40. ¿Y sí?
GEORGINA
Manuela murió la madrugada del 2 de septiembre a sus setenta y nueve años.
Estaba amaneciendo y seguíamos en el hospital. Hacía tres horas que habíamos venido, siguiendo a la ambulancia donde la anciana estaba teniendo un infarto.
No pudieron salvarla.
Su cáncer había vuelto hacía apenas dos meses y ella había renunciado al tratamiento. No quería pasar de nuevo por una quimioterapia. Kresten se descompuso ante la noticia. Su rastro se volvió del mismo color blanco que las 'sabanas del hospital y sus maldiciones se quedaron silenciadas en su garganta. Tan solo fue capaz de repetir lo mismo una y otra vez:
—Tendría que haber llamado antes a los médicos.
Se negaba a aceptar que, por mucho que hubiese luchado, esa batalla no podría haberla ganado.
Ni siquiera los médicos pudieron evitar que Manuela se fuera.
Nos quedamos en la sala de espera de la planta de urgencias, apenas iluminada por las luces artificiales durante la madrugada. Cuando salió el sol, toda la planta, que estaba rodeada de cristaleras, se bañó de los agradables colores del amanecer. Sentí que el día se burlaba de nosotros, porque seguía su ritmo a pesar de que para nosotros hacía horas que el tiempo se había detenido.
—Tendría que haber llamado antes —repitió Kresten, que dejó caer la cabeza entre sus rodillas, y se tapó el rostro, ahogando un grito frustrado.
—No podías saberlo —le contesté, con el tono más comprensivo que pude encontrar—. Ella dijo que solo estaba cansada.
Se mordió el labio, y con la mirada puesta en el sol, dejó que una lágrima se asomara por su mejilla.
—No siento que sea justo que amanezca hoy.
Yo tampoco lo sentía justo.
—Escúchame —insistí, acariciando su rostro. El olor atascado del hospital contribuía que el aire fuese más pesado y nos constase respirar—. No podías hacer nada.
—Eso no voy a saberlo nunca.
No. Y por eso mismo no valía la pena martirizarse.
«La incertidumbre de un "¿y sí?" Es capaz de matar años de vida, pero no queda otra que aceptar la realidad, por mucho que las posibilidades pesen en el corazón.
¿Y si yo no hubiese llamado a papá?
¿Y si papá hubiese salido un minuto más tarde?
¿Y sí...?
No valía de nada seguir viviendo con esas preguntas, porque al fin y al cabo, ninguna de ellas era real. La realidad era que mi padre perdió una pierna. La realidad era que Manuela había muerto.
Y la realidad era que, ni yo ni Kresten podíamos haberlo evitado.
¿De qué valía que él se lamentara hasta intentar lo imposible para remediar la pérdida?
De nada.
«Por fin lo entiendes, Georgina».
Me hubiese gustado perdonarme a mí misma en otra situación, pero eso era algo que tampoco podía cambiar.
—Kresten, cuando...
Se levantó de un salto al ver aparecer a la enfermera que se había ocupado de Manuela al llegar.
—Quiero verla —pidió Kres, plantándose frente a la mujer con urgencia.
Ella se mantuvo amable, pero dura de roer. Ya era la tercera vez que Kresten pedía lo mismo y por la expresión de la enfermera, supe que la respuesta iba a ser la misma que las otras anteriores.
—Lo lamento, solo pueden pasar familiares —apretó los labios, compasiva—. La van a trasladar al tanatorio y allí podrán verla.
—Solo tiene una sobrina que vive en la otra punta del país. Está sola —la voz de Kresten se rompió—. Estaba sola. Déjame verla, por favor. Éramos amigos.
La enfermera le dedicó una mirada de pena al angustiado inglés, que parecía estar a punto de dejarse llevar por una tristeza enorme, pero no salía de su rigidez y tensión.
—Lo siento —volvió a disculparse ella—. Pueden ir al tanatorio esta tarde.
Kresten soltó una maldición y salió de la sala de espera dando zancadas. Los gritos de angustia y furia vinieron después, durante todo el trayecto a casa. Permanecí en silencio y escuchando como él me había escuchado a mí otras muchas veces, mientras maldecía y maldecía al mundo.
