46. Shock
GEORGINA
La voz de papá sonaba alegre. Había salido a pasear por la playa con mi tía, y se sentía ligero y lleno de paz.
La última vez que había ido a la playa fue antes de que mamá se fuera.
No fui capaz de preocuparle con mis instigaciones.
—¿Qué sucede con Arnau? —me preguntó.
—Nada es... nada.
Lo oí sonreír al otro lado de la línea.
—Estás preocupada por él —dijo—. Está bien. Ayer lo acompañé a comprarse un traje para la boda de tu madre.
Eso me sorprendió. Sabía que habló con mamá, pero no sabía que habían hecho las paces hasta ese punto.
—Vaya, no sabía que iba a ir.
Papá se río y, durante un instante, creí que estaba soñando. Mis nervios se desvanecieron y se sustituyeron por una alegría que me sacudió de pies a cabeza.
«Creí que nunca volvería a escuchar su sonrisa».
—Sí, sí —prosiguió—. Lo decidió ayer de un momento a otro. ¡Una decisión de última hora! — Y tanto que era de última hora. Mamá se casaba en dos semanas. Casi lo había olvidado—. ¿Y tú? ¿Ya tienes vestido?
No. Mi vida estaba cambiando tanto que había olvidado por completo que necesitaba un vestido. Sonreí ligeramente al comprender que debería darme un paseo por el armario de Claudia y que ella, seguramente, hablaría de lo mucho que la necesitaba en mi vida. Anna me ayudaría con el tocado, porque siempre se le había dado genial.
—No pero... —hubiese seguido hablando, si Míriam no hubiese entrado al despacho cargada de violencia. Su expresión altanera y que parecía tener controlada, estaba descompuesta.
—¡¿Dónde cree que se ha ido ese cabrón?! —vociferó, sobresaltándome.
—Papá, hablamos luego. Tengo lío en el trabajo —colgué la llamada, mientras ella seguía farfullando.
—¡No puede echarme así sin más! —gritó ella, histérica— ¡¿Pero qué se ha pensado?! ¡Voy a joderle la vida!
Alcé las manos, en símbolo de paz, mientras me acercaba a ella.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté.
Ella, indignada, se cruzó de brazos y me desafió con la mirada.
—No te hagas la tonta. Sabes perfectamente lo que ha pasado.
Me hubiese encantado saber de qué se me acusaba con tanto ímpetu, pero no tenía ni idea.
—Si te soy sincera, no lo sé.
—¡Venga ya! —exclamó, echándose hacia atrás—. ¿Dónde está Kresten?
—No está —me encogí de hombros—. Se ha ido hace unos minutos.
Ella ladeó la cabeza y dio otro paso hacia atrás, mientras gesticulaba con las manos en el aire.
—Ah, así que me despide, ¡y se larga!
¿Qué la había despedido? Era cuestión de tiempo que lo hiciese, ¿no? Al fin y al cabo, ella parecía estar deseando salir corriendo de The Bookclub café.
—Vaya... lo siento —No soné tan sorprendida como pretendía.
Míriam resopló y, como una bala, se acercó al escritorio de Kres, donde se dispuso a rebuscar entre los papeles. El impulso de proteger lo que fuera que él tenía allí se apoderó de mí.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.
—No es asunto tuyo.
—Míriam, aléjate de ahí —intenté apartarla, pero ella era fuerte a pesar de su delgadez y se quedó anclada al suelo como una roca.
Así que protegí el escritorio con mi cuerpo. ¿Por qué demonios quería rebuscar entre las cosas de Kres?
—Ya sé que folla bien —me espetó ella—, pero no lo suficiente como para que lo defiendas.
Esa fue la gota que colmo el vaso. Tenía suficiente con mis propios asuntos, como para tener que soportar sus tonterías.
—¡Basta! ¡Estoy harta! —exclamé—, ¡Yo no sé qué te pasa ni por qué lo odias tanto, pero deja de fastidiarme! ¡Lo quiero! ¡Y él me quiere! ¡No soy tu amiga y no te he pedido tus consejos ni tus opiniones!
Sus ojos se encogieron, mientras me desafiaba con todo su cuerpo. No se movió, pero se cruzó en brazos y ladeó la cabeza ligeramente, como si estuviese frente a su mayor decepción.
—Eres una ilusa —dijo.
Yo la desafié todavía más, crucé los brazos y alcé la barbilla con la seguridad de que ella no iba a dar un paso más.
—Sí, soy una ilusa —le contesté, bastante orgullosa ser quien era—. Y me gusta cometer mis propios errores, ¿algo más?
