48. Un ramo de flores amarillas
GEORGINA
El vestido que escogí para la boda de mi madre me hacía sentir como si fuese una princesa, y la sensación era fascinante. Delicada, como las flores blancas y pequeñas bordadas en el vestido, que se distribuían juntas en el escote y se distribuían en pequeñas cantidades hasta la falda, como si estuviesen cayendo del cielo. O como si alguien las hubiese lanzado sobre la hierba del color de las olivas que decoraba el satén del vestido. El escote tenía forma de corazón, y dejaba mis hombros al descubierto a pesar de las mangas abombadas.
Podría quedarme en ese vestido para siempre.
Me había puesto girasoles de oro en el collar y en la punta de la trenza que recogía mis cabellos.
—Estás preciosa. A tu madre le va a encantar —admiró Claudia desde detrás de mí.
Sus lágrimas se habían extinguido hacía una semana, aunque todavía podía ver un ápice de dolor en ella. Sergio le había calado hondo, pero mi amiga era fuerte y superaría el dolor por un hombre que no valía la pena.
Ella también estaba increíble. Llevaba un vestido largo, brillante como el jade, que dejaba sus hombros a la vista y la hacía parecer de la realeza.
Anna no se quedaba atrás, se había vestido del color de los melocotones, con una a caída a capas, que me hizo pensar en los pétalos de una rosa.
Y allí, a través del reflejo de las ventanas del castillo en el que se celebraba la boda, parecíamos salidas de un cuento.
—¿Lista, Georgina? —preguntó Arnau, a nuestras espaldas. Llevaba las manos en los bolsillos de su traje.
Tomé aire. Estaba nerviosa, pero asentí.
—Vamos.
Me aparté de mis amigas y me apoyé en el brazo que me ofrecía mi hermano. Todavía sentía remordimientos por mis sospechas hacia él, y porque no había sido capaz de pedirle perdón. Él no era un santo, pero yo me había pasado con mis conjeturas.
Caminamos entre los invitados, a través del jardín de rosas hasta la casita dónde nos esperaba mamá. Se retocaba el maquillaje, con el pulso tembloroso y una sonrisa llena de nervios.
Parecía una reina, y estaba preciosa.
—¡Aquí estáis! —exclamó, mientras se lanzaba nosotros para rodearnos con un abrazo fuerte—. Creo que me va a dar un ataque de nervios.
—Mamá, va a ir bien —dijo Arnau, con tanta calma como siempre—. No va a decirte que no a estas alturas.
—Bueno, no es eso. Es que... —se alejó para mirarnos a los ojos y nos mostró la inseguridad que la inquietaba—. ¿Y si sale mal? ¿Y si vuelvo a tener un matrimonio fallido?
—¿Y los momentos buenos? ¿Y lo que ganaste con papá? —le dije, en un intento de tranquilizarla.
Se tomó unos segundos para observarnos. Sus ojos, tan oscuros como los nuestros, brillaron de emoción y dolor. Sus labios se contorsionaron y reprimió las emociones que la sobrellevaban.
—Vosotros sois lo más bonito que me ha dado. Siento no haber sido la mejor madre —su confesión, que era sincera y que estaba llena de arrepentimiento, me sacudió el alma—. Os prometo que no voy a fallar más.
Supe que Arnau sonreía, aunque yo solo tenía ojos para mi madre. La abracé, temerosa de estropearle el bordado del vestido y ella me sostuvo con fuerza.
—Eso ya lo has dicho, mamá —dijo Arnau, con ternura y diversión. No era el tipo de chico que mostraba sus sentimientos abiertamente, pero allí estaban, en los espacios entre sus palabras—. No te preocupes. Estamos bien. Papá está bien y tú estás guapísima. Y Georgina está sentimental, como siempre. He traído pañuelos para cuando llore, porque en ese bolso tan pequeño no le caben ni las llaves.
—¡Oye! —me quejé, entre risas. En mi bolso cabían muchas cosas.
—Le he dicho a Kresten que traiga pañuelos también, porque contigo nunca se sabe —añadió, provocando las risas de mamá.
—¡No soy tan llorona!
Volteé para encararlo y me topé con su sonrisa traviesa.