Nunca lo había visto tan enfadado.
Y yo no sabía como me sentía. Apenas era capaz de asimilar que la anciana había muerto.
Al llegar al bloque de pisos, un vecino nos detuvo en la entrada, preguntando, preocupado, por Manuela. Kresten lo ignoró y subió a su apartamento.
—Era como una abuela para él —suspiré ante el vecino, que también palideció—. Le pido disculpas.
—Era una gran mujer —dijo él—. ¿Cuándo es el velatorio?
Le dije que la iban a trasladar para el velatorio y se ofreció a avisar al resto de vecinos, cosa que fue un alivio, porque no me sentía capaz de avisar a nadie de nada en ese momento. Cerré la puerta tras entrar al apartamento de Kresten. Su voz ya no se escuchaba, y en la vivienda reinaba un silencio sepulcral.
Lo encontré en su habitación. Estaba sentado en la cama con los hombros caídos. Le aparté los cabellos rubios de rostro y me encontré con su mirada perdida.
—Anoche me dio las gracias —dijo, sin mirarme porque él no estaba allí. Tal vez estaba en la noche anterior, o en algunos de los muchos días atrás, reviviendo a la anciana en su memoria—. Y ahora no puedo dejar de pensar que sabía que se iba a morir y no quiso decírmelo.
Yo también lo había pensado en cuanto nos enteramos de lo del cáncer, pero no lo había dicho. Pensé que sería un comentario doloroso para él.
Me subí a la cama, respetando el silencio que Manuela había escogió usar como aliado, y lo abracé. Kresten, apoyó su mano sobre la mía, estático. Ni siquiera la brisa matinal que entraba por la ventana de su habitación hubiese logrado que él se moviera.
—Nadie sabe cuando va a morir —dije. Él negó con la cabeza.
—Ella lo sabía. No sabes como lo dijo.
Sus palabras me desbocaron el corazón. No, no lo sabía, pero podía imaginarlo.
—Si lo sabía, escogió no decirlo por algún motivo. Ella te quería mucho.
—Ya lo sé —me apartó con suavidad y se levantó. Sus pupilas se habían dilatado—. Estoy furioso con ella. Estoy muy enfadado conmigo mismo porque tendría que haberla llevado al hospital ayer en vez de esperarme.
Me levanté también. No sabía cuál era la mejor forma de consolarle y por eso, intenté tomarle de la mano. Él rechazó el acercamiento.
—Eso no lo sabes —contesté.
—¡Pero hay una gran probabilidad! —gritó él, alzando las manos en frustración. Se alejó y comenzó a caminar de un lado a otro, mientras se pasaba las manos por los cabellos.
Volví a sentarme en la cama y suspiré.
—Kresten, tenía setenta y nueve años —dije, porque me pareció el argumento más coherente que encontré—. Era una mujer mayor.
Fue un argumento terrible, porque él, estalló, ofendido:
—¡Era mi abuela! —exclamó él— ¡Era la única abuela que he tenido! ¡Nunca conocí a mi abuela paterna y la madre de mi madre murió muy joven! ¡Era mi abuela!
Las palabras se me quedaron atascadas en la garganta tras su grito. Me sentía impotente y terriblemente triste. Bajé la voz:
—Kres, lo siento mucho.
—¡Es injusto! —siguió desahogándose él— Ella tendría que haberme avisado. Sabía que se iba a morir desde hacía semanas. ¡Joder, Manuela! ¡¿Por qué?!
Yo no tenía respuesta a eso.
Me quedé en la cama, abrazándome a mí misma mientras él iba de un lado a otro, sacando su furia, frustración y tristeza de la forma más torpe que le había visto.
A cada maldición en inglés, menos entendía yo lo que estaba diciendo.
No lloró. Ni una sola lágrima.
Se convirtió en un mar de llamas.
Y me levanté cuando no pude soportarlo más. No pensaba irme de su lado, a menos que él me lo pidiera, pero necesitaba estar en otra habitación. Una donde su ira no me arrebatara el oxígeno. Porque aunque yo no tuviese una relación tan estrecha con Manuela, también estaba triste por su pérdida.