Se pensó su respuesta, analizándome con la mirada, como si intentase encontrar en mí el motivo por el que Kresten me había escogido.
—Vete de aquí —añadí.
—No pienso irme hasta hablar con Kresten.
—Bien, en ese caso, tendrás que esperar fuera.
Míriam me hubiese eliminado de la faz de la tierra con la mirada que me echó.
—¡Aquí estás, Georgina! —exclamó Dayana, que entró al despacho, interrumpiendo nuestra batalla—. El club de lectura está casi listo. ¿Te vienes a comer algo antes de que empiece?
—¡Sí, claro! —y le sonreí a Míriam, con satisfacción—. Vas a tener que irte porque Dayana siempre cierra con llave cuando no está Kres, ¿verdad?
—Sí —replicó Dayana—. Míriam, necesito que vuelvas a las mesas. No quiero más problemas.
Míriam, para mi sorpresa, se llenó de pánico y algo parecido a la vergüenza cruzó por su expresión. Salió del despacho sin rechistar, con los brazos cruzados y la barbilla bien alta.
Solté el aire que había estado conteniendo.
Dayana la siguió con la mirada, y se mordió el labio.
—Ella siempre fue así de egoísta, ¿sabes? —me dijo con la pena incrustada en sus palabras, dando vueltas a su alrededor—. Pero yo no me di cuenta.
—Lo siento.
Ella negó con la cabeza.
—Ha sido un gran descubrimiento saber que Kresten era el único amigo que en realidad tenía en este grupo. No te disculpes. Esta librería me ha hecho un favor —explicó con pena y alivio antes de cambiar de tema—. ¿Te vienes a comer algo conmigo? Necesito salir de aquí un rato.
Fui a comer pasta con Dayana a un restaurante cercano, y para cuando volvimos, el club de lectura estaba lleno. Nuestros esfuerzos por hacer que fuera encantador estaban dando frutos. La belleza de la terraza, los dulces y la evidente ilusión y compromiso de las lectoras de romance era algo que cualquier género debería envidiar.
Nunca había sido muy buena hablando en público, pero tampoco se me daba mal. El hecho de que hubiese disfrutado de la lectura del mes lo hacía mucho más fácil. Cuando la sesión terminó, escogimos a votaciones la lectura del siguiente mes y dejamos que las lectoras se quedaran charlando en la terraza.
Kresten, que había vuelto, me saludó desde la puerta de la terraza. Seguía perturbado y enseguida se esfumó hacia el interior.
Estaba segura de que se encerraría en su despacho de nuevo.
Arnau no tardó en aparecer. Todavía podía ver su cara de niño, a pesar de que se había hecho un hombre en los últimos años. Se me hacía extraño ver la barba de tres días en mi hermano pequeño, el niño que me pedí que le atase los cordones a todas horas y que le pelase mandarinas.
Estaba ayudando a papá, había hecho las paces con mamá y me sonrió ligeramente al verme. Estaba colaborando, tal y como prometió, ¿habría sido después de tocar fondo? ¿Podría realmente estar implicado?
—Eh, hola.
Se mordió el labio y desvió la mirada de esa forma inquieta que tan bien conocía. Nunca pensé que vería a mi hermano nervioso por hablar conmigo. Ni yo, nerviosa por hablar con él.
—Gracias por venir —le acaricié el brazo y él se tensó, avergonzado.
—Tú me lo has pedido, ¿qué querías decirme?
No sabía como empezar a hablarle de todas las sospechas que intrigaban mi conciencia.
—Creo que deberíamos hablarlo en otro lugar.
El ceño de mi hermano se ensombreció, y se agachó lo suficiente para hablar a la altura de mi oído.
—¿Ha pasado algo con Kresten? —preguntó, en voz baja, a la defensiva.
—¡No, no! Todo está bien con Kres.
Arnau buscó al chico con la mirada y cuando no lo encontró, volvió a mí.
—Que tú seas la hermana mayor no quiere decir que yo no pueda protegerte. Si pasa algo, tienes que decírmelo.
Esa actitud era nueva, pero no me tranquilizaba.
—No pasa nada con Kresten —lo tranquilicé, pues esa actitud protectora era nueva y desconocida para mí—. No necesito que me protejas Arnau.
Mi hermano cerró los ojos y respiró hondo.
—Georgina yo... —su voz se desvaneció, ante las voces que se alzaron en la planta inferior.