—Ya lo sé, tonta —me sacó la lengua. Desvió el rostro hacia la puerta y su expresión se tornó seria pero contenida.
Seguí su mirada hacia la puerta de la estancia, donde Kresten apareció. Se había ido a una cita con su abogado antes de la ceremonia y me había prometido que no iba a llegar tarde. Lo que no sabía es que llegaría antes de tiempo, que me haría perder la razón con su traje y que vendría acompañado de mi padre.
Mamá se quedó sin aliento al ver a papá y yo también, porque no sabía que iba a venir, ni que ella se emocionaría.
Él carraspeó.
—Hola, Nora —dijo.
—¡Gracias por venir, José! —exclamó ella, y ante el desconcierto de Arnau y el mío se acercó a mi padre.
La tensión se respiraba entre ambos. Una reprimida, llena de arrepentimiento, dolor y dudas.
Le eché una mirada confundida a Kresten, que se dedicó a sonreír y a alzar las cejas. "Estás preciosa", leí en sus labios, lo que provocó que me ardieran las mejillas.
—Estás genial —le dijo papá a mamá y el brillo de cariño en su mirada que había visto meses atrás en el salón de nuestra casa, seguía allí. Era distinto, pero no se había esfumado—. Albert es un hombre con suerte.
Ella sonrió, enternecida.
No hubo tiempo para más palabras, porque la celebración iba a comenzar. Kresten y papá salieron de la sala y se dirigieron al jardín en el que los invitados esperaban a que la novia llegara al altar o al notario, porque no era una boda religiosa.
Arnau le tendió el brazo a mamá, que nerviosa, se sujetó a él. Yo caminé detrás de ellos. En cuanto pusimos un pie en el jardín y la música comenzó a sonar, me fue imposible contener las lágrimas de emoción.
Papá sonreía, a pesar de todo.
Arnau volvía a ser el chico que siempre había sido.
Mamá había vuelto a nuestra vida.
Y aunque nunca volvería a ser como antes, yo estaba feliz.
El tiempo los había animado a juntarse, a su nueva manera, y cuando yo me había rendido, ellos respondieron. Porque creí que podía sola con todo, y no podía.
Me senté junto a Arnau, en la primera fila, donde Claudia y Anna nos guardaban un sitio. Kresten y papá, que habían llegado los últimos, se habían quedado en la fila de atrás.
Mi hermano no perdió la oportunidad de burlarse de mí, porque sí, lloré muchísimo durante toda la ceremonia.
Y cómo no, Kresten se unió a sus burlas, con bastante diversión.
—¡Sois insoportables! —me quejé, alejándome para adelantarme hasta la zona de los aperitivos. Kresten me siguió y me rodeó en un abrazo.
—Que sepas que la venganza se sirve fría —repliqué con indignación—, y cuando tú te emociones, me reiré yo.
Kres estalló en carcajadas.
—Eres adorable —dejó un beso en mi frente.
Me harté de comer en los aperitivos, seguí en el banquete, y cuando creí que la comida se había terminado, llegó la hora del baile, con una mesa de dulces incluida.
—Ugh —masculló Kresten con una mueca—. He comido demasiado. Recuérdame que no coma tanto en la próxima boda. Creo que voy a vomitar. Ahora vengo.
Se fue al baño. No tenía remedio. Sobre todo cuando había dulces. En las últimas dos semanas había descubierto que tanto él como Harald tenían una interesante debilidad por el chocolate.
Lo observé mientras se alejaba. Los recién casados abrieron el baile con un vals, al que se unieron, poco a poco, otras parejas. Qué mala suerte que Kres se hubiese ido al baño justo en ese momento.
Mamá le sonreía a Albert con la mirada más radiante y llena de amor que le había visto en los últimos años. Esa que alguna vez había sido para papá y que ya no dolía tanto que no lo fuese.
—¿Bailas conmigo, Gina? —Arnau me tendió la mano. No lo había visto acercarse a mí.
Necesité unos segundos para recomponerme de la sorpresa.
—Sí.
Sujeté su mano y lo acompañé hacia la pista de baile. Me sujetó ligeramente de la cintura, y comenzamos a bailar. A mi hermano nunca le había gustado el silencio, pero esa noche se alió a él, y dejó que la música fuesen las palabras que todavía no nos habíamos dicho.