Llamé a Sergio y le comenté que Kresten no estaba en condiciones de ir a trabajar. No sé cómo se las apañó, pero no parecía muy contento.
Kresten apareció en el salón mientras yo me preparaba algo de comer. No sabía si tenía hambre o ansiedad, pero mataba por un bocadillo de jamón. Él se sirvió un vaso de agua y se sentó en una de las sillas del comedor. Ya no tenía la cara roja, pero seguía serio y decaído.
—¿Quieres algo de comer? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—Voy a llamar al tanatorio —contestó—. Quiero saber si ya puedo verla.
Nos mantuvimos en silencio durante el resto de la tarde. Incluso en el tanatorio el silencio sepulcral del lugar se unió con el nuestro, que había estado gestándose durante horas. Era un silencio que se te enganchaba a los labios y te impedía moverlos. La pequeña sala reservada para Manuela, desde donde podía vérsela a través de un cristal, no era muy grande. Había un par de hombres de avanzada edad, y Kresten, que plantó la mano en el cristal. Nadie le dijo que ya no podría volver a tocarla, pero se quedó ahí durante casi una hora, como si realmente estuviese hablando con ella.
Cuando salimos, Kresten, que se había mantenido distante durante todo el día, me rodeó con los brazos por la espalda y dejó caer la cabeza sobre mi hombro.
—Siento haber gritado antes. No sé qué me ha pasado —me confesó con expresión arrepentida. Sus manos bajaron hasta mi cintura y me aferró a él, con tanta fuerza que creí que, durante un instante, temió perderme a mí también—. Siento un enfado y una tristeza enorme porque se ha ido, no me lo puedo creer y quiero gritar y traerla de vuelta. Parece que está ahí durmiendo, que se va a despertar y va a decir que en realidad solo estaba cansada.
Me di la vuelta y respondí al abrazo.
—Sé que en realidad no me gritabas a mí.
—Lo siento —repitió, atormentado—. No te vayas. Quédate conmigo hoy.
No necesitaba rogarme.
Busqué sus labios y lo tranquilicé de la forma más suave que sabía. Él siguió aferrándome con fuerza, pero cuando el beso terminó, me arreció que ambos volvíamos a respirar.
Al volver a casa, Kresten me tendió su teléfono.
—Harald le tenía cariño —me dijo—. ¿Puedes escribirle tú por mí? Llevo todo el día intentándolo. No puedo escribirlo. Háblale a Laia si crees que no sabes decirlo en inglés. O escríbele en español, ya se apañará él para traducirlo.
Suspiré y cedí. Le escribí a Laia. Yo tampoco estaba de ánimos para mensajes, noticias, ni ejercicios de writing.
Enseguida entró una llamada de Harald. Busqué a Kresten para darle el teléfono, pero él ya no estaba allí. Se había encerrado en la ducha. No había llorado frente a mí en todo el día, y aun así, tenía los ojos rojos y vidriosos.
Descolgué la llamada, armándome de valor, y le expliqué, como pude, que su hermano gemelo se negaba a hablar con nadie. Para mi suerte, Laia estaba con él, lo que hizo que todo fuera más sencillo.
—Kres se cierra en sí mismo cuando está triste. ¿Podrás mantenerme informado si crees que está demasiado mal? —me preguntó Harald con tono preocupado—. Lenn y yo estamos dispuestos a viajar si necesita apoyo.
—Creo que podemos apanárnoslas —le contesté.
—Georgina, mi hermano lleva muy mal la muerte — Hal arrugó el ceño del mismo modo que lo hacía Kresten, ladeando la cabeza hacia un lado, llenándose de confusión—. No sé si sabes lo de nuestro padre, pero...
—Sé lo que pasó.
—A veces no sabe gestionar sus sentimientos negativos. Guárdate mi número, por favor. Es posible que caiga de nuevo y no me gustaría saber que pasas sola por esto.
No entendí a que se refería. Kres estaba triste, pero era normal.
—¿Caiga de nuevo? ¿En qué?
