Cobija estelar
De niño temía a las luces que se colaban en la oscuridad de mi cuarto. Por más que mi madre cerrara las cortinas, la tela deshilachada dejaba hendiduras, como pequeños ojos curiosos que otorgaban paso a los rayos de los faroles callejeros.
Luna tras luna, mi madre intentaba calmarme e insistía en que pensara en las luces como estrellas; tomaba un carboncillo y con rápidos movimientos, las trazaba en el piso y las paredes mientras me contaba sus nombres hasta el cansancio. Pero cuando estaba por caer rendido, los destellos de los automóviles avivaban mis miedos. Mi madre solo sonreía al verme temblar, y sin dejar de recitar los nombres, me tapaba con la cobija hasta la cabeza para ahogar el tintineo callejero. Era la única manera en que podía dormir: debajo de aquella oscuridad absoluta.
Hasta que una luna llena, mi madre fue asesinada, inmóvil ante dos fulgores de un cañón y la luz de una linterna que parpadeaba errante al huir del departamento.
Al llegar a mi adolescencia, la cobija dejó de bastar. Nuevas luces se interponían en mi vida y transformaban pesadillas: a veces, una simple chispa en un cable pelado era suficiente para crear monstruos de sombras en el techo; en otras ocasiones, el brillo del pasillo se colaba por el vano de la puerta para perderse entre la ropa y despertar rostros amorfos en la pared.
Noche tras noche me aferraba a encontrar una solución. Arranqué los cables de la pared hasta hacerlos añicos. Esperé tres días por aquellos pequeños relámpagos, los cuales no volvieron a aparecer. Sonreí, la destrucción había sido fácil, tanto como llevar una cobija hasta mi cabeza. Fundir los focos en el pasillo del edificio fue más tardado, pero después de una semana de trabajo constante, el arrendador se cansó de la reposición y dejó a los inquilinos a su propia suerte oscura. Hubiera sido sencillo seguir allí, en el silencio que solo la ausencia de luz puede dar, acostado a la espera de nada. Pero una vez más, los monstruos encontraron grietas en la delgada pared y se colaron en la habitación como finos rayos rojizos. Si querían pertenecer a ese espectro de la luz, les ofrecería un tributo de sangre para acallar sus formas.
Con linterna en mano, toqué a la puerta de mis vecinos, un par de jóvenes de cuerpos cansados y ánimos sin descanso, a la espera de alguna visita que los reanimara a subir el volumen de la música y espantar el cansancio que se acumulaba con cada noche de juerga. En aquella semioscuridad, mi linterna no se prendió, más bien, con cada golpe apagaba la luz de sus vidas.
De nuevo, todo pudo haber terminado ahí, en un rojo profundo secándose hasta la negrura, pero llegaron más sombras, vestidas por las velas de inquilinos curiosos. De una en una, fui soplando las llamas.
Pero mi sorpresa fue muy grande al extinguir cada una de las flamas y salir de aquel edificio. Jamás había estado afuera, y el verme rodeado de luces que parecían observarme entre guiños resplandecientes me puso a temblar. Estaba seguro de que con tiempo podría apagarlas, aunque me llevara la vida en ello. Pero más allá de ellas, muy lejos de mi alcance y como en las pesadillas de mi infancia, estaban cientos de puntos luminosos en un techo oscuro. Era la primera vez que tenía el cielo sobre mi cabeza y podía ver las estrellas, blancas y trepidantes como la vida. El miedo invadió mi razón y corrí hasta mi departamento. Entre sollozos, me hinqué en medio de la sala, justo en el centro de la gran estrella de cinco puntas que mi madre había tallado en el piso cada luna llena, y recité los nombres incomprensibles que noche tras noche me repetía.
Las luces dejaron de entrar por las cortinas rasgadas. En lo alto, una sombra engullía las estrellas. Por fin, mi cobija tapaba el mundo.
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