—Lo siento —me disculpé—. Siento haber registrado tu cuarto y pensado que eras un atracador de bancos.
Arnau soltó una carcajada.
—No serías tú si no hubieses hecho eso —me contestó, sin dejar de moverse lentamente por la pista de baile—. La mochila que encontraste estaba ahí desde la pandemia. Era útil llevar la gorra y la mascarilla en un mismo sitio siempre.
—¿No cambiabas de mascarilla, cochino?
Se encogió de hombros.
—No mucho.
La música siguió, junto con nuestros pasos lentos y torpes.
—Lo siento —repetí—. Siento haberte presionado y dudado de ti.
Mi hermano sonrió, incómodo y apartó la mirada.
—¿Por qué? Si ya sabes que yo soy un capullo, es normal que...
—Siento no haber confiado más en ti.
—Y yo siento no habértelo hecho más fácil antes —contestó él volviendo su atención a mí—. Hice el tonto con algo de droga, pero... ya no lo estoy haciendo. No lo voy a hacer más. Estaba enfadado y frustrado con mamá. Sé que te traté mal. Y fui muy malo con papá.
Señaló con la mirada a mi padre, que le sonreía con mucho interés a una de las invitadas. Y la mujer no se quedaba atrás, porque le acarició el brazo en un claro coqueteó.
—No me lo puedo creer —dije. ¿Mi padre estaba ligando?
—Tiene sus momentos depresivos aún, pero va mejorando. Un polvo le iría bien. El médico le ha dicho que tiene que moverse.
—¡Arnau! —exclamé, dándole un golpe en el hombro—. ¡No quiero saber eso!
Arnau se río y acercó su rostro al mío. La canción había terminado, pero no se había despegado de mí.
—Por cierto —me susurró al oído—. Hay alguien esperándote en el jardín de las rosas blancas de detrás. Deberías ir.
Prácticamente corrí.
Me tropecé con una invitada, y al disculparme, escuché las risas de mis amigas, que a mis espaldas, también parecían ser cómplices del plan. Salí de la terraza de baile y me adentré al camino de piedra que llevaba al jardín de rosas blancas, que parecía un manto estrellado a la luz de la luna.
Allí estaba él, bajo una farola en el centro de la pequeña plaza, con un ramo de girasoles enorme y una sonrisa tímida. Había decorado el pequeño jardín con velas que tintineaban como pequeñas hadas.
—He tenido que sobornar a tu hermano para esto y admito que Hal tuvo mucho que ver. Me ayudó a buscar las velas antes de volver a Londres. Puedes quedártelas si quieres, eh... —dijo nervioso, jugando con el ramo entre sus manos. —. Ha sido un poco improvisado, pero después de las semanas que hemos tenido, quería hacer algo por ti. Por nosotros. Ha sido duro cerrar la librería y, no sé qué voy a hacer, pero no me voy a rendir porque tú crees en mí, Manuela creía en mí y mi familia también.
Adiviné un pequeño sonrojo creciendo en sus mejillas que me hizo sonreír.
—Lograrás la librería, estoy segura.
Kresten iba a luchar por volver a abrir, con un nuevo nombre, una nueva imagen y un único dueño; él.
—Manuela siempre me insistía en que me pusiese un traje, te regalase flores y te invitase a bailar —continuó—. Después de todo lo que ha sucedido con la librería y su muerte, no quiero que se me queden cosas por hacer. Algunas no duran lo suficiente. Hace mucho que decidí que no quería vivir arrepintiéndome de cometer siempre los mismos errores, pero se me olvidó que eso también implicaba aprender a vivir a pesar del miedo. Tú me lo has enseñado con tu empeño al conducir, con tu forma de seguir adelante a pesar del terror. Te he visto aprender a parar, y yo... Yo a veces soy un poco más de rendirme, y tengo que hacer un esfuerzo por no hacerlo. Creo que nos complementamos en eso, ¿no?
Asentí, llevándome las manos al pecho, porque me había dejado sin palabras. Nos complementamos porque él me ayudaba mi también a desafiar mis miedos. Sabía calmar mis aguas revueltas cuando sentía que me desbordaba.