—En el alcohol —aclaró, muy serio—. No quiero volver a verlo en rehabilitación. Llámame si ves que está pasando el límite.
«¿Rehabilitación? ¿De qué estaba hablando?»
Eran demasiadas noticias por un día. Y el shock de esa última, no me permitió seguir hablando en inglés.
—Él no bebe nada —dije, casi a la defensiva.
Laia, que había estado junto a Hal con el rostro compungido, tradujo.
—¿Puedes revisarlo por mí? —insistió Harald—. Un adicto no puede tomar ni una gota. Esta situación puede hacerle rememorar recuerdos que le inciten a beber, por eso es importante que se mantenga lo más lejos posible del alcohol ahora.
«Un adicto. Recuerdos. Lejos del alcohol».
—¿Qué mierda te está contando, Georgie? —Kresten había salido de la ducha y llevaba una toalla enrollada en la cadera.
Me arrebató el teléfono y con una furia mucho más intensa que la de esa tarde, se dirigió a su hermano gemelo. Su nariz se hinchó, al igual que su pecho.
—Hal, no tengo ganas de mierdas, ni de hablar, ¿vale? —prácticamente escupió, mientras quitaba la cámara y el manos libres. Se llevó el teléfono a la oreja—. No te preocupes por el alcohol, no se me ha olvidado que te encantó estudiar mi proceso de desintoxicación. Tal vez quieras venir a estudiar cómo gestiono el duelo. ¿Te sirve para alguna práctica, doctor?
No escuché lo que su hermano contestó, tampoco hablaron más, porque Kresten colgó, enfurecido.
—No creo que estuviese diciendo las cosas de ese modo, Kres —le dije.
—¿Por qué mierda te tenía que contar eso?
—¿Y por qué no? —le encaré. ¿Por qué no podía saber que mi novio había estado en rehabilitación por adicción a beber? ¿Por qué? ¿Tan poco confiaba en mí?
—Hal es un imbécil —masculló.
Nada de lo que había hablado con Hal me había hecho pensar que fuera un imbécil. Todo lo contrario. Se estaba preocupando por él. Así que me crucé de brazos y lo miré, muy seria.
—¿Tú también vas a ponerte de su parte? —preguntó, a la defensiva. Su respiración se había acelerado y parecía dispuesto a defenderse. ¿Cómo? ¿Desde cuándo había bandos?
—Me ha parecido que Harald se preocupa por ti como yo por Arnau, pero se encuentra una puerta cerrada.
Él negó con la cabeza y, alejándose de mí, dijo:
—Lo que pasa es que las puertas se cruzan cuando te las abren, no forzando la cerradura.
«No le fuerces». Eso me había dicho con Arnau. Me quedé callada. No quería discutir con él, pero no podía ocultar la decepción que crecía por mi pecho. No me había dicho nada. ¿Por qué no?
—¿No me vas a preguntar? —inquirió, ante mi silencio.
—¿El qué?
—Si soy un puto alcohólico —aclaró, con asco—. Es lo que ha dicho, ¿verdad?
Él no era un borracho. No bebía, era serio, trabajador, responsable y cuidaba de las personas que le importaban.
Pero también escondía secretos, y tenía un pasado desastroso del que sabía poco.
Me había escondido su adicción y a pesar de lo triste y traicionada que me sentí, quería creer en él.
—¿Lo es? —nunca había tenido tanto miedo a formular una pregunta, a pesar de saber cuál iba a ser la respuesta—. ¿Es verdad?
Él, aunque parecía horrorizado, no titubeó.
—Bebía hasta quedarme inconsciente.
Lo imaginé, y me fue imposible de concebir esa imagen de él. No era le Kresten que yo conocía y aun así, un hielo insoportable me invadió esa cálida mañana de agosto.
¿Me había mentido sobre quién era?
Había sido un alcohólico y ese es el tipo de cosas que ate acompaña de por vida. Llevaba un mes saliendo conmigo y no me lo había dicho. Dolía, esa desconfianza dolía como miles de pellizcos de realidad.
¿Por qué?
—Pero has cambiado —susurré, aferrándome al único pensamiento positivo que me quedaba—. Ya no bebes, ¿no?
