura y hombros anchos. Su cabello era corto y de color castaño, un bigote adornaba su cara, pero que más le llamó fueron esos ojos cansados, que se iluminaron de manera repentina al encontrarse con los suyos.
Nuevas preguntas asaltaron su mente ¿Quien era esta persona? Y ¿Quién era ella para que la mirara como si sostuviera su mundo entero?
—¡Cariño! ¡Cariño! ¡Marinette ha despertado!—gritó el gran señor mirando a algún punto fuera de la habitación. Su mente todavía estaba intentando registrar lo que pasaba, cuando una mujer de cabello azabache y rasgos asiáticos se apresuró a la habitación. Cubrió su boca llorando como si alguna clase de milagro estuviera tomando lugar frente a sus ojos y quizás así era.
—Mari…—dijo con la voz quebrada, acercándose a ella para abrazarla junto al hombre.
Parecían estar realmente alegres de verla y aunque su muestra de afecto desbordara un calor familiar, era incapaz de compartir sus sentimientos, la abrumaban y con toda la fuerza que pudo reunir de sus agotados brazos los empujó lejos.
Su acción cayó sobre la alegria de la pareja como un balde de agua fría. Sus sonrisas se borraron y sus expresiones adoptaron una genuina confusión.
—¡¿Quiénes son ustedes?!—exclamó la muchacha, robándoles el aliento.
Una nueva adversidad se ceñía sobre ellos de manera aplastante. Su hija no los reconocía.
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