Pero no solo nos complementamos por eso. Si no también porque compartimos un humor interno, porque nos reíamos juntos como con nadie, porque compartíamos el amor por los libros y por la superación de nosotros mismos. Kresten me ayudaba a sacar la mejor versión de mí misma y me gustaba pensar, que yo sacaba lo mejor de él, a pesar de que en ocasiones ambos nos sacáramos de quicio.
—Nunca he tenido una relación y estoy seguro de que podrías encontrar a otro con más experiencia, que supiese cuándo hablar y que no tuviese que aprender a palos cagándola contigo. Alguien que supiera cuándo decirte que estás preciosa porque lo estás todo el tiempo y te lo digo poco por qué siento que no hay nada que yo pueda decirte que tú no sepas ya. Siempre vas un paso por delante de mí. A veces no sé qué haces conmigo o no sé qué he hecho yo para que quieras tener un novio tan estúpido. Y tal vez soy un egoísta porque te quiero para mí y no soporto la idea de que te vayas de mi vida. Y me siento como un celoso de mierda cuando pienso que Matías te besó y tengo ganas de partirle la cara porque he descubierto una parte muy posesiva de mí mismo que no conocía. Estoy diciendo cosas muy incongruentes que ni siquiera vienen al caso —se rascó la nuca y se río—. Creo que son los nervios —me miró a los ojos y me tendió el ramo de girasoles—. Georgina, eres lo mejor que me ha pasado nunca y lo digo porque siento que necesito decirlo. Nunca pensé que encontraría a alguien que me entendiera y apoyara como tú lo haces. Quiero seguir contigo en mi vida porque la haces más bonita.
Y él, hacía más bonita la mía.
Acepté los girasoles, temblorosa.
—Son mis favoritos —acerté a decir, con los sentimientos abriéndose en mi interior como esas flores que se alzaban en dirección al sol.
—Lo sé —contestó con cariño y alargó la mano para acariciar los que había en mi collar—. Siempre te acompañan, mi girasol.
Me mordí el labio porque se me aguaron los ojos de emoción, al tiempo que me entraba la risa. Las carcajadas se llenaron de lágrimas. No sabía que era capaz de llorar de emoción y amor con tanta intensidad. Eso era algo que solo conseguía él de mí.
—Georgie, mi amor, ¿por qué lloras? —él acunó mi rostro con ambas manos y limpió mis lágrimas con los pulgares.
—Porque te quiero mucho, y me has dicho cosas muy bonitas. Tú también haces mi vida más bonita.
Lo amaba tanto y tan profundo que hubiese podido hacer girar los girasoles hasta hacerlos volar. No necesitaba el sol para eso.
Kres se rio y apoyó su frente en la mía sujetándome de las mejillas.
—Oh god, I love you —susurró, antes de besarme con suavidad en los labios.
—Si lo dices con ese tono, pareces un duque de hace dos siglos —me reí.
Él me tendió la mano, haciendo una reverencia divertida.
—No soy un lord, ¿pero puedo invitarte a un baile?
—Sí.
Acepté su mano y me acerqué a él. Apoyé las manos en sus hombros y él me sujetó de la cintura. Nos movimos con suavidad al ritmo de una música que no existía.
—Lo siento, no tengo música lenta —se disculpó, ante el reggaeton que se escuchaba desde la sala de baile—. Puedo intentar cantar.
Recordé nuestro primer trayecto en coche juntos y no pude evitar burlarme:
—El silencio es la mejor música, ¿no?
Puso los ojos en blanco, pero sonrió antes de volver a besarme.
Lo sé, tengo algo por los chicos tiernos, pero no podía dejar a Kresten sin su momento cursi de las flores jajajaja.
Escribo esto justo al terminar de dar final a la edición de la novela y estoy con las emociones a flor de piel. No me puedo creer que hayamos llegado al final de la historia de Kresten y Georgina. Ha sido una camino dificil para mí porque ha sido la historía que más me ha costado escribir hasta la fecha, y también es la más larga. Siento que he crecido un poco como escritoria con esta historia.
Me niego a decir adiós aún, porque nos queda aun una historia de los Kaas por descubrir. Aun así, ya os adelanto que los planes para que Club de lectura para días soleados salga en físico ya están en camino.
Mil gracias por leer,
Noëlle
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