Se acercó a mí y me tomó del mentón, mientras negaba con la cabeza.
—¿De dónde has salido? —su toque me hizo sentir todavía más frío—. ¿Te ha enviado algún muerto para demostrarme que hay gente pura en la vida? La vida es una mierda, Georgie. Tú lo sabes mejor que nadie. ¿Por qué mierda sigues teniendo fe?
—¿Y por qué no? ¿Qué me queda si pierdo la fe?
Apartó la mano, como si mis palabras hubiesen dado un calambrazo. Se dirigió al pasillo, dándome la espalda, antes de detenerse bajo el umbral de la puerta.
—Quiero estar solo esta noche.
—Kres, por favor, no seas así.
—Necesito estar solo —sus palabras fueron una sentencia que me atravesó como una maldición—. Se ha muerto la persona que me hizo quedarme en España. Mi novia me mira como si fuese su mayor decepción. Y le acabo de gritar a mi hermano. Ahora mismo no soy bueno para nadie.
¿Y como quería que le mirara? ¿Cómo pretendía que me sintiese? ¿Feliz? ¿Impasible? No podía hacerlo.
—Antes me has pedido que me quedara contigo —le contesté.
—He cambiado de opinión.
Lo dejé solo esa noche, aunque me hubiese gustado quedarme con él. De hecho, me hubiese gustado que la conversación con su hermano no lo hubiese convertido en un tremendo imbécil.
Apenas dormí. Estuve demasiado triste por Manuela, vacía por el sinsentido de la vida y preocupada por si a Kresten le daba por probar una gota.
Había sido un adicto. Y después de saber eso, la borrachera por la que le echaron del pub, el "tocar fondo", el empezar de cero en otro país... todo tenía más sentido.
¿De verdad había cambiado?
Me envió un mensaje a las diez de la noche: Georgie, no voy a beber. Te lo prometo.
Si esperaba que encontrara alivio en ese mensaje, fue fallido, porque no lo encontré.
🌻🌻🌻
Kresten se vistió con un traje la mañana el entierro y compró un ramo funerario de rosas rojas enorme. Además de la corona de flores que había encargado.
Nos encontramos a las puertas del cementerio y la tensión nos acompañó en los pasillos de ataúdes. Ninguno mencionó nuestra última discusión, aunque ambos estábamos llenos de miedo e incertidumbre.
Estaba sobrio, aunque parecía no haber dormido bien.
Había pocas personas en el entierro de Manuela. Casi todas eran personas mayores, a excepción de una mujer que rondaba su cuarentena. Kresten me comentó que era la única sobrina de Manuela, ya que la anciana no había tenido hijos. No porque no quisiera, sino porque no podía engendrar.
Kresten tenía la mirada perdida en el ataúd mientras los trabajadores del cementerio lo subían hasta su celda. «Eso es un cajón», susurró Kres, indignado y roto.
Le tomé de la mano y la estrechó con fuerza. Cuando lo cerraron, noté un temblor en su toque.
Todos se habían marchado, pero nosotros seguíamos allí, frente al ramo de rosas que coronaba la lápida. Kresten no se movía, no hablaba, no hacía más que leer el nombre de la mujer que había considerado su abuela durante los últimos tres años.
Una lágrima cayó por su ojo derecho, y después otra, y otra. No se molestó en limpiárselas, y me pregunté si se habría dado cuenta siquiera de que por fin estaba llorando. Lo abracé, y se vino abajo en mis brazos. Tembloroso, mientras me estrechaba con fuerza. Le acaricié el cabello, le besé las mejillas y lo sostuve, mientras él dejaba toda su tristeza ir.
Llegamos a casa de Kres acompañados de una lluvia incesante. Las últimas gotas de un verano que estaba a punto de extinguirse y que parecía estar despidiéndose de la anciana que nos había dejado.
Besé sus lágrimas como él había besado las mías. Me tragué sus sollozos, como él había tragado los míos.
Pero no pude hacer que se extinguieran.
Lo siento 😔
Espero que no estéis muy tristes.
Mil gracias por leer,
Noëlle
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