Dos agentes de policía custodiaban la entrada, mientras otros dos, pedían a gritos que se desalojara el local. La gente salía a trompicones, con curiosidad y torpeza, mientras que los camareros se escondían detrás de la barra, aterrorizados e indecisos.
—¿Qué mierda está pasando? —me preguntó Arnau, a mis espaldas. Su rostro había palidecido.
—Arnau, dime que no has cometido ningún delito.
—Bueno, a ver... no soy un santo, pero...
—¡Arnau, yo te mato!
Lo agarré de la camiseta antes de empujarlo. Él intentó retenerme, pero el pánico ya se había ponderado de mi cuerpo. Necesitaba encontrar a Kresten. Necesitaba esconder a mi hermano.
Necesitaba salir de allí cuanto antes.
—Tienes que venir conmigo —le dije, con la voz temblorosa.
—Pero la policía dice que nos vayamos —replicó él, como si seguir las órdenes policiales fuese lo más obvio.
—¡Déjame pensar, idiota! —exclamé, presa del pánico—. ¿Por qué lo hiciste?
Habían venido a buscarle a él. ¿No?
—¡¿El qué?! —exclamó él que seguía fingiendo confusión. ¿Se creía buen actor?
Solté otra exclamación, llena de frustración y rabia. Estaba al borde de las lágrimas y él seguía comportándose como si no hubiese hecho nada.
—Tienes que esconderte —volví a sujetarlo de la mano, en un intento de arrastrarlo hasta el despacho de Kresten, donde, tal vez, tuviese un par de minutos para pensar con claridad.
—¿Pero qué mierda haces, Georgina? —insistió Arnau.
«Salvarte el culo, imbécil».
—¡Es que como se te ocurre!
—Gina te juro que no sé de qué me estás hablando.
No podía hacerme esto. Mentir hasta el final era rastrero, incluso para él.
—No ha sido él, Georgie —intervino Kresten, a quien no había visto venir.
Seguía con la oscuridad enganchada a la mirada, y se había soltado los cabellos rubios. Como los ángeles de la iglesia de la plaza, parecía estar a punto de desmontar mi mundo:
—¿Qué?
—Arnau es inocente —dijo—. No ha sido él.
—¡¿Inocente de qué?! —exclamó Arnau, quien había perdido todo ápice de paciencia.
Pero yo no podía apartar la mirada de Kresten, cuyas aguas claras se habían enturbiado.
—¿Y quién? —mi pregunta salió de mis labios. Sentí que me ahogaba en un mar distinto al suyo, pero igual de enturbiado. No entendía nada.
—Sergio.
Kresten hizo un gesto con la cabeza, y me indicó que me acercase a la balconera de la planta superior, desde donde podría ver mejor la escena. Su amigo estaba esposado y no parecía él. Tenía el rostro pálido pero hinchado. Su ropa había perdido todo el estilo y estaba mojado y sucio. Fruncía el ceño y contenía el llanto en una mueca que desfiguraba su rostro, mientras dos agentes lo sujetaban porque parecía estar a punto de desmayarse.
—¡Eres un puto traidor! —exclamó Míriam, a quien habían inmovilizado contra una mesa.
—Ella fue mi cómplice —dijo el dueño del local.
—¡Nos has jodido la vida, imbécil! —gritó ella, tan enfadada que podría haber abierto una brecha hacia el infierno.
No escuché lo que dijo Sergio. Había demasiado jaleo. Dayana estaba pálida y Kresten se llevó las manos al rostro, anonadado. Yo no podía comprender como habían sido ellos.
—Ha confesado —susurró Kresten, no sé si para mí, o para él.
—¿Lo sabías? —le pregunté
—Lo sé hace unas horas —confesó él con la mirada fija en su amigo—. Estaba pensando en qué hacer. Ya no hará falta.
Los ojos de Sergio se encontraron con los de Kresten y me pareció que, desde la distancia, susurraba un "Lo siento". Kresten soltó una maldición y se dio la vuelta para perderse en su despacho.
Se llevaron a Sergio, luego a Míriam, que por primera vez en todo el verano, bajó la cabeza, y dejó que una pequeña lágrima se deslizara por sus mejillas.
Y por último, nos obligaron a cerrar The Bookclub café.
No me matéis pls. Siento haber tardado tanto en subir capítulo. El lanzamiento de Club de lectura para días grises me ha tenido drenada por completo. Por suerte ahora estoy dedicandome exclusivamente a terminar de pulir este proyecto y os prometo que esta semana ya estará terminada en Wattpad.
Intentaré subir otro capítulo mañana.
Mil gracias por leer,
Noëlle
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